SANTA MONICA Y SAN AGUSTIN
Capítulo XXVIII. De la saludable doctrina de la religión
cristiana
Quéjanse,
pues, y murmuran los hombres perversos e ingratos y los que están más profunda
y estrechamente oprimidos del maligno espíritu de que los sacan mediante el
nombre de Jesucristo del infernal yugo y penosa compañía de estas impuras
potestades, y de que los transfieren de la tenebrosa noche de la abominable
impiedad a la luz de la saludable piedad v religión; danse por sentidos de que
el pueblo acuda a las iglesias con una modesta concurrencia y con una
distinción honesta de hombres y mujeres, adonde se les enseña cuánta razón es
que vivan bien en la vida presente, para que después de ella merezcan vivir
eternamente en la bienaventuranza; donde oyendo predicar y explicar desde la cátedra del Espíritu Santo en
presencia de todos la Sagrada Escritura y la doctrina evangélica, a fin de que
los que obran con rectitud la oigan para obtener el eterno premio, y los que
así no lo hacen, lo oigan para su juicio y eterna condenación; y donde cuando
acuden algunos que se burlan de esta santa doctrina, toda su insolencia e
inmodestia, o la dejan con una repentina mudanza o se ataja y refrena en parte
con el temor o el pudor; porque allí no se les propone cosa torpe o mal hecha
para verla o imitarla, ya que, o se les enseñan los preceptos y mandamientos
del verdadero Dios, o se refieren sus maravillas y estupendos milagros, o se
alaban y engrandecen sus dones y misericordias, o se piden sus beneficios y,
mercedes.
Capítulo
XXIX. Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses
Esto
es lo que principalmente debes desear, ¡oh generosa estirpe de la antigua Roma!
¡Oh descendencia ilustre de los Régulos, Escévolas, Escipiones y Fabricios!
Esto es lo que principalmente debes apetecer; en esto principalmente es en lo
que te debes apartar de aquella torpe vanidad y engañosa malignidad de los
demonios. Si florece en ti
naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona sino con la
verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor de la
justicia. Acaba ahora de escoger el medio que has de seguir para que
seas sin error alguno alabada, no en ti, sino en el Dios verdadero; porque
aunque entonces alcanzaste la gloria y alabanza popular, sin embargo, por
oculto juicio de la divina Providencia te faltó la verdadera religión que poder
elegir. Despierta ya este día como has despertado ya en algunos, de cuya virtud
perfecta y de las calamidades que han padecido por la verdadera fe nos
gloriamos; pues, peleando por todas partes con las contrarias potestades y
venciéndolas muriendo valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria.
A ella te convidamos y exhortamos para que acrecientes el número de sus
ciudadanos, cuyo asilo en alguna manera podemos decir que es la remisión
verdadera de los pecados. No des oídos a los que desdicen y degeneran de ti; a
los que murmuran de Cristo o de los cristianos y se quejan como de los tiempos
malos buscando épocas en que se pase, no una vida quieta, sino una en que se
goce cumplidamente de la malicia humana. Esto nunca te agradó a ti, ni aun por
la eterna patria. Ahora, echa mano y abraza la celestial, por la cual será muy
poco lo que trabajarás, y en ella verdaderamente y para siempre reinarás,
porque allí, ni el fuego vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el
que es uno y verdadero Dios, que sin poner límites en las grandezas que ha de
tener, ni a los años que ha de durar, te dará un imperio que no tenga fin. No quieras andar tras los dioses
falsos y engañosos; antes deséchalos y desprécialos, abrazando la verdadera
libertad. No son dioses, son espíritus malignos a quienes causa envidia y da
pena tu eterna felicidad. No parece que envidió tanto Juno a los
troyanos, de quienes desciendes según la carne, los romanos alcázares, cuanto estos demonios, que
todavía piensas que son dioses, envidian a todo género de hombres las sillas
eternas y celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a estos espíritus cuando
los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo ministerio celebraste los
mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en libertad del poder
de los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus cervices el yugo de
