ARTÍCULO TERCERO
L A S V I R T U D E S M O R A L ES
Para
comprender lo que debe ser el funcionamiento del organismo espiritual, importa
distinguir bien, en un plano inferior a las virtudes teologales, las virtudes
morales adquiridas, descritas ya por los moralistas de la antigüedad pagana, y
que pueden existir sin el estado de gracia; y las virtudes morales infusas,
ignoradas de los moralistas paganos y descritas en el Evangelio. Las primeras,
como lo indica su nombre, se adquieren por la repetición de actos, bajo la
dirección de la razón natural más o menos cultivada. Las segundas son llamadas
infusas, porque Dios sólo puede producirlas en nosotros; no son el resultado de
la repetición de actos, sino que las hemos recibido en el bautismo, como partes
del organismo espiritual, y con la absolución, si por desgracia las habíamos
perdido. Las virtudes morales adquiridas, conocidas por los paganos, tienen un
objeto accesible a la razón natural; las virtudes morales infusas tienen objeto
esencialmente sobrenatural; objeto que sería inaccesible sin la fe infusa en la
vida eterna, en la gravedad del pecado, en la virtud redentora de la Pasión del
Salvador y en el precio de la gracia y de los sacramentos (1).
Con
relación a la vida interior, hablaremos primero de las virtudes morales
adquiridas, luego, de las virtudes morales infusas y finalmente de sus mutuas
relaciones.
Es
éste un asunto que no carece de importancia, tanto más cuanto que ciertas
personas consagradas a Dios no conceden, en su juventud, bastante importancia a
las virtudes morales. Diríase que, sobre una sensibilidad tranquila y pura,
poseen las tres virtudes teologales; pero que las virtudes morales de
prudencia, justicia, etc., están ausentes de ellas (2).
Se
nota en sus almas como la falla de una etapa intermedia.
A
pesar de estar adornadas con las virtudes morales infusas, no poseen las
virtudes morales adquiridas correspondientes.
Otras,
en cambio, de edad más avanzada, habiéndose dado cuenta de la importancia de
las virtudes morales de prudencia, justicia, etc., en la vida social, no
conceden la importancia debida a las virtudes teologales, que, sin embargo, son
incomparablemente superiores, ya que por ellas nos unimos a Dios.
LAS VIRTUDES MORALES ADQUIRIDAS
Remontémonos
poco a poco de los grados inferiores de la moralidad natural a los de la
moralidad sobrenatural.
Fijémonos
en primer lugar, con Santo Tomás, que en el hombre que está en pecado mortal se
encuentran con frecuencia falsas virtudes, como la templanza del avaro. Éste la
práctica, no por amor del bien honesto y racional, sino por amor del bien útil
que es el dinero. Si paga sus deudas, es más bien por evitarse los gastos de un
proceso que por amor a la justicia.
Por
encima de estas falsas virtudes, es posible que, aun en el hombre en pecado
mortal, existan verdaderas virtudes morales adquiridas. Muchos practican la
sobriedad por vivir según el dictado de la razón; por el mismo motivo pagan sus
deudas y enseñan algunas cosas buenas a sus hijos.
Pero
mientras el hombre permanezca en estado de pecado mortal, estas virtudes están
en una situación muy poco estable (in statu dispositionis facile mobilis), y no
en el estado de virtud sólida y verdadera (difficile mobilis). ¿Por qué? Porque
en tanto que el hombre se encuentra en estado de pecado mortal, su voluntad se
halla habitualmente alejada de Dios; en lugar de amarle sobre todas las cosas,
el pecador se ama a sí más que a Dios. De donde se sigue una gran debilidad
para cumplir el bien moral, aun de orden natural.
Además,
las verdaderas virtudes adquiridas del hombre en pecado mortal, no tienen
solidez, porque no tienen conexión, no están suficientemente apoyadas por las
virtudes morales próximas que con frecuencia faltan. Tal soldado, por ejemplo,
naturalmente inclinado a actos de valor, tiene el vicio de emborracharse. Y
sucede que, ciertos días, por intemperancia, se olvida de la virtud adquirida
de fortaleza y descuida sus deberes esenciales de soldado (1).
Este
hombre, por temperamento inclinado al valor, no tiene la virtud de fortaleza en
el verdadero estado de virtud. La intemperancia le hace faltar a la prudencia,
aun cuando se trata de ser valeroso. La prudencia, que debe dirigir todas las
virtudes morales, supone, en efecto, que nuestra voluntad y nuestra
sensibilidad están habitualmente rectificadas con relación al fin de estas
virtudes. Uno que conduce varios caballos enganchados a un carro, necesita que
cada uno de ellos esté domado y sea dócil. Ahora bien, la prudencia es como el
conductor de todas las virtudes morales, auriga virtutum, y debe tenerlas, por
decirlo así, a todas en la mano.
Una no
camina sin la otra, porque todas están en conexión con la prudencia que las
dirige.
