Nostra
conversatio in coelis est.
Nuestra
conversación está en el
cielo.
(Filip.,
«i, 20).
La
vida interior, decíamos, supone el estado de gracia,
que es el germen de la vida de la eternidad.
Sin embargo el estado de gracia que existe en todos los niños después del bautismo,
y en cualquier penitente que ha recibido la absolución de sus pecados, no basta
para constituir lo que habitualmente llamamos la vida interior del cristiano. Es indispensable, además, la lucha contra todo lo que pudiera hacernos
caer en el pecado, y una vigorosa tendencia del alma hacia Dios.
Desde
este punto de vista, y para mejor comprender lo que debe ser la vida interior,
conviene compararla con la conversación íntima que cada uno de nosotros
sostiene consigo mismo. Bajo la influencia de la gracia, si somos fieles a ella,
esta íntima conversación tiende a elevarse, a transformarse y a convertirse en
conversación con Dios. Es ésta una observación elemental; como todas las
verdades más vitales y profundas son verdades elementales en las cuales se ha
pensado durante mucho tiempo, se las ha vivido y han acabado por hacérsenos
objeto de contemplación casi continua.
Consideremos
sucesivamente estas dos formas de conversación íntima, humana la una y la otra
cada vez más divina y sobrenatural.
L A CONVERSACIÓN DE CADA UNO CONSIGO MISMO
Desde
el momento que el hombre cesa de ocuparse exteriormente, de conversar con sus
semejantes; desde el instante que se encuentra solo, aun entre el bullicio de
las calles de de la gran ciudad, luego comienza a entretenerse con sus pensamientos.
Si es un joven, piensa con frecuencia en su porvenir; si es un anciano, piensa
en el pasado, y sus experiencias, felices o desgraciadas, de la vida hacen que
juzgue de muy distinta manera a sus semejantes y a las cosas.
Si ese
hombre es fundamentalmente egoísta, esa su conversación íntima deriva a la
sensualidad o al orgullo; piensa en el objeto de sus concupiscencias y de su
envidia; y como de esa suerte no halla en sí sino tristeza y muerte, luego
busca huir de sí mismo, exteriorizarse y divertirse para olvidar el vacío y la
nada de su vida.
De
esta conversación del egoísta consigo mismo nace un conocimiento de sí muy bajo
y un amor no menos bajo de sí propio.
Se
ocupa ese tal de la parte sensitiva de su alma, de lo que es común al hombre y
al animal; tiene goces sensibles, tristezas sensibles, según que haga bueno o
mal tiempo, según que gane o pierda en
los juegos de azar; se ve envuelto en deseos y aversiones de la misma
naturaleza y cuando se le contraría, se exalta, en cólera e impaciencia,
inspiradas únicamente por el amor desordenado de sí mismo.
Pero
conoce muy poco la porción espiritual de su alma, aquella que es común al ángel
y al hombre. Aun cuando crea en la espiritualidad del alma y de las facultades
superiores, inteligencia y voluntad, está muy lejos de vivir, en este orden
espiritual. No tiene, por decirlo así, conocimiento experimental de esta parte
superior de sí mismo y tampoco la estima en lo debido. Si por ventura la
conociera, encontraría en ella la imagen de Dios, y comenzaría a amarse, no de
una manera egoísta, en razón de sí mismo, sino por Dios.
Casi
constantemente, sus pensamientos recaen sobre lo que en sí tiene de inferior; y
aunque a veces dé pruebas de inteligente y hábil sagacidad y astucia, su
inteligencia, en lugar de elevarse, se rebaja siempre a lo que es inferior a
ella. Fue creada para contemplar a Dios, verdad suprema,
y se deja envolver en el error, obstinándose a veces en defenderlo con gran ahínco.
Cuando la vida no
está a la altura del pensamiento, el pensamiento desciende hasta el nivel de la
vida, ha dicho alguien. Y así todo decae, y las más altas
convicciones se apagan hasta extinguirse.
