¡Ay de
nosotros, que parece tenemos el espíritu en las narices! ¡Ay de nosotros, que
echamos afuera todo nuestro espíritu, y que, según aquello del cómico, llenos
de hendiduras nos derramamos por todas partes! ¡Cuántas veces oyó María a su
Hijo, no sólo hablando a las turbas en parábolas, sino descubriendo aparte a
sus discípulos el misterio del reino de Dios! ¡Vióle haciendo prodigios, vióle
pendiente de la cruz, vióle expirando, vióle cuando resucitó, vióle, en fin,
ascendiendo a los cielos! Y en todas estas circunstancias, ¿cuántas veces se
menciona haber sido oída la voz de esta pudorosísima Virgen, cuántas el arrullo
de esta castísima y mansísima tórtola? Últimamente leemos en los Actos de los
Apóstoles que los discípulos, volviendo del monte Olivete, perseveraban
unánimemente en la oración. ¿Quiénes? Hallándose presente allí María, parece
obvio que debía ser nombrada la primera, puesto que era superior a todos, así
por la prerrogativa de su divina maternidad como por el privilegio de su
santidad.
Pedro
y Andrés, dice, Santiago y Juan, y los demás que se siguen. Todos los cuales
perseveraban juntos en oración con las mujeres, y con María, la madre de Jesús.
Pues ¿qué?, ¿se portaba acaso María como la última de las mujeres, para que se
la pusiese en el postrer lugar? Cuando los discípulos, sobre los cuales aún no
había bajado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado,
suscitaron entre sí la contienda acerca de la primacía en el reino de Cristo,
obraron guiados por miras humanas; todo al
revés
lo hizo María, pues siendo la mayor de todos y en todo, se humilló en todo y
más que todos. Con razón, pues, fue constituida la primera de todos, la que
siendo en realidad la más excelsa escogía para sí el último lugar. Con razón
fué hecha Señora de todos la que se portaba como sierva de todos.
Con
razón, en fin, fue ensalzada sobre todos los coros de los ángeles la que con
inefable mansedumbre se abatía a sí misma debajo de las viudas y penitentes, y
aun debajo de aquella de quien habían sido lanzados siete demonios. Ruégoos,
hijos amados, que imitéis esta virtud; si amáis a María, si anheláis agradarla,
imitad su modestia. NADA DICE TAN BIEN AL HOMBRE, nada es tan conveniente al
cristiano y nada es tan decente al monje en especial.
12. Y
sin duda que bastante claramente se deja ver en la Virgen, por esta misma
mansedumbre, la virtud de la humildad con la mayor brillantez.
Verdaderamente,
colactáneas son la mansedumbre y la humildad, confederadas más íntimamente en
aquel Señor que decía: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.
Porque así como la altivez es madre de la presunción así la verdadera
mansedumbre no procede sino de la verdadera humildad. Mas ni sólo en el
silencio de María se recomienda su humildad, sitio que resuena todavía más
elocuentemente en sus palabras.
Había
oído: Lo santo que nacerá de ti se llamará Hijo de Dios, y no responde otra
cosa sino que es la sierva de El. De aquí llega la visita a Isabel, y al punto
se le revela a ésta por el espíritu la singular gloria de la Virgen.
Finalmente,
admiraba la persona de quien venía, diciendo: ¿De dónde a mí esto, que venga a
mi casa la madre de mi Señor? Ensalzaba también la voz de quien la saludaba,
añadiendo: Luego que sonó la voz de tu salutación en mis oídos saltó de gozo el
infante en mi vientre. Y alababa la fe de quien había creído diciendo:
Bienaventurada tú que has creído, porque en tí serán cumplidas las cosas que
por el Señor se te han dicho. Grandes elogios, sin duda, pero también su devota
humildad, no queriendo retener nada para sí, más bien lo atribuye todo a aquel
Señor cuyos beneficios se alababan en ella. Tú, dice, engrandeces a la Madre
del Señor, pero mi alma engrandece al Señor. Dices que a mi voz saltó de gozo
el párvulo, pero mí espíritu se llenó de gozo en Dios, que es mi salud, y éI
mismo también, como amigo del Esposo, se llena de gozo a la voz del Esposo.
Bienaventurada me llamas porque he creído, pero la causa de mi fe y de mi dicha
es haberme mirado la piedad suprema, a fin de que por eso me llamen
bienaventurada las naciones todas, porque se dignó Dios mirar a esta su sierva
pequeña y humilde.
13.
