solamente el oro tiene las calidades ideales de una moneda, porque solamente el oro posee gran valor intrínseco en pequeño volumen inalterable, y porque no aumenta ni disminuye la cantidad existente en el mundo sino en pequeña proporción.
Aunque
esta segunda etapa (transmutación del plomo en oro, por ejemplo) no se realizaba
sino como experimento de gabinete pues era lenta y costosa, ya su primer paso
en esos caminos sonados de los alquimistas, la desintegración de la materia, introdujo
una revolución sin igual en la industria, porque al dislocar los crepúsculos infinitesimales
que constituyen un átomo se ponía en libertad una suma colosal de energía.
Disgregar
un gramo de platino equivalía a quemar 200 toneladas de carbón en un buen
horno.
Pero
así como la técnica antigua hasta 1950 no pudo nunca aprovechar más que un décimo
de la energía del carbón consumido y debió resignarse a perder el 90 por ciento,
que se escapaba en forma de humo o residuos, la técnica ultramoderna tuvo que
asistir impotente a un despilfarro mucho mayor, que humillaba a sus sabios.
Las
máquinas más perfectas no lograban, a fines del siglo XX, transformar en trabajo
más que la diezmilésima parte de la energía liberada al desintegrar un trozo de
materia.
A
pesar de ello, en los aviones resultaba ventajoso reemplazar los anticuados motores
por los modernos hornillos, bautizados athanores en recuerdo de los alquimistas
medievales, que en rudos artefactos de ese nombre quemaron fortunas y vidas.
Como
en una alcancía, por una ranura metíase en el athanor un disco semejante a una
moneda, y el avión quedaba provisto para algunas horas de vuelo.
No
toda materia era adecuada para la desintegración. La experiencia había comprobado
una vez más el genio de los alquimistas antiguos, que intuitivamente discurrieron
sobre los llamados cuerpos simples, a algunos de los cuales los calificaron de
nobles, como el oro y la plata.
En
éstos veían los frutos maduros del árbol de la naturaleza metálica; los otros
(el hierro, el cobre) eran frutos verdes o crudos.
La
piedra filosofal, en cuya búsqueda se enloquecieron y se arruinaron durante siglos,
no era otra cosa que un fermento capaz de apresurar la madurez de los frutos verdes
para llevarlos en poco tiempo hasta la dignidad y perfección del oro y de la plata,
madurados durante millones de años por el lento laboratorio de la naturaleza.
El
siglo XX comprobó la exactitud de la teoría. Descubrióse que el oro, el
platino, la plata, eran los metales en que la naturaleza había condensado más
energía, o sea los más maduros.
Un
gramo de oro desintegrado en hornos que elevaban la temperatura a cien mil grados
más allá de la volatilización, producía tanto trabajo útil como diez toneladas de
plomo desintegrado; un gramo de plata, como media tonelada.
En
aquella época (40 años después que los financieros se reunieron en el congreso internacional
de la isla de los Ladrones) ni el oro ni la plata servían de moneda.
Ya
hemos dicho que la humanidad había por fin repudiado la pérfida doctrina de que
la moneda debe poseer valor intrínseco. Esta maliciosa vaciedad la inventaron
los banqueros, interesados en deducir de ella una consecuencia que les
entregaba el comercio mundial atado de pies y manos. La consecuencia de tal
doctrina fue ésta: solamente el oro tiene las calidades
ideales de una moneda, porque solamente el oro posee gran valor intrínseco en
pequeño volumen inalterable, y porque no aumenta ni disminuye la cantidad
existente en el mundo sino en pequeña proporción.
El
haber renegado la humanidad de tamaño disparate constituye el más fecundo progreso
de la economía política en mil años.
Con
eso no más, el mundo se libertó de la siniestra tiranía de los cuatro o cinco grandes
banqueros, dueños de la mayor parte del oro, quienes de tiempo en tiempo provocaban
una aparente escasez de metal amarillo, con lo cual duplicaban o triplicaban su
valor y por ende sus fortunas a costa del mundo entero y aun de los pobres
profesores universitarios que seguían de buena fe repitiendo las inepcias de la
economía política clásica.
La
desmonetización del oro y de la plata produjo una repentina desvalorización de ambos
metales. Un puñado de monedas de oro llegó a no valer más que un litro de agua
de colonia de buena marca.
Pero
cuando los alquimistas descubrieron el modo de utilizar la energía atómica de
los cuerpos y comprobaron que los metales nobles rendían más trabajo que los otros,
el oro y la plata recobraron su posición de metales preciosos.
De más
está decir que los que se habían despojado del oro como cosa sin valor lloraron
amargamente su ligereza, y que los que siguieron guardándolo se encontraron
cien veces más ricos, cual si poseyeran las mejores minas de carbón o los más
rendidores pozos de petróleo del universo.
Tener
en el bolsillo un disco de oro del tamaño de una libra esterlina equivalía a tener
mil toneladas del más excelente carbón de piedra.
Existían
dos tipos de aviones, y en general de motores: los cautivos, que recibían las
ondas de potentes usinas instaladas en tierra, y los independientes, que
producían a bordo su propia energía con el combustible que llevaban.
A los
primeros una usina los mantenía en el aire enviándoles energía para que navegaran,
y podía precipitarlos al suelo con sólo olvidarlos. Los otros llamados athanores
por lo antes dicho, eran excesivamente caros, pues devoraban discos de oro y no
utilizaban más que la diezmilésima parte de su combustible. Además, en la construcción
de sus poderosos hornillos o athanores entraba como material refractario de sus
crisoles nada menos que polvo de diamante armado sobre placas de platino.
Un
athanor era la mayor de las vanidades.
¡Cuántas
hermosas chicas por poseerlo habrían sido capaces de renegar del bautismo y
dejarse marcar en el brazo el fatídico número 666! Rahab, la dueña de la
preciosa athanora que bajó a la azotea de los gregorianos, no había necesitado
renegar del bautismo cristiano, porque no era bautizada.
Rubia,
de tez naturalmente rosada, lo que le daba frescura de flor; de modales felinos,
suaves unas veces, arrogantes otras; de ojos verdes, como dicen que serán los del
Anticristo, descubría a través de la impalpable gracia porteña la milenaria
belleza de la Biblia, que hizo exclamar a Salomón: “Vuélvete, vuélvete ¡oh,
Sulamita!; vuélvete, vuélvete para que te miremos.”
Debía
de tener veinte años, pero se manejaba sola desde que cumplió su mayor edad, a
los catorce. Los varones se emancipaban a los dieciséis, pues se consideraba que
las mujeres llegan antes que los hombres a la pubertad y al juicio.
Ninguno
de los compañeros de Rahab quiso advertir que ella buscaba en el bolsillo de su
blusa de cuero un disco de oro para alimentar su motor.
O no
tenían con qué o no querían costear el paseo. Fastidiada, Rahab les interpeló:
— ¿Ninguno
de ustedes tiene siquiera un marx?
El
adverbio siquiera restalló como un latigazo en los oídos de los tres jóvenes, para
quienes un marx no significaba una cantidad despreciable.
El
marx, la unidad monetaria internacional, era un billete garantido por el Banco Internacional
de Compensaciones, cuyo poder de compra equivalía a una libra esterlina de los
tiempos de la reina Victoria, Por asimilación, llamábase marx al disco de oro
del tamaño de una esterlina que utilizaban las athanores.
Si el
marx tenía en todos los países igual nombre, en cambio las monedas divisionarias
llevaban el de los héroes más característicos de cada país.
Así,
las de Francia llamaronse Pasteur, Vicente de Paul, Corneille. Las de Alemania,
Gutenberg, Beethoven, Bismarck. Las de España, Colón, Teresa, Franco.
En
Buenos Aires se convocó un plebiscito para hallar las designaciones que satisficieran
a la mayoría del pueblo. El nombre más votado resultó el de la Madre María;
después, Gardel; y en el tercer lugar, Pancho Sierra.
Un marx
valía diez madremarías, o cien gardeles, o mil panchosierras. Por lo tanto, un
panchosierra equivalía más o menos a un centavo de cobre de los de 1900.
Por un
panchosierra se podía comprar un paquete de pastillas de menta para hombres o
un paquete de cigarrillos ordinarios para mujeres de pueblo.
Ante
la dura interpelación de Rahab, el mozo que había empuñado el volante se decidió
a meter la mano en el bolsillo y extrajo una laminita de plata que costaba un panchosierra.
—Yo
tengo esto —dijo modestamente.
— ¡Un
pancho! —exclamó Rahab con desprecio, extendiendo la palma de la mano para
sopesar aquella insignificancia, y miró a los otros dos compañeros.
Rahab
podía permitirse ese desplante. Era la heredera más rica de su país, donde la
revolución anarco-marxista no abolió sino la propiedad privada de las tierras y
de las fábricas, pero dejó subsistente la de los metales, entre ellos el oro.
Su madre, misia Hilda, poseía en lingotes de oro lo suficiente para mover todas
las escuadras de aviones del mundo durante un año, y todos los buques de guerra
durante tres. En el mundo entero no existían más de dos rivales, a lo sumo
tres, que podían discutir con la dama el ser dueños de mayor fortuna.
— ¡Sea
lo que el diablo quiera! —dijo Rahab metiendo en la ranura de su athanora aquel
mísero panchosierra equivalente a una hora de vuelo.
Zumbó
el motor, los cuatro se acomodaron en sus asientos, vibraron las alas y la avioneta,
haciendo estrechas espirales, hendió el toldo de gas luminoso que cubría la ciudad
y desapareció, como un nadador tragado por la espuma rumbo al Congo, el mejor
cabaret de América del Sur.
De
pronto Rahab, empinándose por arriba del hombro de Níquel, oprimió una de las
palancas, modificó la posición de las alas y la athanora se detuvo a tres mil
metros de altura, como si estuviera colgada por un alambre de una invisible
bóveda.
Gracias
al giróscopo los aeroplanos podían inmovilizarse en el aire por largo tiempo
cuando se quedaban sin combustible o sufrían algún percance, hasta que llegaba
un avión de auxilio, llamado por radiotelefonía.
— ¿Qué
haces, Rahab?
—Tengo
una idea mejor. ¿Saben que hoy... —apretó el resorte de su pulsera y escuchó el
reloj—, hoy, dentro de veinte minutos, van a gurdivanizar a Rocío López?
— ¿Aquel
poeta que te amó y te hizo versos? —interrogó Foto.
Rahab
se encogió de hombros con su ademán de costumbre pero no dejó de sonreír, halagada
de que alguien se gurdivanizara por causa de ella.
— ¡Ese
mismo! Decepcionado, ha resuelto gurdivanizarse por treinta años en vez de
tomarse una buena dosis de cianuro... Me ha escrito una carta con unos versos
que he hecho leer a mi sirvienta. Me acusa de muchos horrores y dice que dentro
de treinta años, cuando él se desgurdivanice, yo seré vieja, y acordándome de
mi lejana juventud lo amaré; él entonces se vengará desdeñándome.
— ¡Qué
ocurrencias tan hermosas tienen los poetas! —ex clamó Foto muerta de envidia.
— ¿No
piensan ustedes que un poeta es siempre un idiota? —preguntó con melancolía
Rahab, alargando la punta de su sandalia de platino para poner en marcha la
athanora.
— ¿Por
qué no te gurdivanizas tú también por el mismo plazo, y cuando él se levante
creyendo hallarte vieja, te encuentre joven y vuelves a burlarte de él y de sus
versos?
Esta
sugestión de Níquel agradó a todos menos a Rahab, que no tenía ganas de morirse
ni siquiera por pocos años, pues gurdivanizarse era morir por algún tiempo.
Hacía
cincuenta años dos famosos médicos argentinos, profesores de la Universidad de
Buenos Aires que habían realizado profundos estudios sobre la conservación y
destrucción de la vida en los tejidos animales, hicieron uno de esos descubrimientos
que revolucionan las costumbres de la humanidad. Hallaron la forma de suspender
la vida de un ser animado —y también de los seres humanos— por meses y aun por
años, y quizá por siglos. Durante ese período el organismo no consumía energía
alguna y conservaba íntegramente sus cualidades: juventud, belleza, ingenio —si
lo tenía— hasta que, llegado el plazo, era nuevamente llamado a la vida y se
despertaba descansado y dispuesto a seguir viviendo.
Aplicábase
un procedimiento de congelación a 200 grados bajo cero y en un ambiente
electrizado que se mantenía todo el tiempo.
Si por
una fatal circunstancia se interrumpía la corriente eléctrica, el pobre diablo congelado,
como un salmón de Escocia en un témpano de hielo, se moría sin remedio, es
decir, se presentaba a dar cuenta a Dios de sus acciones antes de lo que él mismo
había calculado.
El
procedimiento se llamó gurdivanizamiento, y el ponerlo en práctica, gurdivanizar,
por el nombre de sus inventores, los profesores Gourdy e Ivanissevich, que tal
vez no sospechaban en 1950, cuando dieron a conocer su descubrimiento, las consecuencias
macabras y aun pintorescas que tendría en 1995.
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