El
Socialista Arrepentido.
Allá,
hacia fines de julio de 1926, los habitantes de la pequeña población de Mómax,
en el Estado de Zacatecas, fueron testigos de un espectáculo extraño y
conmovedor.
Benjamín
Díaz, uno de los vecinos, conocido por todos como un hombre irascible, audaz y
pendenciero, y de más a más ardiente partidario del socialismo, nombre con que
entonces se designaba al ahora comunismo, caminaba penosamente de rodillas por
la calle que desde su casa iba a la iglesia del pueblo. La distancia no es
corta, y el piso malo, así que, ya cerca del templo, las rodillas de Díaz
sangraban, e iban dejando una huella roja tras de sí. —Pero ¿qué haces? —le
preguntó una vecina conocida.
— ¡Penitencia!
. . .
—Todos
tenemos que hacerla —continuó la buena mujer—; pero tanto, no es necesario. Lo
principal es el arrepentimiento del corazón. . .
—Sí;
eso me dijo el Padre, con quien me confesé. . . Pero es que yo tengo que pagar
a Dios más que los otros. . . porque ya sabe usted lo que era.
Y en
efecto, Benjamín era uno de esos pobrecillos obreros, entre tantos como hay aún
ahora en México, que engañados por las falsas promesas de los líderes
comunistas, había tragado el anzuelo, y ayudado por su violento carácter, se
había hecho un verdadero demagogo, engañador de otros, enemigo del orden
cristiano y trastornador de la sociedad.
Pero
las noticias que comenzaban a llegar al rinconcito zacatecano, acerca de la
persecución socialista, contra los católicos de toda la República, y de las
infamias que contra ellos se cometían por todas partes, le irritaron sobre
manera, y la gracia de Dios que lo quería para mártir de su fe, le tocó aquel
corazón, que en medio de todos sus desvíos, era bueno y generoso.
Cayó
en la cuenta de que el famoso socialismo, lejos de procurar el bien de los
pueblos donde se impone, los lleva a la ruina y al desorden, a la discordia
entre los ciudadanos y a la mayor miseria de los humildes proletarios, y se
arrepintió de veras de haber militado en aquellas filas de los enemigos de
Dios. Se fue a confesar con el párroco, y no contento con la pequeña
penitencia, que le impuso, se decidió a hacerla públicamente, del modo dicho,
para contrarrestar de algún modo el mal que con sus prédicas e intemperancias,
había causado entre los vecinos.
Los
habitantes de Mómax siempre se distinguieron por su católica piedad, y entre
ellos había una familia excelente, la de Don Manuel Campos, que tenía varios
hijos ya varones y trabajadores. Don Manuel era un modelo, no diré ya de simple
piedad, sino de santidad. Dios le había enviado muchas pruebas y sufrimientos,
y siempre las recibía con gran conformidad y aun con verdadera alegría,
fortaleciéndose en las continuas conversaciones, con Aquel a quien llamaba el
único verdadero amigo, Jesús Sacramentado.
En una
carta que se conserva de él, decía a uno de sus hijos mayores: "Puedo decir
que no se pasa un día sin que tenga una mortificación grave" y continuaba:
"Bendito sea Dios, que con esto me ha dado a
entender que soy su hijo, y no se olvida de mí, pues es un buen Cireneo y me
ayuda con la cruz; muchas veces casi El solo la lleva, porque yo se la dejo. .
. Tienes razón, hijito mío, tienes razón. Dios me quiere humilde. . . Dios me
quiere humillado”. . .
Los
hijos, y en especial el mayor Rafael Campos, no le iban en zaga, naturalmente;
con ese ejemplo vivo del jefe de su familia, los muchachos eran unos cristianos
a carta cabal.
El 22
de agosto de 1926 corrió la voz en el pueblo de que los soldados callistas se
dirigían a Mómax con el objeto de cerrar la iglesia. Cundió la alarma y
Benjamín Díaz se llegó a Don Manuel Campos, para deliberar con él la actitud
que debían tomar en tal caso, y entrambos resolvieron convocar a los
principales vecinos para tratar el asunto.
Reuniéronse,
pues, los católicos jefes de familia, y tuvieron la mala suerte de elegir como
presidente de la junta, a un falso convertido socialista, quien obediente a la
táctica, ya ahora muy conocida, de los señores comunistas, se había vestido con
piel de oveja para entrar en el redil católico y poder así sorprender y espiar
las palabras y determinaciones de los fieles, en días de tantas preocupaciones
y angustias.
Nombráronse
en la junta diez personas connotadas, para que en llegando la tropa de los
perseguidores, se presentaran al jefe y le pidieran cortésmente no llevara a
cabo tales violaciones a la libertad religiosa; ya que habían obligado al
sacerdote a salir de la población, para evitar que Mómax fuera teatro de un
trágico derramamiento de sangre de un ministro de Dios, como ciertamente lo
hubiera sido si el sacerdote hubiera permanecido entre ellos. Y que si aun a
pesar de esto, no accedieran a sus ruegos, entonces todos los vecinos se
reunirían, para impedir aun por la fuerza la profanación de su iglesia; estando
dispuestos todos a que los esbirros pasaran sobre sus cadáveres, antes de que
consumaran el sacrílego atentado.
