SAN TARCICIO, MARTIR DE LA EUCARISTIA
Cincuenta
mil hombres del servicio secreto fueron movilizados para buscar al niño, y
doscientos mil agentes de uniforme, diseminados desde Roma hasta la frontera,
hallábanse prontos para auxiliarlos.
Ciro
Dan, que había realizado el rapto valiéndose de sus secuaces, servidores o camareros
del emperador y hasta del papa, guardó al chicuelo en lo alto de aquel edificio,
inviolable por su carácter diplomático; el día de su coronación lo mandó
traer.
El
pobrecito, temblando de miedo, se aproximó al trono.
Otros
corazones se habrían compadecido al oír su inocente balido de cordero:
—¡Mamá,
yo quiero irme con mamá! —clamó en italiano.
—Háblame
en esperanto —le dijo Ciro Dan—, y yo mismo te llevaré a tu casa.
—No sé
esperanto —respondió el pequeñuelo—; sólo sé italiano.
—¿Eres
católico?
—¡Sí!
—Si me
obedeces y haces lo que te mando, te llevaré a tu casa. ¡Escupe sobre esto!
Y le
presentó la patena.
Al ver
la hostia, la carita del niño resplandeció en forma sobrenatural. Una intuición
divina, tal vez su ángel de la guarda, tal vez la gracia del bautismo, le
reveló que aquella Forma estaba consagrada y era la purísima carne del
Hombre-Dios. Y fue a arrodillarse para adorarla, pero no se lo permitió la dura
mano que lo retenía.
—Si no
escupes la hostia —le dijo Ciro Dan—, no te llevaré a la casa de tus padres y
morirás como Jesús de Nazaret.
—¡Llevadme
a mi casa, por amor de Dios!
Jezabel
le susurró al oído:
—¡No
llores! ¡Mírame! ¿Quieres que yo te lleve? ¿Me tienes miedo? El pequeño Torloni
la miró y se echó a su cuello.
—¿Has
hecho tu primera comunión?
—Sí,
el año pasado, en el día de la Virgen. Desde entonces he comulgado todos los
días.
—¿Y
quién te ha dicho que esta Forma está consagrada?
—Nadie,
sino que veo los ángeles a su alrededor, adorándola. ¿Vosotros no los veis?
—¿Tienes
miedo de morir clavado en una cruz?
—¡Sí,
sí! ¡Llévame a mi casa...!
—¡Escupe,
entonces, la hostia!
El
niño se apartó bruscamente de la joven, como de una víbora.
—¡No,
no, no! —gritó con sorprendente energía, flor milagrosa que brotaba de su debilidad
y de su pavor.
Dos de
los jenízaros se arrojaron sobre él, lo desnudaron impúdicamente y lo tendieron
sobre la cruz. El espanto hizo enmudecer a la víctima.
Ciro
Dan descendió del trono. Su padre le entregó el martillo y los clavos, y él,
sin una sombra de compasión, hundió el primero de un recio martillazo en la
palma de aquella inocente mano. Un alarido horrible desgarró los aires.
—¡Mamá,
mamá!
—¿Vas
a escupir la hostia?
—¡No!
¡No! ¡No!
Los
jenízaros movieron la cruz para que su joven señor no tuviera que cambiarse de
sitio, se hundió el segundo clavo en la otra mano y finalmente otro en los dos
pies crispados y tiernos, maniobra difícil que exigió muchos dolorosísimos
martillazos, entre ayes desgarradores.
Al
alzar la cruz para empotrarla en la pared, el horrible dolor hizo perder el sentido
al crucificado.
Ya en
el cielo de Roma se habían apagado los últimos fulgores del crepúsculo, y en la
sala no se había encendido ninguna lámpara.
Más la
sangre cristiana durante una hora manó silenciosamente y alumbró con un resplandor
divino aquel misterio de iniquidad.
Nadie
advirtió de qué fuente procedía la luz. Y mientras agonizaba el heredero de la
ilustre casa romana, Ciro Dan cogió del incensario de Jezabel la marca de
hierro que estaba calentándose desde el comienzo de la ceremonia y mandó a los circunstantes
que le mostrasen el brazo derecho desnudo, y vio que todos tenían su cifra
menos los rabinos, a quienes él mismo imprimió el signo de su posesión.
No lo
conmovieron las humilladas y llorosas caras de los viejos y de nuevo calentó la
marca, y como viese que el niño había muerto, se volvió furioso y estampó en la
sagrada hostia el sacrílego número.
En ese
momento cayeron desde los cielos sobre el mundo tres ayes apocalípticos: ¡Ay!
¡Ay! ¡Ay! Se apagó el milagroso resplandor y desapareció la hostia sacratísima,
y aunque no había ni puertas ni ventanas abiertas, penetró una bestia horrorosa
que llegó arrastrándose hasta el sillón de la derecha. Era un dragón de color
de sangre, con siete cabezas coronadas de oro y diez cuernos que despedían
azufrado fulgor.
Crujió
el trono cuando la bestia se encaramó sobre él.
