5. NOCIÓN DEL ABANDONO
(continuación)
San
Francisco de Sales llama a este abandono «el tránsito
o muerte de la voluntad», en el sentido de que «nuestra voluntad
traspasa los límites de su vida ordinaria para vivir toda en la voluntad
divina; cosa que ocurre cuando no sabe ni desea ya querer nada, si no es
abandonarse sin reservas a la Providencia, mezclándose y anegándose de tal
suerte en el beneplácito divino que no aparezca más por ninguna parte».
Venturosa
muerte, por la cual se eleva uno a superior vida, «como se eleva todas las
mañanas la claridad de las estrellas y se cambia con la luz esplendorosa del
sol, al aparecer éste trayendo el día».
Dos
grados hay, según el piadoso Doctor, en este traspaso de nuestra voluntad a la
de Dios: en el primero el alma aún presta atención a los acontecimientos, pero
bendice en ellos a la Providencia. El autor de la Imitación hácelo en estos términos:
«Señor: esté mi voluntad firme y recta contigo, y haz de mí lo que te
agradare... Si quieres que esté en tinieblas, bendito seas, y si quieres que
esté en luz, también seas bendito; si te dignares consolarme, bendito seas; y
si me quieres atribular, también seas bendito para siempre». En el segundo
grado, el alma ni siquiera presta atención a los acontecimientos; y por más que
los sienta, aparta de ellos su corazón aplicándole a «la dulzura y Bondad
divinas, que bendice no ya en sus efectos ni en los sucesos que ordena, sino en
sí misma y en su propia excelencia... lo que sin duda constituye un ejercicio
mucho más eminente».
Para
mejor dar a entender y gustar la santa indiferencia o el amoroso abandono de
nuestro querer en las manos de Dios, el piadoso Obispo de Ginebra nos propone
magníficos ejemplos y deliciosísimas comparaciones. En la imposibilidad de
citarlos aquí, rogamos a nuestros lectores que consulten el texto mismo.
Propone como modelos a Santa María Magdalena, a la suegra de San Pedro, a
Margarita de Provenza, esposa de San Luis. ¿Quién no conoce los apólogos tan
ingeniosos y tan suaves de la estatua en su nicho, del músico que se queda
sordo y de la hija del cirujano? Se leerán y releerán veinte veces con tanto
gusto como edificación. El piadoso autor muestra marcada preferencia por determinados
símiles y comparaciones; y así dice: un criado en seguimiento de su señor no se
dirige a ninguna parte por propia voluntad, sino por la de su amo; un viajero,
embarcado en la nave de la divina Providencia, se deja mover según el movimiento
del barco, y no debe tener otro querer sino el de dejarse llevar por el querer
de Dios; el niño que aún no dispone de su voluntad, deja a su madre el cuidado
de ir, hacer y querer lo que creyere mejor para él. Ved sobre todo al dulcísimo
Niño Jesús en los brazos de la Santísima Virgen, cómo su buena Madre anda por
El y quiere por El; Jesús la deja el cuidado de querer y andar por El, sin
inquirir adonde va, ni si camina de prisa o despacio; bástale permanecer en los
brazos de su dulcísima Madre.
Una
vez descrito el abandono en sus líneas más generales, vamos a ver ahora en
sendos capítulos cómo no excluye ni la prudencia ni la oración, ni los deseos,
ni los esfuerzos personales ni el sentimiento de las penas.
6. ABANDONO Y PRUDENCIA
Por
perfectas que sean nuestra confianza en Dios y nuestra total entrega en manos
de la Providencia para cuanto sea de su agrado, jamás quedaremos dispensados de
seguir las reglas de la prudencia. La práctica de esta virtud, natural y sobrenatural,
pertenece a la voluntad significada: es ley estable y de todos los días. Dios
quiere ayudarnos, pero a condición de que hagamos lo que de nosotros depende:
«A Dios rogando y con el mazo dando», dice el refrán, obrar de otra manera es
tentar a Dios y perturbar el orden por El establecido. A todos predica Nuestro
Señor la confianza, pero a nadie autoriza la imprevisión y la pereza. No exige
que los lirios hilen, ni que las aves cosechen; mas a los hombres nos ha dotado
de inteligencia, previsión y libertad, y de ellas quiere que nos valgamos.