su ignominia para consagraría a sí propios y celebrarla en su nombre. A los que
representaban las culpas y crímenes de los dioses los excluiste de tus honores
y privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que excluya de ti aquellos dioses
que se deleitan con sus culpas, verdaderas, que es mayor ignominia, o falsas,
que es cosa maliciosa. Si bien, por lo que a ti se refería, no quisiste que
tuviesen parte en la ciudad los representantes y los escénicos. Despierta y abre aún más los
ojos; de ningún modo se aplaca la Divina Majestad con los medios con que se
desacredita y profana la dignidad humana. ¿Cómo, pues piensan tener a los
dioses que gustan de semejantes honras en el número de las santas potestades
del cielo, pues a los hombres por cuyo medio se les tributan estos honores,
imaginaste que no merecían que los tuviesen en el número del más ínfimo
ciudadano romano? Sin comparación, es más
ilustre la ciudad soberana donde la victoria es la verdad, donde la dignidad es
la santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la eternidad, mucho
menos que no admite en su compañía semejantes dioses, pues tú en la tuya
tuviste vergüenza de admitir a tales hombres. Por tanto, si deseas
alcanzar la ciudad bienaventurada, huye del trato con los demonios. Sin razón e
indignamente adoran personas honestas a los que se aplacan por medió de
ministros torpes. Destierra a éstos y exclúyelos de tu compañía por la
purificación cristiana, como excluiste a aquellos de tus honras y privilegios,
por la reforma del censor, y lo que toca a los bienes carnales, de los cuales
solamente quieren gozar los malos, y lo que pertenece a los trabajos y males
carnales, los cuales no quieren padecer solos. Y como ni aun en éstos tienen
estos demonios el poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con todo,
deberíamos antes despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los
demonios, y adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos
nos envidian; pero ni aun en esto pueden lo que creen aquellos que por esto nos
procuran persuadir que se deben adorar); esto después lo veremos, para que aquí
demos fin a este libro.
LIBRO TERCERO. CALAMIDADES DE ROMA ANTES DE CRISTO
Capítulo primero. De las adversidades que sólo temen los
malos, y que siempre ha padecido el mundo mientras adoraba a los dioses.
Ya me
parece que hemos dicho lo bastante de los males de las costumbres y de los del
alma, que son de los que principalmente nos debemos guardar y cómo los falsos
dioses no procuraron favorecer al pueblo que los adoraba, a fin de que no fuese
oprimido con tanta multitud de males; antes, por el contrario, pusieron todo su
esfuerzo en que gravemente fuese afligido. Ahora me resta decir de los males que éstos no quieren
padecer, como son el hambre, las enfermedades, la guerra, el despojo de sus
bienes, ser cautivos y muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que
apuntamos ya en el libro primero, porque éstas sólo los malos tienen por
calamidades, no siendo ellas las que, los hacen malos; ni tienen pudor
(entre las Cosas buenas que alaban) en ser malos los mismos que las
engrandecen, y más les pesa una mala silla donde descansar que mala vida, como
si fuera el sumo bien del hombre tener todas las cosas buenas fuera de sí
mismo. Pero ni aun de estos males que solamente temen los excusaron o libraron
sus dioses cuando libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos
y lugares padecía el linaje humano innumerables e increíbles calamidades antes
de la venida de nuestro redentor Jesucristo, ¿qué otros dioses que éstos
adoraba todo el Universo, a excepción del pueblo hebreo y algunas personas de
fuera de este mismo pueblo, dondequiera que por ocultó y justo juicio de Dios
merecieron los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser demasiado
largo omitiré los gravísimos males de todas las demás naciones, y sólo referiré
lo que pertenece a Roma y al romano Imperio, esto es, propiamente a la misma
ciudad, y todo lo que las demás, que por todo el mundo estaban confederadas con
ella o sujetas a su dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo,
cuando ya pertenecían, por decirlo así, al cuerpo de su República.
LA DESTRUCCION DE TROYA
Capítulo II. Si los dioses a quienes los romanos y
griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas para permitir la destrucción
de Troya
Primeramente
la misma Troya o Ilion, de donde trae su origen el pueblo romano (porque no es
razón que lo omitamos o disimulemos, como lo insinué en el libro primero,
capítulo IV), teniendo y adorando unos mismos dioses, ¿por qué fue vencida, tomada y
asolada por los griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el juramento que quebrantó
su padre Laomedonte; luego es cierto que Apolo y Neptuno sirvieron a Laomedonte
por jornal, pues aseguran les prometió pagarles su trabajo y que se lo juró
falsamente. Me causa admiración que Apolo, famoso adivino, trabajase en una
obra tan grande, y no previese que Laomedonte no había de cumplirle lo pactado;
aunque no era justo que tampoco Neptuno, su tío, hermano y rey del, mar,
ignorase las cosas futuras, pues a éste le introduce Homero presagiando
gloriosos sucesos de la descendencia de Eneas, cuyos sucesores vinieron a ser
los que fundaron a Roma, habiendo vivido, según dice el mismo poeta, antes de
la fundación de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube, como
dice, porque no le matase Aquiles; deseando, por otra parte, trastornar desde
los fundamentos los muros de la fementida Troya que había fabricado con sus
manos, como confiesa Virgilio. No sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y
Apolo, que Laomedonte les había de negar el premio de sus tareas, edificaron
graciosamente a unos ingratos los muros de Troya. Adviertan no sea peor creer
en tales dioses que el no haberles guardado el juramento hecho por ellos,
porque eso, ni aun el mismo Homero lo creyó fácilmente, pues pinta a Neptuno
peleando contra los troyanos y a Apolo en favor de éstos, diciendo la fábula
que el uno y el otro quedaron ofendidos por la infracción del juramento. Luego si creen en tales fábulas,
avergüéncense de adorar a semejantes dioses, y si no las creen, no nos aleguen
los perjurios troyanos, o admírense de que los dioses castigasen a los perjuros
troyanos y de que amasen a los romanos. Porque, ¿de dónde diremos
provino que la conjuración de Catilina, formada en una ciudad tan populosa como
relajada, tuviese asimismo tan grande número de personas que la siguiesen, si
no de la mano y la lengua que sustentaba la fuerza de la conspiración, con el
perjurio o con la sangre civil? ¿Y qué otra cosa hacían los senadores tantas veces sobornados en los
juicios, tantas el pueblo en los sufragios o en las causas que ante él pasaban,
por medio de las arengas que les hacían, sino perjurar también? Porque
en la época en que florecían costumbres tan detestables se observaba el antiguo
rito de jurar, no para guardarse de pecar con el miedo o freno de la religión,
sino para añadirles perjurios al crecido número de los demás crímenes.
Capítulo III. Que no fue posible que se ofendiesen los
dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy usada entre ellos, como dicen.
Así
que no hay causa legítima por la cual los dioses que sostuvieron, como dicen,
aquel Imperio, probándose que fueron vencidos por los griegos, nación más
poderosa que ellos, se finjan enojados contra los troyanos porque no les
guardaron el juramento: ni
tampoco (como algunos los defienden) se irritaron por el adulterio de Paris
para dejar a Troya, en atención a que ellos suelen ser autores y maestros (no vengadores) de los más horrendos crímenes.
<La ciudad de Roma (dice Salustio), según yo lo he
entendido, la fundaron y poseyeron al principio los troyanos, que, fugitivos de
su patria con el caudillo Eneas, andaban vagando por la tierra sin tener aún
asiento fijo>; luego si los dioses creyeron conveniente vengar el
adulterio de Paris fuera razón que le castigaran antes los troyanos o también
en los romanos, supuesto que la madre de Eneas fue la que cometió este crimen: ¿y por qué motivo condenaban en
Paris aquel pecado los que disimulaban en Venus su crimen con Anquises, que
produjo el nacimiento de Eneas? ¿Fue acaso porque aquél se hizo contra la
voluntad de Menelao, y éste con el beneplácito de Vulcano? Pero yo creo
que los dioses no son tan celosos de sus mujeres, que no gusten de comunicarlas
a los hombres. Acaso parecerá que voy satirizando las fábulas y que no trato
con gravedad causa de tanto momento; luego no creamos, si os parece, que Eneas
fue hijo de Venus, y esto es lo que os concedo, con tal que tampoco se diga que
Rómulo fue hijo de Marte; y si éste lo es, ¿por qué no lo ha de ser el otro? ¿Por ventura es ilícito que los
dioses se mezclen con las, mujeres de los hombres, y es lícito que los hombres
se mezclen con las diosas? Dura e increíble condición que lo que por
derecho de Venus le fue lícito a Marte, esto, en su propio derecho, no lo sea
lícito a la misma Venus. Con todo, lo uno y lo otro está admitido y confirmado
por autoridad romana, porque no menos creyó el moderno César era Venus su
abuela, que el antiguo Rómulo ser Marte su padre.
Capítulo IV. Del parecer de Varrón, que dijo era útil se
finjan los hombres nacidos de los dioses.