De
consiguiente, para que las verdaderas virtudes adquiridas no estén solamente en
estado de disposición inestable, para que se encuentren en el estado de virtud
sólida (in statu virtutis), preciso es que estén conexas o formando unidad; y
para esto es necesario que el hombre no esté ya en estado de pecado mortal,
sino que su voluntad esté rectificada con relación al último fin. Es preciso
que ame a Dios más que a sí mismo, al menos con un amor de estima, real y
eficaz, si no con un amor de sentimiento. Y esto es imposible fuera del estado
de gracia y de caridad (1).
Más
después de la justificación o conversión, estas verdaderas virtudes adquiridas
pueden llegar a ser verdaderas virtudes estables (in statu virtutis)-, pueden
hacerse conexas, es decir, apoyarse las unas en las otras. En fin, bajo la
influencia de la caridad infusa, llegan a ser el principio de actos merecedores
de la vida eterna. Algunos teólogos, como Duns Scot, han pensado aún, por esta
razón, que ni siquiera es necesaria en nosotros la existencia de las virtudes
infusas.
En
otro lugar hemos tratado más ampliamente esta cuestión: "Revue
thomiste", julio 1937: "L'instabilité dans I'état de peché mortel des
vertus morales acquises." Véase SANTO TOMÁS, I, II, q. 49, a. 2, ad 3;
este texto es capital.
LAS VIRTUDES MORALES INFUSAS
Las
virtudes morales adquiridas de que acabamos de hablar, ¿son suficientes, bajo
la acción de la caridad, para constituir el organismo espiritual de las
virtudes en el cristiano? ¿O será preciso que recibamos las virtudes morales
infusas? Conformándose a la tradición y a una decisión del Papa Clemente V, en
el Concilio de Viena (*), el catecismo del Concilio de Trento (2* p., sobre el
bautismo y sus efectos) responde: "La gracia (santificante) que el
bautismo comunica, va acompañada del glorioso cortejo de todas las virtudes,
que, por un don especial de Dios, penetran en el, alma, al mismo tiempo que
ella." Y esto es un efecto de la
Pasión
del Salvador que se nos aplica mediante el sacramento de la regeneración.
Y esto
así debía ser, como lo pone de relieve Santo Tomás (2). Es preciso, dice, que
los medios estén proporcionados al fin. Ahora bien, por las virtudes teologales
infusas somos elevados y enderezados hacia el fin último sobrenatural.
Es muy
natural pues que lo seamos mediante las virtudes morales infusas con relación a
los medios sobrenaturales capaces de conducirnos a nuestro fin sobrenatural.
Dios
no provee menos a nuestras necesidades en el orden de la gracia, que en el de
la naturaleza. Si, pues, en este último nos ha dado capacidad para practicar
las virtudes morales adquiridas, se sigue necesariamente que, en el orden de la
gracia, nos. ha de dar las virtudes morales infusas.
(*)
Clemente V, en el Concilio de Viena (DENZINGER, Enchmdion n' 483), resolvió así
esta cuestión planteada en tiempo de Inocencio III (Denz., n9 410): fides,
caritas, aliaeque virtutes infundantur parvulis in baptismo. Y responde:
"Nos autem attendentes generalem efficaciam mortis Christi, quae per
baptisma applicatur pariter omnibus baptizatis, opinionem secundam, quae dicit
tum parvulis quam adultis conferri in baptismo informantem gratiam et
virtutes,- tanquam probabiliorem, et dictis Sanctorum et doctorum modernorum
theologiae magis consonam et concordem, sacro approbante Concilio duximus
eligendam." Ahora bien, por estas palabras et virtutes, Clemente V
entiende no solamente las virtudes teologales, sino las virtudes morales,
porque también se trataba de ellas en la cuestión planteada en tiempo de
Inocencio III. ( 2 ) I, II, q. 63, a. 3.
Las
virtudes morales adquiridas no bastan para que el cristiano aspire, como
conviene, a los medios sobrenaturales conducentes a la vida eterna. Hay, en
efecto, dice Santo Tomás (1), una diferencia esencial entre la templanza
adquirida, enseñada ya por los moralistas paganos, y la templanza cristiana de
que habla el Evangelio. Hay aquí una diferencia análoga a la que hay en una
octava, entre dos notas musicales del mismo nombre, separadas por una gama
completa.
Con
frecuencia se distingue la templanza filosófica y la templanza cristiana, o
también la pobreza filosófica de Crates y la pobreza evangélica de los
discípulos de Cristo.
Como
lo hace notar Santo Tomás (2), la templanza adquirida tiene regla y objeto
formal distintos de los de la templanza infusa. Aquélla guarda el justo medio
en la comida para vivir racionalmente, para no dañar a la salud, ni al
ejercicio de la razón. La infusa, en cambio, guarda el justo medio superior en
los alimentos, para vivir cristianamente, como un hijo de Dios, encaminado
siempre hacia la vida sobrenatural de la eternidad. La segunda supone así una
mortificación más estricta que la primera, y exige, como dice San Pablo, que el
hombre castigue su cuerpo y lo someta a servidumbre (3), para poder ser, no
sólo un ciudadano virtuoso durante su vida en la tierra, sino
"conciudadano de los santos, y miembro de la familia divina" (4).