Abandonarse a Dios sin reserva y sin poner cuanto estuviere de nuestra parte
sería descuido y negligencia culpables. Mejor calificación merece la piedad de David,
el cual, aunque espera resignado cuanto Dios tuviere a bien disponer respecto
de su reino y de su persona durante el levantamiento de Absalón, no por eso
deja de dar inmediatamente a las tropas y a sus consejeros y principales confidentes
las órdenes necesarias para procurarse un lugar retirado y seguro, y para
restablecer su posición política. «Dios lo quiere...», así hablaba Bossuet a
los quietistas de su tiempo, que so pretexto de dejar obrar a Dios, echaban a
un lado la previsión y solicitud moderadas. Y añade: «Ved ahí en qué consiste,
según la doctrina apostólica, el abandono del cristiano, el cual bien a las
claras se ve que presupone dos fundamentos: primero, creer que Dios cuida de
nosotros; y segundo, convencerse de que no son menos necesarias la acción y la
previsión personales; lo demás seria tentar a Dios».
Porque
si hay sucesos que escapan a nuestra previsión y que dependen únicamente del
beneplácito divino, como lo son respecto a nosotros las calamidades públicas o
los casos de fuerza mayor, hay otros en que la prudencia tiene que desempeñar
un papel importante, ya para prevenir eventualidades molestas, ya para atenuar
sus consecuencias, ya también para sacar siempre de ellos nuestro provecho espiritual.
Citemos sólo algunos ejemplos. Con absoluta confianza debemos creer que Dios no
ha de permitir seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, fiel como es a
sus promesas; mas esto a condición de que «quien piensa que está firme, mire no
caiga», y de que cada uno «vele y ore para no caer en la tentación». En las
consolaciones y sequedades, en las luces y oscuridades, en la calma y
tempestad, en medio de estas u otras vicisitudes que agitan la vida espiritual,
habremos de comenzar por suprimir, si de ello hubiere necesidad, la
negligencia, la disipación, los apegos, cuantas causas voluntarias se opongan a
la gracia; procurando al mismo tiempo permanecer constantes en nuestro deber en
contra de tantas variaciones. Sólo así tendremos derecho de abandonarnos con
amor y confianza al beneplácito divino.
Lo
propio deberán hacer las personas que desempeñen cargos cuando pasen por
alternativas de acierto y de fracaso; las cuales, ora se les ponga el cielo
claro y sereno, ora encapotado, siempre tendrán el deber y habrán de sentir la necesidad
de confiarse a la divina Providencia; empero «no conviene que el superior, so
pretexto de vivir abandonado a Dios y de reposar en su seno, descuide las
enseñanzas propias de su cargo», y deje de cumplir sus obligaciones. Y lo mismo
en lo concerniente a lo temporal; sea cual fuere el abandono en Dios, es de
necesidad que uno siembre y coseche y que otro confeccione los vestidos, que
éste prepare la comida y así en todo lo demás. Otro tanto ha de decirse en cuanto
a la salud y la enfermedad. Nadie tiene derecho a comprometer su vida por
culpables imprudencias, debiendo cada cual tener un cuidado razonable de su
salud; y si es del agrado de Dios que uno caiga enfermo, «quiere El por voluntad
declarada que se empleen los remedios convenientes para la curación; un seglar
llamará al médico y adoptará los remedios comunes y ordinarios; un religioso hablará
con los superiores y se atendrá a lo que éstos dispusieren». Así han obrado
siempre los santos, y si a veces los vemos abandonar las vías de la prudencia
ordinaria, hacíanlo para conducirse por principios de una prudencia superior.
