Y así
del elemento corpóreo —el Corazón de Jesucristo— y de su natural simbolismo, es
legítimo y justo que, llevados en alas de la
fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto
aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y,
finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación
y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe
—por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza
humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los
estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de
Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos
amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable
Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo
natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y
el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No
pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que
llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su
amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna
imagen criada la íntima esencia de este amor; pero el alma fiel, al venerar el
Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella
de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo
Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.
La más completa profesión de la religión cristiana
29.
Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario tener
siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural, que relaciona al
Corazón físico de Jesús con la persona del Verbo, descansa toda ella en la
verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda
alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la
Iglesia, por contrarios a la unidad de persona en Cristo —con la distinción e
integridad de sus dos naturalezas.
Esta
verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón
de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente,
representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y nos tiene
aún. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera,
en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana.
Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios
Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por
el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: «Yo soy el camino, la
verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí» [107].
Siendo
esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no
es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio
de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los
demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para
con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de
imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a los
hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más
generoso del mandamiento «nuevo» que el Divino Maestro legó como sacra herencia
a sus Apóstoles, cuando les dijo: «Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis
los unos a los otros, como yo os he amado... El precepto mío es que os améis
unos a otros, como yo os he amado» [108]. Mandamiento éste, en verdad nuevo y
propio de Cristo; porque, como dice santo Tomás de Aquino: «Poca diferencia hay
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, "Haré un
pacto nuevo con la casa de Israel" [109]. Pero que este mandamiento se
practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía
al Nuevo Testamento; en cuanto que, si este mandamiento ya existía en la
Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y
preparación de la Ley Nueva» [110].
V.
SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
30.
Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la
naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente
conscientes del oficio apostólico que por primera vez fue confiado a san Pedro,
luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos
conveniente exhortaros una vez más, venerables hermanos, y por vuestro medio a
todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo
cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar
grandísimos frutos también en nuestros tiempos.
Y en
verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto
tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se
trata de una forma cualquiera de piedad, que sea lícito posponer a otras o
tenerla en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la
perfección cristiana. Si «la devoción —según el tradicional concepto teológico,
formulado por el Doctor Angélico— no es sino la pronta voluntad de dedicarse a
todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona» [111], ¿puede haber servicio
divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que
el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que
el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el
momento en que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el
amor constituye «el don primero, por el que nos son dados todos los dones
gratuitos?» [112]. Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la
cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse
con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto
más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al
pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables
documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en
poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en
forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.
31.
Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran al
sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente gravísimo, que
tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y a toda su
propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo
así en práctica aquel divino mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas»
[113]. Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve
ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la
bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de
adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al
sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole genuina de la
religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría como
mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces
deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada
solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan
nobilísima, o no la practican con toda rectitud.
Todos,
pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de
Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas externas de
piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de
la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha
prometido mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los
hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes
de la religión católica, a saber, el deber de amor y el de la expiación, al
mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual.
Difusión de este culto
32.
Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor
esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber las aguas
saludables que brotan del Corazón del Redentor, como, sobre todo, a los que, a
guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y
hasta de duda. Piensen estos con atención que se trata de un culto, según ya
hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se
apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está
claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos
Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se
contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del
Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron
la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al
mismo sacratísimo Corazón [114]. Finalmente, conveniente es asimismo pensar que
este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como
consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables
conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos
espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor;
frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en
una forma tan frecuente como conmovedora.
Al
contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la
devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de
fieles, nos sentimos ciertamente llenos de gozo y de inefable consuelo; y,
luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoros infinitos
de su bondad, no podemos menos de expresar nuestra paternal complacencia a
todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han
cooperado a promover este culto.
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