Terminada
la junta, Don Manuel se levantó y pidió la palabra: "Señores, dijo, ya
sabemos que aun en nuestro católico pueblo, hay algunos individuos, que son
enemigos de nuestra religión, y ocupan los puestos de la autoridad municipal, y
pudieran saber lo que hemos determinado. Mañana o pasado vendrán las fuerzas
del gobierno, y éstos podrían denunciarnos e impedir nuestra acción aun antes
de reunimos. Yo estoy dispuesto a todo, siempre que se trate de defender los
derechos de Dios. Y vosotros ¿estáis conformes en que caiga la maldición del
cielo, sobre quien de los presentes
revele lo que hemos tratado en esta junta?" Todos a una voz contestaron:
¡Sí,
que caiga! Entonces gritad: "¡Viva Cristo Rey!" — ¡Viva! respondieron
con entusiasmo. "
¡Viva
la Virgen de Guadalupe!", exclamación que contestaron con igual fervor.
Pero
quién hubiera pensado que nada menos que el elegido presidente de aquella
asamblea, había de ser el traidor, que se apresuró a enviar un propio, al jefe
de las armas, para advertirle, perjuro y calumniador, que apresurara su entrada
a Mómax, porque los vecinos se preparaban, rebeldes y fanáticos, a resistir a
los soldados.
Ni
tardo ni perezoso, el militar entró con sus subordinados aquella misma tarde,
cuando ya caían las sombras de la noche en Mómax, y sin miramiento alguno comenzó
a arrestar a cuanto varón encontraban por las calles, llevándolos al
cementerio, donde pronto estaba reunida una multitud.
El coronel
de la pequeña tropa comenzó a interrogarlos y pronto se dio cuenta de que no
había tales conatos de rebelión, como le había anunciado el traidor. Pero traía
órdenes del jefe de las armas de Zacatecas, el tristemente célebre general
Eulogio Ortiz, y entre injurias e imprecaciones propuso a los católicos que se
separaran de la Iglesia Católica, y se adhirieran al gobierno (acaso al
ridículo cisma del Patriarca Pérez) o en caso contrario serían fusilados.
Levantóse
entonces la voz serena y viril de Díaz: "Nosotros no podemos desobedecer a
los sacerdotes, que no son lo que dice usted; obedeceremos al gobierno en todo
lo que mande, siempre que no ataque los derechos de la religión, ni intente
apartarnos de ella por medio de sus leyes inicuas contra la Iglesia Católica,
Apostólica Romana".
El
coronel, por toda respuesta mandó que le dieran una tanda de latigazos, al
valiente que así se expresaba. Pero como todos los vecinos aprobaron lo dicho
por Díaz, perplejo, porque no podía fusilar a todo un pueblo, consultó
inmediatamente al general Ortiz, por teléfono, preguntándole qué hacía. Y éste
le dio orden de que fusilara a los principales, y diera libertad a los otros,
después de haberlos hecho azotar duramente, y que por supuesto se apoderara de
la iglesia.
Vuelve,
pues, el coronel, a repetir sus instancias de apostasía, a las que con toda
entereza todo el pueblo responde con la misma resolución que no abandonarán la
causa de Jesucristo; y entonces da la orden a unos esbirros de que vayan
apartando a uno por uno de los circunstantes, y que después de azotarlos
vergonzosamente, los dejen irse a sus casas.
"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia y
virtud", se decían aquellos
católicos y reprimiendo los deseos de devolver a sus verdugos la ignominia,
sufrieron con valor y paciencia, por Jesucristo, aquellos azotes injustos.
¡Especie
de martirio colectivo, semejante, si no idéntico a los que nos refieren las actas de los mártires de la
Iglesia primitiva! Mas a Don Manuel Campos, su hijo Rafael, y Benjamín Díaz,
manda el coronel los adentren en el cementerio, pues señalados por el traidor
como los principales de la junta, los va a fusilar.
Entre
empellones y golpes de toda especie, los llevan hasta el muro posterior del
camposanto. Díaz, ignominiosamente golpeado en el rostro por el esbirro, le
dice: "Porque sé cuál es el motivo, porque me golpea usted, granuja, por
eso lo permito ..." ¡La gracia de Dios había trocado al feroz socialista
de otros tiempos, en manso cordero, que procuraba imitar a Jesucristo en el
camino del patíbulo!
Y
todavía, el coronel antes de dar la orden de muerte, se dirige a él y le
propone librarlo de la muerte, si le promete volver de nuevo al socialismo.
"He prometido a Dios, que no volvería a hacerlo, y no tengo más
que una palabra. Haga usted lo que quiera".
Don
Manuel Campos pide autorización para decir una última palabra, antes de morir,
y concedida, con toda la fuerza de sus pulmones lanza el grito sagrado, que
escapaba de los labios de todos nuestros mártires en sus últimos momentos de vida:
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Grito sublime que corean sus
dos compañeros. . .!
El
coronel, en el colmo de su ira, ordena: ¡Fuego! Y los dos fervorosos católicos,
Don Manuel y su hijo Rafael, y el pecador arrepentido, caen bañados en su
sangre. . . ¡por la causa de Jesucristo! Otro de los hijos de Don Manuel
escribía poco después a un hermano suyo, que no vivía en Mómax: "Hoy
prepárate para el mayor consuelo posible: ¡nuestro santo padre fue un mártir!
¡Alégrate santamente, hermano mío, en el Señor!"
Y el
señor Obispo de San Luis Potosí, S. E. D. Miguel de la Mora, escribía a un
miembro de aquella familia, a quien distinguía con su amistad:
"Supongo
que ya sabe la terrible noticia, y cumplo con el deber de amistad de darle el
pésame; pero quisiera felicitarle. Su padre fue verdadero mártir.
. .
Encomendaré mucho a su padre y hermano, pero crea que no lo necesitan; y pido a
Dios que usted se alegre por llevar en sus venas sangre de mártir”. . .
¿Fue
aquello una profecía?... El hecho es que también, este joven hijo de Don Manuel
Campos, algunos meses después, fue capturado por el único delito de ser
católico, llevado a Mómax, y fusilado sobre la misma tumba de su padre mártir.
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