El
abandono no dispensa, pues, de la prudencia, pero destierra la inquietud.
Nuestro Señor condena con insistencia la solicitud exagerada, en lo que se
refiere al alimento, a la bebida, al vestido, porque, ¿cómo podrá el Padre
celestial desamparar a sus hijos de la tierra, cuando proporciona la ración
ordinaria a las avecillas del cielo que no siembran, ni siegan, ni tienen
graneros, y cuando a los lirios del campo, que no tejen ni hilan, los viste con
galas que envidiaría el rey Salomón? San Pedro nos invita también a depositar
en Dios todos nuestros cuidados, todas nuestras preocupaciones porque el Señor
vela por nosotros. Habíalo ya dicho el Salmista: «Arroja en el seno de Dios
todas tus necesidades y El te sostendrá: no dejará al justo en agitación
perpetua».
En
parecidos términos se expresa San Francisco de Sales hablando de la prudencia
unida al abandono; quiere el santo que ante todo cumplamos la voluntad
significada; que guardemos nuestros votos, nuestras Reglas, la obediencia a los
superiores, pues no hay camino más seguro para nosotros; que asimismo hagamos
la voluntad de Dios declarada en la enfermedad, en las consolaciones, en las
sequedades y en otros sucesos semejantes; en una palabra, que pongamos todo el
cuidado que Dios quiere en nuestra perfección. Hecho esto, el santo pide que
«desechemos todo cuidado superfluo e inquieto que de ordinario tenemos acerca
de nosotros mismos y de nuestra perfección aplicándonos sencillamente a nuestra
labor y abandonándonos sin reserva en manos de la divina Bondad, por lo que
mira a las cosas temporales, pero sobre todo en lo que se refiere a nuestra
vida espiritual y a nuestra perfección». Porque «estas inquietudes provienen de
deseos que el amor propio nos sugiere y del cariño que en nosotros y para
nosotros nos tenemos».
Esta
unión moderada de la prudencia con el abandono es doctrina constante en el
Santo Doctor. Cierto que en alguna parte al alma de veras confiada la invita a
«embarcarse en el mar de la divina Providencia sin provisiones, ni remos, ni virador,
sin velas, sin ninguna suerte de provisiones… no cuidándose de cosa alguna, ni
aun del propio cuerpo o de la propia alma.., pues Nuestro Señor mirará
suficientemente por quien se entregó del todo en sus manos». Mas el piadoso Doctor
estaba hablando de la huida a Egipto, es decir, de uno de esos trances en que
siendo imposible al hombre prever ni proveerse, no le queda más remedio que
entregarse y confiarse de todo en todo a la divina Providencia.
7. LOS DESEOS Y PETICIONES EN EL ABANDONO
No
hablamos aquí de los gustos y repugnancias comoquiera, sino de los deseos
voluntariamente formados y adrede proseguidos, de esos deseos que se convierten
en resoluciones, en peticiones y esfuerzos. ¿Son compatibles o no con el Santo
Abandono? Que lo sean con la simple resignación, nadie lo duda, «pues aunque la
resignación -dice San Francisco de Sales prefiere la voluntad de Dios a todas
las cosas, mas no por eso deja de amar otras muchas además de la voluntad de
Dios»; y aduciendo el ejemplo de un moribundo,
añade: «Preferiría vivir en lugar de morir, pero en vista de que el beneplácito
de Dios es que muera..., acepta de buena gana la muerte por más que continuaría
viviendo aún con mayor gusto.» ¿Sucede lo propio con la perfecta indiferencia y
el santo abandono? ¿Es ir contra la perfección del abandono desear y pedir que
tal o cual acontecimiento feliz se realice y perdure, que tal prueba espiritual
o temporal no se presente o acabe? En general, y salvo posibles excepciones, se
pueden formar deseos y peticiones de este género, pero no hay obligación.
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