La
conversación íntima del egoísta consigo mismo de así a la muerte y no es vida
interior. Su amor propio lo lleva a pretender hacerse centro de
todo, a reducir todo a sí, las personas y las cosas; y como esto es
imposible, pronto cae en el desencanto y el disgusto; se hace insoportable a sí
y a los demás, y termina aborreciéndose, por haber querido amarse sin medida. A
veces acaba aborreciendo la vida por haber anhelado por lo que la vida tiene de
inferior.
Si,
aun no estando en estado de gracia, comienza el hombre a buscar el bien, su
conversación consigo mismo es ya totalmente diferente. Piensa, por ejemplo, qué
cosas son necesarias para vivir honestamente y hacer vivir así a los suyos.
Siente por esto graves preocupaciones, comprende su debilidad y la necesidad de
poner su confianza, no en sí mismo, sino en Dios.
Este
hombre, todavía en pecado mortal, puede conservar la fe cristiana
y la esperanza, que subsisten en nosotros aun después de perder la caridad,
mientras nuestro pecado no haya sido de incredulidad, presunción o
desesperación. En semejante caso, la conversación íntima que este hombre
sostiene consigo mismo es a veces esclarecida por la luz sobrenatural de la fe;
medita algunas veces en la vida eterna y aspira a ella, aunque con débil deseo.
Y es a veces empujado por una inspiración especial a entrar en una iglesia para
orar.
Si este hombre, en fin, tiene al menos atrición de sus pecados
y recibe la absolución, vuelve al estado de gracia y a la caridad, al amor de
Dios y del prójimo. Muy pronto, en la soledad de sus pensamientos, su
conversación consigo mismo cambia; comienza a amarse santamente, no por sí (Cf. SANTO TOMÁS, II, II, q. 25, a. 7: Utrum
peccatores seipsos diligant. "Mali non recte cognoscentes seipsos, non
vere diligunt seipsos; sed diligunt id quod seipsos reputant. Boni autem vere
cognoscentes seipsos, vere seipsos diligunt... quantum ad interiorem hominem.
.. et delectabiliter ad cor proprium redeunt... E contrario mali non volunt conservati in integritate
interioris hominis, neque
appetunt
ei spiritualia bona; neque ad hoc operantur; neque de la et e. bile est eis secum
convivere, redeundo ad cor, quia inveniunt ibi mala et praesentia et practerita
et futura, neque etiam sibi ipsis concordant propter conscientiam remordentem."
mismo sino por Dios, y lo mismo a los suyos, y a comprender que debe perdonar a
sus enemigos y aun amarles y desearles la vida eterna como la desea para sí.
Pero sin embargo, acaece muchas veces que esa conversación íntima
del hombre en estado de gracia persiste en su egoísmo, en el amor propio, en la
sensualidad y en el orgullo. Estas faltas no son mortales en él,
sino veniales; pero si son reiteradas la inclinan a caer en el pecado mortal,
es decir a volver a la muerte espiritual. En tal caso, comienza el hombre
nuevamente a huir de sí mismo, porque encuentra en sí, no la vida, sino la
muerte; y en lugar de hacer seria reflexión sobre esta desgracia, sucede a
veces que se adentra más y más en la muerte, entregándose a los placeres, a la
sensualidad y al orgullo.
Eso no
obstante, en los momentos de soledad, la conversación íntima vuelve a
reanudarse, como en prueba de que no puede ser interrumpida. Querría acabar con
ella, pero no le es dado conseguirlo. Es que en el fondo de su alma persiste un
afán incoercible, al cual es preciso dar satisfacción.
Pero
ese afán y ese deseo sólo Dios puede llenarlos, y le será preciso entrar de
lleno en el camino que conduce a él.
Tiene
el alma necesidad de conversar con alguien que no sea ella. ¿Por qué? Porque
ella no es su propio fin último.