Sin embargo, ¿creéis acaso, hermanos, que Santa Isabel errase en lo
que,
iluminada por el Espíritu Santo, hablaba? De ningún modo.
Bienaventurada
ciertamente era aquella a quien miró Dios, y bienaventurada la que creyó,
porque su fe fue el fruto sublime que produjo en ella la vista de Dios. Pues
por un inefable artificio del Espíritu Santo, a tanta humildad se juntó tanta
magnanimidad en lo íntimo del corazón virginal de María, para que (como dijimos
antes de la integridad y fecundidad) se volvieran igualmente estas dos
estrellas más claras por la mutua correspondencia, porque ni su profunda
humildad disminuyó su magnanimidad ni su excelsa magnanimidad amenguó su
humildad, sino que, siendo en su estimación tan humilde, era no menos magnánima
en la creencia de la promesa, de suerte que aunque no se reputaba a sí misma otra
cosa que una pequeña sierva, de ningún modo dudaba que había sido escogida para
este incomprensible misterio, para este comercio admirable, para este
sacramento inescrutable, y creía firmemente que había de ser luego verdadera
madre del que es Dios y hombre. Tales son los efectos que en los corazones de
los escogidos causa la excelencia de la divina gracia, de forma que ni la
humildad los hace pusilánimes ni la magnanimidad arrogantes, sino que estas dos
virtudes más bien se ayudan mutuamente, para que no sólo ninguna altivez se
introduzca por la magnanimidad, sino que por ella principalmente crezca la
humildad; con esto se vuelven ellos mucho más timoratos y agradecidos al dador
de todas las gracias y al propio tiempo evitan que tenga entrada alguna en su
alma la pusilanimidad con ocasión de la humildad, porque cuanto menos suele
presumir cada uno de su propia virtud, aún en las cosas mínimas, tanto más en
cualesquiera cosas grandes confía en la virtud divina.
14. El
martirio de la Virgen ciertamente (que entre las estrellas de su diadema, si os
acordáis, nombramos la duodécima) está expresado así en la profecía de Simeón
como en la historia de la pasión del Señor. Está puesto éste, dice Simeón al
párvulo Jesús, como blanco, al que contradecirán, y a tu mismísima alma (decía
a María) traspasará la espada. Verdaderamente, ¡oh madre bienaventurada!,
traspasó tu alma la espada. Ni pudiera ella penetrar el cuerpo de tu hijo sin
traspasarla. Y, ciertamente, después que expiró aquel tu Jesús (de todos, sin duda,
pero especialmente tuyo) no tocó su alma la lanza cruel que abrió (no
perdonándole aun muerto, a quien ya no podía dañar) su costado, pero traspasó
seguramente la tuya. Su alma ya no estaba allí, pero la tuya, ciertamente, no
se podía de allí arrancar. Tu alma, pues, traspasó la fuerza del dolor, para
que no sin razón te prediquemos más que mártir, habiendo sido en ti mayor el
afecto de compasión que pudiera ser el sentido de la pasión corporal.
15.
¿Acaso no fue para ti más que espada aquella palabra que traspasaba en la
realidad el alma que llegaba hasta la división del alma y del espíritu: Mujer,
mira tu, hijo? .i Oh trueque! Te entregan a Juan en lugar de Jesús, el siervo
en lugar del Señor, el discípulo en lugar del Maestro, el hijo del Zebedeo en
lugar del Hijo de Dios, un hombre puro en lugar del Dios verdadero. ¿Cómo no
traspasaría tu afectuosísima alma el oír esto, cuando quiebra nuestros pechos,
aunque de piedra, aunque de hierro, sola la memoria de ello? No os admiréis,
hermanos, de que sea llamada María mártir en el alma. Admírese el que no se
acuerde haber oído a Pablo contar entre los mayores crímenes de los gentiles el
haber vivido sin tener afecto.
Lejos
estuvo esto de las entrañas de María, lejos esté también de sus humildes
siervos. Más acaso dirá alguno: ¿Por ventura no supo anticipadamente que su
Hijo había de morir? Sin duda alguna. ¿Por ventura no esperaba que luego había
de resucitar? Con la mayor confianza. Y a pesar de esto, ¿se dolió de verle
crucificado? Y en gran manera. Por lo demás, ¿quién eres tú, hermano, o qué
sabiduría es la tuya, que admiras más a María compaciente que al Hijo de María
paciente? El pudo morir en el cuerpo, ¿y María no pudo morir juntamente en el
corazón? Realizó aquello una caridad superior a toda otra caridad; también hizo
esto una caridad que después de aquélla no tuvo par ni semejante.