La
misma diferencia existe entre la virtud adquirida de religión, que debe dar a
Dios, autor de la naturaleza, el culto que le es debido, y la virtud infusa de
religión, que ofrece a Dios, autor de la gracia, el sacrificio esencialmente
sobrenatural de la misa que perpetúa en sustancia el de la Cruz.
Entre
estas dos virtudes que llevan el mismo nombre, existe mayor diferencia que
entre las notas extremas de una octava, puesto que son de orden diferente;
tanto que la virtud adquirida de religión o de templanza puede siempre ir en
aumento por la repetición de actos, sin llegar jamás a la dignidad del más
pequeño grado de la virtud infusa de ese nombre. Es de una tonalidad
esencialmente diversa; él espíritu que la anima no es el mismo. En la una es el
espíritu de la recta razón solamente, mientras que en la otra es el espíritu de
fe, que procede de Dios mediante la gracia.
Son
dos objetos formales y dos motivos de acción muy diferentes. La prudencia
adquirida ignora los motivos sobrenaturales de acción; la prudencia infusa los
conoce: como procede no solamente de la razón, sino de la razón esclarecida por
la fe infusa, conoce la elevación infinita de nuestro último fin sobrenatural,
Dios mismo contemplado cara a cara; conoce, como consecuencia, la gravedad del
pecado mortal, el precio de la gracia santificante y de las gracias actuales
que cada día hemos de pedir para perseverar, el valor de los sacramentos. La
prudencia adquirida ignora en cambio todo esto que es de un orden esencialmente
sobrenatural.
¡Qué
diferencia entre la modestia filosófica descrita por Aristóteles y la humildad
cristiana que supone el conocimiento de los dos dogmas de la creación ex nihilo
y de la necesidad de la gracia actual, para avanzar el menor paso en el camino
de la salvación! ¡Qué diferencia igualmente entre la virginidad de la vestal
ocupada en mantener vivo el fuego sagrado, y la de la virgen cristiana que
consagra su cuerpo y su corazón a Dios, para seguir con mayor perfección a
Nuestro Señor Jesucristo! Estas virtudes morales infusas son la prudencia
cristiana, la justicia, la fortaleza, la templanza y sus acompañantes, como la
mansedumbre y la humildad. Todas ellas están en conexión con la caridad en el
sentido de que esta virtud, que nos ordena en cuanto a nuestro último fin
sobrenatural, no puede existir sin ellas, sin esta múltiple rectificación
respecto a los medios sobrenaturales de salvación (1). Además, aquel que por un
pecado mortal pierde la caridad, pierde también las virtudes infusas; porque,
al desviarse del fin sobrenatural, pierde la rectificación infusa de los medios
proporcionados a ese fin. Sin embargo no por eso pierde la fe ni la esperanza,
ni las virtudes adquiridas; solamente éstas cesan de guardar entre sí
estabilidad y conexión. En efecto, el que está en pecado mortal se ama más que
a Dios, y se inclina por egoísmo a faltar a sus deberes aun en las cosas de
orden natural.
( x )
Cf. SANTO TOMÁS, I, II, q. 65, a. i. Los tomistas admiten generalmente esta
proposición: "Possunt esse sine caritate verae vtrtutes morales
acquisitae, sicut fuerunt in multis gentibus, sed imperfectae." Cf. JUAN
DE SANTO TOMÁS, Cursus Theol., De proprietate virtutum, disp. XVII, a. 2, n9 6, 8,
10, 11, 14. — SALMANTICENSES, Cursus theol., De virtutibus, disp. IV, dub., I,
n9 i, dub. II, n " . 26, 27. BILLUART, Cursus theol., De passionibus et
virtutibus, diss. n, a. 4, § 111, particularmente al fin.
( r ) Cf. SANTO TOMÁS, I, II, q. (55, a. 2. En el estado actual de la humanidad, el hombre está o en
estado de pecado mortal, o en estado de gracia. Después de la primera caída, en
efecto, no puede el hombre amar eficazmente a Dios más que a sí mismo, sin la
gracia que le sana, y que se identifica con la santificante. II, II, q. 109, a.3.
(*)
Clemente V, en el Concilio de Viena (DENZINGER, Enchiridion n' 483), resolvió
así esta cuestión planteada en tiempo de Inocencio III (Denz., n9 410): XJtrum
fides, caritas, aliaeque virtutes infundantur parvulis in baptismo. Y responde:
"Nos autem attendentes generalem efficaciam mortis Christi, quae per
baptisma applicatur pariter omnibus baptizatis, opinionem secundam, quae dicit
tum parvulis quam adultis conferri in baptismo injormantem gratiam et
virtutes,- tanquam probabiliorem, et dictis Sanctorum et doctorum modernorum
theologiae magis consonam et concordem, sacro approbante Concilio duximus eligendam."
Ahora bien, por estas palabras et virtutes, Clemente V entiende no solamente
las virtudes teologales, sino las virtudes morales, porque también se trataba
de ellas en la cuestión planteada en tiempo de Inocencio III.
( 2 )
I, II, q. 63, a. 3.)
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