Dirá alguno: ¿y crees tú esto?, y yo
respondo que de ninguna manera lo creo. Pues
aun su docto Varrón, aunque no lo afirma con certeza, con todo, casi confiesa
que es falso. Dice que interesa a las ciudades que las personas de valor, a
pesar de ser falso, se tengan por hijos de los dioses, para que de este modo el
corazón humano, como alentado con la confianza de la divina estirpe, emprenda
con mayor ánimo y denuedo las acciones grandes, las examine con más madurez y
eficacia y con la misma seguridad las acabe más felizmente. Este dictamen de
Varrón, referido como pude con mis palabras, ya veis cuán grande portillo abre
a la falsedad, cuando entendamos que se pudieron ya inventar y fingir muchas
ceremonias sagradas, y como religiosas, cuando pensemos que aprovechan e
importan a los ciudadanos romanos las mentiras aun sobre los mismos dioses.
Capítulo V. Que no se prueba que los dioses castigaron
el adulterio de Paris, pues en la madre de Rómulo le dejaron sin castigo
Pero
si pudo Venus con Anquises parir a Eneas, o Marte de la unión con la hija de
Numitor engendrar a Rómulo, dejémoslo por ahora, porque casi otra semejante
cuestión se origina igualmente de nuestras Escrituras, cuando se pregunta si
los ángeles prevaricadores se juntaron con las hijas de los hombres, de donde
nacieron unos gigantes, esto es, unos hombres de estatura elevada y fuertes,
con que se pobló entonces la tierra. Pero, entre tanto, nuestro discurso
abrazará lo uno y lo otro; porque si es cierto lo que entre ellos se lee de la
madre de Eneas y del padre de Rómulo, ¿cómo pueden los dioses enfadarse de los
adulterios de los hombres, sufriéndolos ellos entre sí con tanta conformidad? Y
si es falso, tampoco pueden enojarse de los verdaderos adulterios humanos los
que se deleitan aun de los suyos fingidos, y más que si el crimen de Marte no
se cree, tampoco puede creerse el de Venus. Así que con ningún ejemplo divino,
se puede defender la causa de la madre de Rómulo, en atención a que Silvia fue
sacerdotisa vestal, y por eso debieran los dioses vengar antes este crimen
sacrílego contra los romanos que el adulterio de Paris contra los troyanos.
Era, pues, un delito tan execrable entre los antiguos romanos éste, que
enterraban vivas a las sacerdotisas vestales, convencidas de deshonestidad; y a
las mujeres adúlteras, aunque las afligían lo bastante, con todo, no era con
ningún género de muerte cruel, pero acostumbraban a castigar con más rigor a
los que pecaban contra los sagrarios divinos, que no a los que manchaban los
lechos humanos.
Capítulo VI. Del parricidio de Rómulo, no vengado por
los dioses
Y
añado otra circunstancia, y es que, si tanto se irritaron los dioses de los
pecados de los hombres, que ofendidos del rapto de Paris asolaron a Troya a
sangre y fuego, pudiera moverles. Más contra los romanos la muerte impía del
hermano de Rómulo, que contra los troyanos la burla hecha al esposo griego: sin
duda más debía irritarles el parricidio cometido en una ciudad recién fundada,
que el adulterio de la que ya reinaba, cuya investigación nada importa para el
asunto que ahora tratamos; esto es, si el asesinato le mandó hacer Rómulo, o si
le ejecutó él mismo, lo cual muchos lo niegan sin reflexión, otros por
vergüenza lo ponen en duda, y algunos de pena disimulan. Y para que no nos
detengamos en averiguar con demasiada diligencia esta circunstancia, atendiendo
a los testimonios de tantos escritores, consta claramente que mataron al
hermano de Rómulo, no los enemigos, ni los extraños, sino el mismo Rómulo, que
ejecutó por sí mismo el fratricidio, o mandó se hiciese; y aun cuando así
fuese, parece tuvo mejor derecho para decretarlo, pues Rómulo era el primer
jefe y legislador de los romanos, y Paris no lo era de los troyanos. ¿Por qué
razón provocó la ira de los dioses contra los troyanos aquel que robó la mujer
ajena y Rómulo, que mató a su hermano, excitó y convidó a los mismos dioses a
que tomasen sobre sí la tutela y amparo de los romanos? Y si este delito ni le
cometió ni le mandó ejecutar Rómulo, no obstante que la trasgresión era digna
de castigo, toda la ciudad fue la que le hizo, porque toda pasó por él y no
hizo caso de él; y no mató precisamente a su hermano, sino lo que es más
notable, a su mismo padre; en atención a que el uno y el otro fue su fundador,
y quitando al uno alevosamente la vida no le dejaron reinar, creo que no hay
para qué insinuar el castigo que mereció Troya para que la desamparasen los
dioses, y así pudiese perecer, y el bien que mereció Roma para que hiciesen en
ella asiento los dioses y pudiese creer, a no ser que digamos que, vencidos,
huyeron de Troya y se vinieron a Roma para engañar también a estos nuevos
fundadores de la República romana; sin embargo, de que es más cierto el que se
quedaron en Troya para engañar, como suelen, a los que habían de ir a vivir en
aquellas tierras, y ejercitando en Roma los mismos artificios de sus retiradas
seducciones, fueron ensalzadas con mayores glorias, siendo adorados con extraordinarios
honores.
