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sábado, 11 de febrero de 2017

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL




Simón Pedro, como Pastor y Doctor supremo de la Iglesia Universal, a quien Dios asiste y que habla por todos, es el testigo fiel y el explicador infalible de la verdad divino-humana. En esta calidad es la base inmobible de la casa de Dios y el llavero del Reino celestial.
El mismo Simón Pedro, como persona privada que habla y obra por sus fuerzas naturales y por su entendimiento puramente humano, puede decir y hacer cosas indignas y hasta satánicas. Pero los defectos y pecados personales son transitorios al paso que la función social del monarca eclesiástico es permanente.
“Satanás» y el “escándalo» han pasado, pero Pedro ha quedado.

IV. LA IGLESIA COMO SOCIEDAD UNIVERSAL EL PRINCIPIO
DEL AMOR.

Como son las ideas y las instituciones lo que determina la existencia de toda sociedad humana, el bienestar y el progreso social dependen principalmente de la verdad de las ideas que dominan en la sociedad y del buen orden que reine en su gobierno. En cuanto sociedad directamente querida y fundada por Dios, la Iglesia" debe poseer en grado eminente ambas cualidades: las ideas religiosas que profesa deben ser infaliblemente verdaderas, y su constitución debe unir a la más grande estabilidad el más grande poder de acción en la dirección preestablecida.
La Iglesia es, ante todo, una sociedad establecida sobre la verdad. La verdad fundamental de la Iglesia es la unidad de lo divino y de lo humano, el Verbo hecho Carne, el Hijo del Hombre reconocido como Cristo, Hijo de Dios vivo. Bajo el aspecto puramente objetivo, la Iglesia es, por ende, Cristo mismo, la verdad encarnada. Pero, para estar realmente fundada sobre la verdad, la Iglesia debe estar reunida a esta verdad, en cuanto sociedad humana, de manera determinada. 
Puesto que la verdad no tiene existencia inmediatamente manifiesta y exteriormente obligatoria en este mundo de apariencias, el hombre sólo puede reunirse a ella mediante la fe que nos vincula a la sustancia interior de las cosas, y presenta a nuestro espíritu todo lo no exteriormente visible. Puédese, por consiguiente, afirmar, desde el punto de vista subjetivo, que la fe es lo que constituye la base o “piedra» dé la Iglesia. Pero, ¿qué fe? ¿La fe de quién? No basta el simple hecho de una fe subjetiva en tal o cual persona.
La más vigorosa y sincera fe privada puede ponernos en contacto no sólo con la sustancia invisible de la verdad y del soberano bien, sino también con la sustancia invisible del mal y de la mentira, cosa abundantemente probada por la historia de las religiones.
Para estar verdaderamente unido por la fe a su objeto deseable, la verdad absoluta, es necesario estar conforme con esa verdad.
La verdad del Hombre-Dios, es decir, la unidad perfecta y viva de lo absoluto y lo relativo, de lo infinito y de lo finito, del Creador y la criatura; esta verdad, por excelencia, no puede limitarse a un hecho histórico, sino que revela, por medio de este hecho, un principio universal que contiene todos los tesoros de la sabiduría y todo lo comprende en su unidad.
La verdad objetiva de la fe es universal, y el verdadero sujeto de la fe debe estar conforme con su objeto, de donde se sigue que el sujeto de la verdadera religión es necesariamente universal. La verdadera fe no puede pertenecer al hombre individual y aislado, sino a la Humanidad entera en su unidad, y el individuo sólo puede participar de ella como miembro vivo del cuerpo universal. Pero como la unidad real y viva del género humano no se da inmediatamente en el orden físico, debe ser creada en el orden moral. Los límites de la individualidad finita que se afirma como exclusiva, los límites del egoísmo natural, deben ser rotos por el amor para hacer al hombre conforme a Dios, que es amor. Pero un amor que debe transformar a las fracciones discordes del género humano en unidad real y viva (la Iglesia Universal), no puede ser un sentimiento vago, puramente subjetivo e impotente; necesita que se traduzca en una acción constante y determinada que procure realidad objetiva al sentimiento interior.