Porque
su fin no es otro que Dios vivo y sólo en él puede encontrar su descanso. Como dice San Agustín, (Inquiequietum est cor nostrum,
Domine, donec requiescat in te" (1). (Nuestro corazón está inquieto,
señor, hasta que no descanse en ti)
La
vida interior es justamente una elevación y una transformación de la
conversación íntima de cada cual consigo mismo, desde el momento que hay en
ella tendencia a convertirse en conversación con Dios.
Ésta
es la prueba de la existencia de Dios por el deseo natural de la felicidad;
felicidad verdadera y perdurable, que sólo puede encontrarse en el Soberano
Bien, siquiera imperfectamente conocido y amado sobre todas las cosas, más que
nosotros mismos. En otro lugar desarrollamos esta prueba. Cf. La Providencia y
la confianza en Dios, pp. 50-64.
San
Pablo dice (I Cor., n, 11)-."¿Quién de entre los hombres conoce lo que pasa en su
interior, sino el espíritu del mismo hombre que está dentro de cada uno?
De igual manera, nadie
conoce lo que sucede en Dios, sino el mismo Espíritu de Dios."
Pero
el Espíritu de Dios manifiesta progresivamente a las almas de buena voluntad lo
que Dios desea de ellas, y las gracias que quiere otorgarles. Ojalá fuéramos
dignos de recibir con docilidad todo lo que Dios nos quiere dar. Dice el Señor
a los que le buscan:"Tú no andarías tras de mí si no me hubieras ya
encontrado." Esta gradual manifestación de Dios al alma que le
busca, no carece de lucha; ya que esa alma tiene que desprenderse de las
ligaduras que son la consecuencia del pecado, haciendo desaparecer poco a poco
lo que San Pablo llama "el hombre viejo",
para cambiarlo por el "hombre interior".
Este
santo escribe a los romanos (vu, 21): "Esta ley encuentro en mí: cuando quiero practicar el
bien, el mal está a mi lado. Hallo placer en la ley de Dios según el hombre interior;
pero veo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi espíritu."
Lo que
San Pablo llama "el hombre interior", es lo que hay de más elevado en
nosotros; la razón esclarecida por la fe y la voluntad, que deben dominar la
sensibilidad, común al hombre y al animal.
Añade
San Pablo: "No perdamos el ánimo; pues a medida que el hombre
exterior se extingue en nosotros, el hombre interior se va renovando de día en
día." Su juventud espiritual se renueva continuamente, como la
del águila, con las gracias que cada día recibe. Tanto que el sacerdote, al
subir al altar, puede decir, cada mañana, aunque tenga noventa años:
"Subiré al altar de Dios, al Dios que regocija mi juventud.
Jntroibo ad altare Dei, ad Deum qui l¿etificat
juventutem
mearn
(S. XLII, 4).
San
Pablo insiste (Col., ni, 9): "No os engañéis los unos a los otros, ya que os
despojasteis del hombre viejo con sus obras y os revestisteis del hombre nuevo
que, renovándose sin cesar, a imagen de aquel que lo creó, alcanza el
conocimiento perfecto. En esta renovación, ya no hay griego, ni judío... ni
bárbaro, ni esclavo, ni hombre libre; sino que Cristo está todo en todos."
El hombre interior se sin cesar, a imagen de Dios que no envejece. La vida de Dios está sobre lo pasado, lo presente y lo porvenir; sólo está
medida por el único instante de la inmoble eternidad.
De
igual manera Jesucristo resucitado no muere ya y permanece en una eterna juventud; y nos
vivifica con sus gracias siempre renovadas, para asemejarnos a Él.
A los
Efesios (in, 14) escribe igualmente San Pablo: "Doblo la rodilla delante del Padre
(Dios), a fin de que os conceda, según los tesoros de su gloria, el que seáis
fuertemente fortificados por su espíritu en vuestro hombre interior; y que
Cristo habite en vuestros corazones por la fe, de suerte que, enraizados y
fortificados en la caridad, seáis hechos capaces de comprender con todos los
santos la largura, la anchura, la profundidad y la altura, y aun de conocer la
caridad de Cristo, que sobrepasa a todo conocimiento, de modo que quedéis llenos de la plenitud de
Dios."
