XIII. LAS TRES HIPÓSTASÍS DIVINAS. SENTÍDO DE SUS NOMBRES.
absorbido
en la unidad necesaria de ía segunda, la de la producción actual, en que el
producente se distingue actu de su producto, lo engendra efectivamente.
Pero
queda probado que, no admitiendo otra causa secundaria o participante que
hubiera alterado la pureza de la acción productora, el producto inmediato del
ser absoluto es necesariamente ía reproducción totalmente adecuada de la causa
primera. De modo que el proceso eterno de la vida divina no puede detenerse en
el segundo término, en la diferenciación o desdoblamiento del ser absoluto como
productor y como producido.
Su
igualdad y la identidad de su sustancia
hacen que la manifestación de su diferencia actual y relativa (en el acto de la
generación) termine, necesariamente, en una nueva manifestación de su unidad.
Y esta
unidad primordial, en que la causa absoluta encierra y absorbe en sí a su
efecto. Puesto que éste es actualmente manifestado y resulta ser igual al
producente, ambos deben entrar, necesariamente, en relación de reciprocidad.
Como tal reciprocidad no existe en el acto de la generación (en el cual el que
engendra no es engendrado y viceversa), exige necesariamente un nuevo acto,
determinado a la vez por la causa primera y por su producto consustancial. Y
puesto que se trata de una relación esencial al Ser divino, ese nueno acto no
puede ser un accidente o estado pasajero, sino que está de toda eternidad, fijo
o hipostasiado en un tercer sujeto que procede de los dos primeros y representa
su unidad actual y viva en la misma sustancia absoluta.
Después
de estas explicaciones, fácil será ver que los nombres Padre, Hijo y Espíritu,
dados a las tres hopóstasis del ser absoluto, lejos de ser metáforas,
encuentran en la Trinidad divina aplicación propia y completa, al paso que en
el orden natural dichos términos no pueden ser empleados más que imperfecta y
aproximadamente.
En
cuanto a los dos primeros, ante todo, cuando decimos Padre e hijo no queremos
significar con ello otra idea que la de una relación de entera intimidad entre
dos hipóstasis de la misma naturaleza, esencialmente iguales entre sí, pero de
las cuales la primera da únicamente la existencia a la segunda y no la recibe
de ella, y la segunda recibe únicamente su existencia de la primera y no se la
da. El padre, en cuanto padre, no se distingue del hijo sino en que lo ha
producido, y el hijo, en cuanto hijo, no se distingue
del padre sino en que es producido por él.
Esto
es todo lo que está contenido en la idea de la paternidad como tal. Pero es
evidente que esta idea determinada, tan clara y distinta, no puede ser aplicada
en su pureza y totalidad a ninguna especie de ios seres creados que conocemos.
No en su totalidad, puesto que en el orden natural el padre no es más que causa
parcial de la existencia de su hijo, y el hijo recibe sólo en parte su
existencia del padre. No en su pureza, puesto que, aparte de la distinción
específica de haber dado y no haber recibido la existencia, hay entre los
padres y los hijos, en el orden natural, diferencias individuales innumerables,
por entero extrañas a ¡a idea misma de paternidad y filiación. Para encontrar
la Verdadera aplicación de esta idea hay que remontarse hasta el Ser absoluto.
En El hemos visto la relación de paternidad y de filiación en su pureza, porque
el Padre es la sola y única causa del Hijo. En él hemos visto la relación en su
totalidad, porque el Padre da toda la existencia al Hijo, y el Hijo no tiene en
sí nada más que lo que recibe del Padre. Entre ellos hay distinción absoluta en
cuanto al acto de existir y unidad absoluta en todo lo demás. Siendo dos,
pueden unirse en una relación actual y producir juntos otra manifestación de la
sustancia absoluta. Pero como esta sustancia les pertenece en común y
exclusivamente, el producto de su acción recíproca no puede ser más que la
afirmación explícita de la unidad que surge victoriosamente de su diferencia
actual.
Como
la unidad sintética del Padre y del Hijo, manifestados como tales, no puede ser
representada por el Padre como tal ni por el Hijo como tal, debe necesariamente
expresarse en una tercera hipóstasis, a la cual conviene perfectamente el
nombre de Espíritu bajo dos aspectos. Primeramente el ser divino, en esta
tercer hipóstasis, por su desdoblamiento interior (en el acto de la generación)
llega a la manifestación dé su unidad absoluta, vuelve a sí, se afirma
verdaderamente infinito, se posee y goza de sí mismo en la plenitud de su
conciencia. Y este es el carácter específico del espíritu, en su sentido
interior, metafísico y psicológico, en cuanto se lo distingue del alma, de la
inteligencia, etc. Y, por otra parte, al alcanzar la divinidad su cumplimiento
interior en la tercer hipóstasís, es en ésta particularmente en la que Dios
posee la libertad de obrar fuera de sí mismo y de poner en movimiento un medio
exterior. Pero, precisamente, es la libertad perfecta de acción o de movimiento
lo que caracteriza ai espíritu en el sentido exterior o físico de 3a palabra
pneuma, spiritus, es decir, soplo, respiración.
Y
puesto que en ningún ser creado podría hallarse tal posesión perfecta de sí
mismo, ni tal libertad absoluta de acción exterior, se puede afirmar, con pleno
derecho, que ningún ser del orden natural es espíritu en el sentido pleno de la
palabra y que el único espíritu, propiamente dicho, es el de Dios : el Espíritu
Santo.
Si es
indispensable admitir tres modos hipostasiados en el desarrollo interior de la
vida divina, es imposible admitir más. Tomando como punto de partida la
plenitud de la existencia que es necesariamente propia de Dios, debemos decir
que no basta a Dios existir simplemente en sí, sino que le es necesario
mamanifestar para sí dicha existencia, y que tampoco esto basta si El no goza
de esa existencia manifestada, afirmando su identidad absoluta, su unidad
inalterable que triunfa en el acto mismo del desdoblamiento interior. Pero,
dada esta última afirmación, este gozo perfecto de su ser absoluto, el
desarrollo inmanente de la vida divina queda cumplido. Poseer su existencia
como acto puro en sí, manifestarla para sí en una acción absoluta y gozarla
perfectamente, es todo cuanto Dios puede hacer sin salir de su interior.
Si El
hace algo más ya no será en el dominio de su vida inmanente, sino fuera de sí,
en un sujeto que no es Dios.
Antes
de considerar este nuevo sujeto, nótese bíen que el desarrollo trinitario de la
vida, fijado eternamente en las tres hípóstasis, lejos de alterar la unidad del
ser absoluto o la Monarquía suprema, no es más que su expresión completa, y
esto por dos razones esenciales. En primer lugar, la monarquía divina es
expresada por la unidad indivisible y el lazo indisoluble entre las tres
hipóstasis, que en modo alguno existen separadamente. No sólo el Padre no es
sin el Hijo y el Espíritu, así como el Hijo no es sin el Padre y el Espíritu,
ni éste sin los dos primeros; sino que además debe admitirse que el Padre no es
Padre-, o primer principio, sino en cuanto engendra al Hijo y es, con éste,
causa de la procesión .del Espíritu Santo.
En
general, el Padre no es hipóstasis distinta, y especialmente primera
hipóstasis, sino en la relación trinitaria y en virtud de esta relación. El no
podría ser causa absoluta si no tuviera su efecto absoluto en el Hijo y si no
volviera a encontrar en el Espíritu la unidad recíproca y sintética de la causa
y el efecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario