4.
Debes recordar siempre dos cosas: qué eres y qué no eres por ti
mismo. Así no serás nunca orgulloso; y si te
enorgulleces, no lo harás por vanagloria. Dice la Escritura que si no te conoces a ti mismo, sigas tras las huellas de las ovejas,
tus compañeras. Y de hecho es así. El hombre ha sido creado como la
criatura más digna. Cuando no reconoce su propia dignidad, se asemeja por su ignorancia a los animales y se degrada
hasta ser con ellos partícipe de su corrupción y de su mortalidad. El
que no vive como noble criatura, dotada de inteligencia, se identifica con los
brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de sí, para configurarse
con las cosas sensibles de fuera y terminar por convertirse en una de ellas,
por ignorar que todo lo ha recibido por encima de los demás seres.
Evitemos,
por tanto, esa doble ignorancia de la que podemos ser víctimas. Una nos incita a buscar nuestra gloria a niveles más bajos que los
nuestros. Y por la otra pretendemos atribuirnos cosas que superan nuestra
capacidad; podemos encontrarlas en nosotros, pero no debemos pensar
que son exclusivamente nuestras. Y con mayor cautela todavía tienes que huir de
esa presunción execrable, por consciente y deliberada, que te invita a buscar
la gloria propia en bienes que no son tuyos; de los que estás plenamente cierto
que no te corresponden y, sin embargo, tienes el valor de usurpar la gloria
ajena. La primera ignorancia carece de gloria; la segunda sí que
la tiene, pero no según Dios. Y la presunción, que es un vicio plenamente consciente, se apropia de
la gloria del mismo Dios. Arrogancia mucho más grave y perniciosa
que las anteriores; porque en ellas no se reconoce a Dios, pero en ésta se le
desprecia. Es peor y más detestable, porque, además de rebajarnos a nivel de
los brutos animales, nos equiparamos a los mismos demonios. Pecado enorme la
soberbia: se apropia de la gloria de su bienhechor en los dones que recibe y
los considera como connaturales a sí mismo.
5. En
consecuencia, a la dignidad y a la inteligencia debe acompañarle la virtud, que
es su fruto. Por ellas se busca y se posee al que, como dueño y distribuidor de
todo bien, merece ser glorificado en todo. El que sabe y no hace lo que debe,
recibirá muchos palos. ¿Por qué? Pues porque no quiso conocer el bien y
practicarlo, sino al contrario, acostado, planeó el crimen. Como siervo infiel, intenta apropiarse e incluso arrebatarle la gloria
de su Señor en aquellos bienes que sabe perfectamente que no son suyos.
Son, por tanto, evidentes dos cosas: que la dignidad
propia es inútil si no se reconoce, y que su conocimiento sólo servirá de
castigo si no le acompaña la virtud. Es verdaderamente virtuoso aquel a
quien ni su propio conocimiento le hace daño, ni su dignidad personal le
adormece, y por eso confiesa sencillamente delante del Señor: No a nosotros,
Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Como si dijera: Señor, no
nos pertenece a nosotros mismos absolutamente nada; ni nuestro propio
conocimiento, ni nuestra propia dignidad; todo lo atribuimos a ti, de quien
todo procede.
6.
Pero con esta digresión hemos ido demasiado lejos. Queríamos explicar cómo aun
los que desconocen a Cristo saben por ley natural que deben amar a Dios por sí
mismos, a través de los dones naturales que poseen en su cuerpo y en su alma.
Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho: ¿quién ignora, aunque carezca de
fe, que hemos recibido de él todo lo necesario para nuestra vida corporal?
El alimento, la respiración, la vista, todo procede del que sustenta a todo
viviente, haciendo salir el sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia a
justos y pecadores.
¿Quién,
por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana, tan
refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser distinto al que dice
en el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza? ¿Quién puede
pensar que el hombre pudiera haber recibido la sabiduría de otro que no sea
justamente el mismo que se la enseña?, de quién, sino del Señor de las
virtudes, ha podido recibir el don de la virtud que le ha dado o está dispuesto
a darle?
Con razón, pues, merece Dios ser
amado por sí mismo, incluso por el que no tiene fe. Desconoce a Cristo, pero se
conoce a sí mismo. Por eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al
Señor su Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza. Clama en su interior una justicia innata y no
desconocida por la razón. Ésta le impulsa interiormente a amar con todo su ser
a quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es difícil, por no
decir imposible, que el hombre sólo por sus propias fuerzas o por su libre
voluntad sea capaz de atribuir a Dios plenamente todo lo que de Él ha recibido.
Más fácil es que se lo atribuya a sí mismo y lo retenga como suyo. Así lo
confirma la Escritura: Todos sin excepción buscan sus
intereses. Y también: Los deseos del corazón humano tienden al mal.
III.
7. En cambio, los verdaderos creyentes saben por experiencia cuán vinculados
están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado. Admiran y se abrazan a su
amor, que supera todo conocimiento, y se siente contrariados si no le entregan
lo poquísimo que son a cambio de tanto amor y condescendencia. Los que se creen
más amados son los más inclinados a amar; y al que menos se le da, menos ama.
El judío y el pagano no vibran tanto ante el estímulo del amor como la Iglesia,
que exclama: Estoy herida de amor. Y en otro lugar: Dadme fuerzas con
pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
Ve al
divino Salomón con la diadema con que le coronó su madre; al Único del Padre,
cargado con la cruz; cubierto de llagas y salivazos al Señor de la majestad; al
autor de la vida y de la gloria, traspasado con clavos, harto de oprobios y
dando la vida por sus amigos. Al contemplar este cuadro, se le clava en lo más
hondo de su alma el dardo del amor y exclama: Dadme fuerzas con
pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
DÓNDE NACEN LAS GRANADAS
Estas
son las granadas que la esposa, introducida en el huerto del amado, coge del
árbol de la vida. Han cambiado su sabor, que ahora saben a pan celestial, y tiene
el color de la sangre de Cristo. Contempla a la muerte
vencida y el triunfo del que acaba de morir. Contempla a los cautivos cómo
suben del infierno a la tierra y de la tierra hasta los cielos, para que cuanto
existe en los cielos, en la tierra y en los abismos, doble su rodilla ante el
nombre de Jesús. Advierte cómo la tierra, condenada a dar cardos y
abrojos, vuelve a florecer con la gracia de la nueva bendición. Recuerda
aquellas palabras: Mi carne ha vuelto a florecer;
le alabaré con toda mi alma.
Y le
gustaría hacer un ramo con las manzanas de la pasión que tomó del árbol de la
cruz y con las flores de la resurrección, cuya exquisita fragancia invita a su
esposo a frecuentar sus visitas.
8. Y
al final exclama: ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué agraciado!
Nuestro lecho está cubierto de flores. Quien muestra el lecho indica
claramente lo que desea. Y al decir que está cubierto de flores, insinúa
suficientemente cómo espera conseguir su deseo: no por sus méritos propios,
sino por las flores del campo que bendijo el Señor.
A Cristo le encantan las flores. Por eso eligió Nazaret para ser
concebido y criarse allí. Al esposo celestial le deleitan esos aromas y se
adentra gustosamente, siempre que puede, en el tálamo de nuestro corazón si lo
encuentra cubierto de flores y cuajado de frutos. Donde ve un alma entregada a
la meditación continua de la gracia de su pasión o de su gloriosa resurrección,
allí acude presurosamente.
Los
tesoros de la pasión son de la cosecha del año anterior, de los siglos
transcurridos bajo el imperio del pecado y de la muerte, sazonados en la
plenitud de los tiempos. Las señales de la resurrección son las flores de la
nueva primavera, maduradas por la gracia del nuevo verano, cuya espléndida
cosecha será la resurrección universal al final de los tiempos. Ya ha pasado el
invierno, dice, las lluvias han cesado y se han ido, brotan las flores en la
vega. Quiere decir que llegaron los calores estivales con aquel que deshizo el
hielo de la muerte y lo cambió por la templada bonanza de una vida nueva. Todo
lo hago nuevo, dice. Siembra su carne en la muerte y florece en la
resurrección. Con su fragancia reverdece en nuestros campos y valles la aridez,
se templan las escarchas y revive la muerte.
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