Ésta
es la vida interior en toda su profundidad; la que constantemente aspira a la
contemplación de los misterios de Dios y de ellos se nutre en una unión cada
día más íntima con Él. Ahora bien, esto está escrito no solamente para las almas
privilegiadas, sino para todos los cristianos de Éfeso, como asimismo para los
de Corinto.
Y San
Pablo añade: "Renovaos
en vuestro espíritu y en vuestros pensamientos y aprended a vestiros del hombre
nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas. . .
Id adelante en la caridad, a
ejemplo de Cristo, que nos amó y se ofreció a Dios por nosotros, en sacrificio
y oblación de suave olor." (Efes.,
IV, 23; v, 2.)
Esclarecidos
por estas palabras inspiradas, que recuerdan lo que Jesús, en las
Bienaventuranzas, nos prometió y lo que nos donó al morir por nosotros, podemos
definir la vida interior:
Es
una vida sobrenatural que, por un verdadero espíritu de abnegación y de
oración, hace que aspiremos a la unión con Dios y nos conduce a ella.
Esa
vida comprende una fase en la que domina la purificación; otra, de iluminación
progresiva, en vista a la unión con Dios, como lo enseña toda la tradición, que
ha distinguido así la vía purgativa o purificativa
de los incipientes, la vía iluminativa de los
adelantados y la vía unitiva de los perfectos.
La
vida interior pasa así a ser, cada vez más, una conversación con Dios, en la
que poco a poco, el hombre se desprende del egoísmo, del amor propio, de la
sensualidad, del orgullo; y en la que, por la frecuente oración, pide al Señor las
gracias siempre renovadas de que se ve necesitado (x).
De
esta suerte, comienza el hombre a conocer experimentalmente no ya sólo la parte
inferior de sí mismo, sino la porción más elevada. Sobre todo comienza a
conocer a Dios de una manera vital; a tener experiencia de las cosas de Dios.
Poco a
poco el pensamiento de nuestro propio yo, hacia el cual hacemos convergir todas
las cosas, cede el lugar al pensamiento habitual de Dios. Y del mismo modo el
amor egoísta de nosotros mismos y de lo que hay en nosotros de menos noble, se
transforma progresivamente en amor de Dios y de las almas en Dios. La
conversación interior cambia, tanto que San Pablo pudo decir: "Nostra
autem conversatio in coelis est. Nuestra conversación es ya en el cielo,
nuestra verdadera patria." (Filip., m, 20) Santo Tomás insistió sobre esta
cuestión (2).
El
autor de la Imitación, ya desde el capítulo primero, enseña con gran precisión
en qué consiste la vida interior, con estas palabras:
"La doctrina de Jesucristo es
superior a la de todos los santos; y el que poseyera su espíritu hallaría en
ella maná escondido. Pero sucede que muchos, aunque a menudo oigan el
Evangelio, se enfervorizan poco, porque no tienen el espíritu de Cristo. El que
deseare, pues, entender con perfección y complacencia las palabras de Cristo,
procure conformar con él toda su vida."
(2 )
Particularmente en dos importantes capítulos de Contra Gentes, 1. IV, c. xxi,
xxii, sobre los efectos y las señales de la morada en nosotros de la SS.
Trinidad. Dice al principio del c. XXII: "Hoc videtur esse amicitiae
maxime proprium simul conversari ad amicum. Conversatio autem hominis ad Deum est per
contemplationem ipsius, sicut et apostolus dicebat (Philip. III, 20): Nostra
conversatio in caelis est. Quia igitur Spirítus Sanctus nos amatores Dei facit,
consequens «quod per Spiritum Sanctum Dei contemplatores constituamur; unde
Apostolus dicit, II Cor., iii, 18, Nos autem omnes revelata facie
Sjortam Dei speculantes, in eamdem imaginem
transformamur a claritatem tanquam a Domini Spiritu."