Y a la
luz de aquellos siete pares de ojos y en el medroso silencio de las profundidades
satánicas, hablaron una tras otra las siete bocas de la bestia prorrumpiendo en
blasfemia.
Esa
noche Ciro Dan desapareció de Roma. Ni su padre ni su madre supieron adónde se
había ido.
También
desapareció Jezabel, con quien él mantuvo una larga plática.
Y en
esa larga plática, de labios de ella, uno de los rabinos alcanzó a oír el
nombre de otra gran ciudad en un lejano país.
CAPÍTULO V
Rahab
Fray Plácido
esa noche tuvo un sueño que truncó la campana del hermano Pánfilo.
En
vano permaneció un rato sentado sobre su jergón, para atar los cabos de sus recuerdos.
Como
las nubes deshechas por el huracán no se reconstruyen nunca tales cuales fueron,
así los sueños del fraile no pudieron rehacerse.
No
eran pues sueños proféticos, anuncios del Señor que de serlo, habrían perdurado
en su memoria.
Se
santiguó de nuevo, se lavoteó en una palangana de hiero y se encaminó a la sacristía
por el desierto claustro en que sus sandalias sonaban con arcaico rumor. Sin que
hubiera ninguna lámpara encendida, todo aparecía envuelto en una claridad lechosa,
merced al resplandor que derramaban sobre la ciudad nubes artificiales de un gas
luminoso.
A esa
hora el hermano Pánfilo preparaba sobre la ancha mesa de la sacristía los ornamentos
sagrados para la primera misa, que debía comenzar al filo de la medianoche.
En el movedizo arenal del mundo cuyas
instituciones se extinguían o se transformaban, solamente la Iglesia Católica, con
sus dogmas eternos y su liturgia milenaria permanecía impasible, torre de
piedra en mitad del desierto. Cada uno de los
ornamentos, la dorada casulla, el alba flotante de cándida tela, la estola, el manípulo,
todas aquellas prendas de que le revestía la mano arrugada y temblorosa del
sacristán, eran idénticas a las usadas desde siglos y siglos por otros
sacerdotes; y las oraciones con que acompañaba cada gesto venían repitiéndose
por millones de bocas desde la más remota antigüedad.
Sonaron
las cien en el reloj de la sacristía y en todos los relojes de la ciudad.
Conforme
al nuevo uso, dividíase el día en cien horas de cien minutos cada una, y era cada
minuto poco más de ocho segundos antiguos, el espacio de una jaculatoria. Pero los
relojes no las anunciaban por campanadas que habría sido difícil contar, sino
por voces que una radio lanzaba a los aires.
Fray
Plácido, revestido ya y precedido de un monaguillo soñoliento, llegó al altar de
San José, donde todo conservábase igual desde tres siglos por lo menos: el
atril para el misal, las vinajeras con el agua y el vino para la consagración,
la campanilla para el sanctus y las dos velas litúrgicas, cuyas vacilantes
llamitas no se avergonzaban ante el resplandor de la luz difusa que impregnaba
el éter.
Los fieles
llenaban la anchurosa nave del templo y muchos se agrupaban alrededor del
confesionario del otro fraile del convento recién elegido superior, fray Simón
de Samaria, que confesaba desde las doce de la noche hasta las dos, hora de su
misa.
La
pequeña comunidad de los gregorianos, algo más de media docena de individuos,
estaba orgullosa de él y esperaba que su prodigiosa fama despertaría las vocaciones
que la orden necesitaba urgentemente para no extinguirse.
Fray
Plácido se alegró al ver rodeado de penitentes el confesionario de fray Simón.
Creía que ése era el ministerio más difícil del sacerdote y el más propio para que
la sal de la tierra se mantuviera en su genuino sabor.
Observó
sin embargo una novedad, que lo distrajo varias veces durante la misa.
Entre
los penitentes columbró a Juana Tabor, aquella joven semiconvertida por fray Simón.
Era la
primera vez que acudía al confesionario, pues ella hasta entonces lo había consultado
en el locutorio de la comunidad; y era eso lo que convenía no siendo aún católica.
¿Habría
adelantado tanto la misteriosa catecúmena, que entraba de lleno en la más penosa
de las experiencias, cual es la confesión?
Muy
poco sabía de ella el viejo fraile. Tampoco sus amigos íntimos que lo visitaban
a diario en su celda, Ernesto Padilla y Ángel Greco, más viejos que él los dos
y que conocían a todo el mundo, sabían nada de aquella mujer de nombre sonoro y
misterioso, que había comprado al Gobierno la antigua quinta de los jesuitas en
Martínez, cerca de Buenos Aires.
Un
día, en aquella casa en que antes se bendijo a Cristo, celebróse una gran
fiesta profana, y la hermosura y la riqueza de Juana Tabor se hicieron
proverbiales.
Vestíase
como una princesa india: manto blanco sobre los cabellos negros sencillamente
alisados; sandalias de oro y una cinta roja ciñendo la hermosísima frente. ¿Era
un simple adorno u ocultaba alguna deformidad o cicatriz? ¡Misterio!