Capítulo
VII. De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario
Y para
explicarnos con más sencillez, decimos que, cuando ya pululaban las guerras
civiles, ¿en qué había pecado la miserable ciudad de Ilion para que Fimbria, hombre
facineroso del bando y parcialidad de Mario, la asolase con mayor fiereza e
inhumanidad que antiguamente lo hicieron los griegos? Entonces al menos
escaparon muchos huyendo, y muchos hechos cautivos a lo menos vivieron, aunque
en servidumbre; pero Fimbria mandó, ante todo promulgar un bando por el cual
ordenaba que a ninguno se perdonase, y así quemó y abrasó toda la ciudad y sus
moradores. Este impío decreto se mereció la ciudad de Ilion, no por mano de los
griegos, a quienes había irritado con sus maldades, sino por la de los romanos,
a quienes había propagado con sus calamidades, no favoreciendo para estorbar
tantas desgracias los dioses que los unos y los otros comúnmente adoraban, o lo
que es más cierto, no pudiendo ayudarles en infortunio tan grave. ¿Acaso
entonces, desamparando sus sagrarios y aras se habían ausentado todos los
dioses que sostenían en pie aquel lugar después que los griegos le quemaron y
asolaron? Y si se habían ido, deseo saber la causa; y cuanto más la examino,
hallo que tanto mejor es la de los ciudadanos cuanto es peor la de los dioses;
porque los habitantes cerraron las puertas a Fimbria sólo por conservar la
ciudad a Sila, y él, enojado, les puso fuego, los abrasó y destruyó del todo;
hasta entonces Sila era capitán de la mejor parte civil, y hasta entonces
procuraba con las armas recobrar la República; pero de estos buenos principios
aún no hablan llegado a experimentarse los malos fines. ¿Qué deliberación más
justa y concertada pudieron tomar en tal apuro los vecinos de aquella ciudad?
¿Cuál más honesta? ¿Cuál más fiel? ¿Qué acción más digna de la amistad y
parentesco que tenían con Roma que conservar la ciudad en defensa de la mejor
causa de los romanos y cerrar las puertas a un parricida de la República
romana? Pero en cuán grande ruina y destrucción suya se les convirtió esta
generosa acción, véanlos los defensores de los dioses que desamparasen éstos a
los adúlteros y que dejasen Ilion en poder de las llamas griegas, para que de
sus cenizas naciese Roma más casta, sea enhorabuena; pero, ¿por qué causa
desampararon después la ciudad cuna, de los roma nos, no rebelándose contra
Roma su noble hijo, sino guardando la fe más constante y piadosa al que en ella
tenía mejor causa? Y, sin embargo, la dejaron para que la asolase, no a los más
valientes griegos, sino al hombre más torpe de los romanos. Y si no agradaba a
los dioses la parcialidad de Sila, que es para quien los infelices moradores
guardaban su ciudad cuando cerraron las puertas, ¿por qué prometían tantas
felicidades al mismo Sila? Con esta demostración se conoce igualmente que son
más lisonjeros de los felices que protectores de los desdichados: luego no fue
asolado entonces ya Ilion porque ellos le desampararon; ya que los demonios,
que están siempre vigilantes para engañar, hicieron lo que pudieron; pues
habiendo arruinado y quemado con el lugar todos los ídolos, sólo el de Minerva,
dicen, como escribe Livio, que en una ruina tan grande de sus templos quedó
entero, no porque se dijese en su alabanza: <¡Oh dioses patrios, bajo cuyo
amparo está siempre Troya!> Sino porque no se dijese para su defensa que se
habían ido todos los dioses, desamparando sus sagrarios y aras, en atención a
que se les permitió pudiesen conservar aquel ídolo, no para que por este hecho
se probase que eran poderosos, sino para que se viese que les eran favorables.
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