Quienes
meditaren esos dos capítulos, podrán darse cuenta de si, Santo Tomás, la
contemplación infusa de los misterios de la fe, está o no en la vía normal de
la santidad.
La
vida interior es pues, sobre todo, en un alma en estado de gracia, vida de
humildad, de abnegación, de fe, de esperanza y de caridad, con la paz que procura la subordinación progresiva de
nuestros sentimientos y de nuestra voluntad al amor de Dios que será el objeto
de nuestra beatitud.
Para
llevar vida interior no basta, pues, prodigarse mucho en el apostolado
exterior; tampoco bastaría poseer una gran cultura teológica. Ni siquiera es
esto necesario. Un principiante generoso, que posea verdadero espíritu de
abnegación y de oración, posee ya verdadera vida interior que debe desarrollarse
más y más.
En
esta conversación interior con Dios, que tiende a hacerse continua, el alma
habla mediante la oración, oratio, que es la palabra por excelencia, la que
existiría si Dios no hubiera creado sino una sola alma o un ángel solo; esta
criatura dotada de inteligencia y de amor, hablaría así con su Creador. La oración es ya de súplica, ya de adoración y de acción de gracias;
pero siempre es una elevación del alma hacia Dios. Y Dios responde
recordándonos las cosas que nos enseñó en el Evangelio y que nos son útiles
para la santificación del momento presente. ¿No dijo Nuestro Señor: "El Espíritu
Santo que mi Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os
recordará lo que yo os he enseñado" (Joan., xiv, 26.)
El
hombre va haciéndose así cada vez más hijo de Dios, conoce con mayor claridad
que Dios es su Padre y va como aniñándose más y más en su
presencia. Comprende lo que quería decir Jesús a Nicodemus; que es
preciso volver al seno del Padre para nacer de nuevo espiritualmente y cada vez
más íntimamente, con aquel nacimiento espiritual que es una similitud, remota
desde luego, del nacimiento eterno del Verbo (1). Los santos siguen realmente
este camino, y así entre sus almas y Dios se establece esa conversación que, C1)
San Francisco de Sales nota en algún lugar que, a medida que el hombre va
creciendo, cada vez se basta más y depende menos de su madre, que apenas le es
necesaria desde que llega a la edad adulta, por el contrario, el hombre
interior, a medida que va creciendo, va teniendo más clara conciencia de su
divina filiación, que le hace hijo de Dios, y cada vez se hace más niño en su
presencia, hasta volver, por decirlo así, al seno divino; en él permanecen
eternamente los bienaventurados.
Por
decirlo así, nunca se interrumpe. Por eso, de Santo Domingo se decía que no
sabía hablar sino de Dios o con Dios; por eso era siempre muy caritativo con
los hombres, y al mismo tiempo prudente, justo y fuerte.
Esta
conversación con Dios se establece por la influencia de Cristo mediador, como
lo canta repetidas veces la liturgia, y particularmente el himno Jesu dulcís
memoria, que es una espléndida expresión de la vida interior del cristiano: Oh Jesús, esperanza
de los penitentes: ¡Qué tierno eres para los que te imploran! ¡Qué bueno para
los que te buscan! ¡Qué no serás para los que te han encontrado! Ni la lengua
puede decir, ni la escritura expresar lo que es amar al Salvador; sólo puede
creerlo el que lo ha experimentado.
Seamos
del número de aquellos que le buscan y a quienes se ha dicho: "Tú no me buscarías, si no me hubieras encontrado ya."
Jesu,
spes poenitentibus,
Quam
plus es petentibus!
Quam
bonus te qucerentibus!
Sed
quid invenientibus!
Nec
lingua valet dicere,
Nec littera
exprimere,
Expertus
potest credere
Quid
sit Jesum diligere.
penitentes:
(¡Qué
tierno eres para los que te
imploran!
¡qué bueno para los que te
buscan!
¡Qué
no serás para los que te han
encontrado!
Ni la
lengua puede decir,
ni la
escritura expresar
lo que
es amar al Salvador;
sólo
puede creerlo el que lo ha experimentado.)
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