No
existía idioma que ella no hablara a la perfección, y su trato era de una seducción
extraña.
¿Hindú,
europea, americana? De cierto nadie lo sabía. Ella decíase chilena, mas negábanlo
quienes conocían los modismos de Chile que ella no usaba nunca. Aunque su tipo
era caucásico, había en sus ojos un dejo de la raza amarilla, rasgo
inexplicable y exquisito que dulcificaba el resplandor demasiado altivo de sus
facciones.
No era
bautizada. Fray Simón nunca hablaba de ella, lo cual inquietaba mucho a fray
Plácido, que un día le dijo con alguna intención dos frases de la Sagrada Escritura,
una de las cuales alegró el siempre nublado rostro del superior, mientras la otra
pareció irritarlo.
Y fue
la primera aquella respuesta del Señor, cuando los fariseos le reprocharon su familiaridad
con los pecadores: “Si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se descarría,
¿no dejará las noventa y nueve en la dehesa para ir al monte en busca de la extraviada?”
Al
mismo fray Plácido, no sabía por qué, después de haber citado las palabras del divino
Jesús, hijo de María, le vinieron a la mente otras del otro Jesús, el sombrío
hijo de Sirach, y fue el amargo versículo del Eclesiástico: “Toda malicia es
pequeña comparada con la malicia de la mujer.” ¿Era por ventura una prevención,
un aviso para que desconfiase de la bellísima Juana Tabor? Algo antes de la
medianoche, cuando fray Plácido iba en su misa por el ofertorio, una preciosa
autoavioneta plateada que no halló lugar libre para aterrizar en la vecina plaza
Stalin, se decidió a posarse como una paloma sobre el techo de la iglesia.
Descendieron
de ella dos muchachas y dos mozos que vestían los trajes de moda.
Es
oportuno advertir que a pesar de las infinitas revoluciones hechas para
terminar con las clases sociales, las gentes en las cercanías del año 2000
seguían agrupándose en clases conforme a sus gustos, a sus envidias, a sus
costumbres. Especialmente la envidia, a la cual se le diera en tiempos de Marx
el nombre científico de lucha de clases, era más que nunca el motor principal
de las almas.
Los
dos mozos (Níquel Krom y Mercurio Lahres) vestían traje talar de seda amarilla,
algo de toga romana y algo de albornoz africano.
En
cambio, las dos jóvenes llevaban, según los últimos figurines de Yokohama, la ciudad
más elegante del universo, pantalones de seda. Eran amplios los de Rahab
Kohen,
nombre de la una, y ceñidos a la pierna los de Foto Fuma, la otra. En aquel fin
de siglo los hombres usaban polleras y las mujeres pantalones.
Las
dos muchachas vestían además elegantísimas blusas de cuero rojo sin mangas, lo
que permitía verles en el brazo derecho, un poco arriba del codo, marcado a
fuego, el número 666.
La
azotea, dispuesta para el aterrizaje de los aviones, estaba iluminada por una fosforescencia
opalina, cien veces más intensa que la de la luna en el plenilunio y sin la
dureza de la cruda luz del sol.
Tal
resultado se obtenía arrojando torrentes de un gas ozonizado, que se mantenía entre
los 100 y 150 metros formando un toldo blanco y unido.
Ese
gas electrizado a distancia, producía tan maravillosa claridad que las gentes acabaron
por no echar de menos la del sol.
En las
noches de viento la luz sufría ligeras oscilaciones, el toldo solía desgajarse,
y aparecían pedazos de un cielo que, aun cuajado de estrellas, no merecía sino
las maldiciones de los ciudadanos, porque ese fenómeno obligaba a las máquinas
que hacían el gas a multiplicar su producción —con grandes gastos— para reponer
lo que
el
viento pampero o el norte habían barrido.
El
solo inconveniente del sistema, para ojos de otros siglos, era que los
habitantes de las grandes ciudades
ignoraban la belleza de los cielos estrellados. Millones de seres nacían,
vivían y morían sin haber contemplado nunca una noche de luna.
¿Pero
eso qué importaba? En todos los siglos ha habido quienes sin ser ciegos, jamás
quisieron ver la salida del sol ni interrumpir el sueño para contemplar la estrella
de la mañana.
Sin
embargo, la belleza de la estrella de la mañana es tal que entre los horrores
del Apocalipsis el Señor, para ponderar la grandeza del premio que destina a
los que perseveren, lo compara con ella: “Al que guardare mis obras hasta el
fin, yo le daré laestrella de la mañana.”
Discuten
los intérpretes acerca del sentido de esta promesa, mas no los poetas, que la
aceptan en su sentido obvio y directo, pues para ellos la estrella de la mañana
es una de las maravillas de este mundo poblado de inadvertidas bellezas.
Los
pasajeros de la avioneta habían bajado en los techos de San Gregorio con deseos
de procurarse un buen sitio para oír el sermón del famosísimo padre, que tenia absorta
y conmovida la ciudad. Sería una distracción nueva.
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