¿Cuál es, entonces, el objeto real de este amor activo? El amor natural, que tiene por objeto los seres que nos son más próximos, crea una unidad colectiva real: la familia. El amor natural más amplio, que tiene por objeto a las gentes del mismo país y de la misma lengua, crea una unidad colectiva más vasta y complicada, pero siempre real: la ciudad, el Estado, la nación (1). El amor que debe crear la unidad religiosa del género humano, o la Iglesia Universal, debe rebasar los límites de la nacionalidad y tener por objeto la totalidad de los seres humanos. Pero como el vínculo activo entre la totalidad del género humano y el individuo no tiene como base, en este último, un sentimiento natural análogo al que inspira la familia o ¡a patria, para el sujeto particular este vínculo redúcese por fuerza a la esencia puramente moral del amor, es decir, a la abdicación Ubre y consciente de la propia voluntad, del egoísmo individual familiar y nacional. 
El amor por la familia y el amor por la nación son, en primer término, hechos naturales que pueden producir en segundo término actos morales. El amor hacia la Iglesia es esencialmente un acto moral, el acto de someter la voluntad particular a la voluntad universal. Pero a ñn de que la voluntad universal no sea una ficción, es necesario que siempre se realice en un ser determinado. Y puesto que la voluntad de todos no es una unidad real, desde que todos no se hallan en inmediato acuerdo entre sí, se necesita un medio que los acuerde, a saber, una voluntad única que puede unificar a todas las demás. Es necesario que cada cual pueda, efectivamente, unirse al conjunto del género humano, manifestar positivamente su amor por la Iglesia, vinculando su voluntad a una voluntad  única no menos real y viva que la suya, pero al propio tiempo universal y a la que todas las demás voluntades deben también someterse. Pero no puede darse una voluntad sin alguien que quiera y que manifieste su querer, y dado que todos no son inmediatamente uno, es fuerza que nos unamos a todos en la persona de uno solo para poder participar de la verdadera fe universal.
Si cada hombre particular no puede (como tampoco la Humanidad entera en su estado natural de división) ser sujeto propio de la fe universal, necesita que esta fe sea manifestada por uno que represente la unidad de todos. Tomando esta fe verdaderamente universal como regla de fe propia, cada uno ejerce con ello un acto real de sumisión y de amor a la Iglesia, acto que lo configura a la verdad universal revelada a la Iglesia. Amando a todos en uno solo (puesto que no puede amárselos de otro modo), cada cual participa de la fe de todos determinada por la fe divinamente asistida de uno solo. 
Y este lazo permanente, esta unidad tan amplia y con todo tan firme, tan vivaz y con todo tan inmutable, hace de la Iglesia Universal un ser moral colectivo, una sociedad verdadera, mucho más vasta y complicada, pero no menos real que una nación o un Estado.
El amor por la Iglesia se manifiesta con una adhesión constante a su voluntad y a su pensamiento vivo representado por Job actos públicos del supremo jefe eclesiástico. Este amor, que en su origen sólo es un acto de moral pura, el cumplimiento de un deber por principio (la obediencia al imperativo categórico, para usar de la terminología kantiana) puede y debe convertirse en fuente de sentimientos y afectos no menos vigorosos que el amor filial o el patriotismo. Los que, a pesar de querer fundar la Iglesia en el amor, no ven la unidad eclesiástica más que en una tradición cristalizada y desde hace once siglos privada de todos los medios de expresarse realmente, deberían considerar que es imposible amar con amor vivo y activo a un recuerdo arqueológico, a un hecho distante que, como los siete concilios ecuménicos, es totalmente desconocido para las masas y que sólo a los eruditos interesa.
El sentido real del amor por la Iglesia no existe más que en aquellos que reconocen siempre a la Iglesia un representante vivo, padre común de los fieles, susceptible de ser amado como lo es un padre por su familia o el jefe del Estado en un país monárquico.
Es carácter formal de la verdad reducir a unidad armónica los múltiples elementos de lo real. No carece de este carácter la verdad por excelencia, la verdad del Hombre-Dios que abraza en su unidad absoluta toda la plenitud de la vida divina y humana. A Cristo, al Ser uno, centro de todos los seres, debe corresponder la Iglesia, colectividad que aspira a la unidad perfecta. 
Y en tanto no se realice dicha unidad interior y perfecta, en tanto la fe de cada uno no sea todavía en sí la fe de todos, en tanto la unidad de todos no se manifieste inmediatamente en cada uno, debe ella efectuarse -por intermedio de uno solo.
La verdad universal realizada perfectamente en uno sólo, Cristo, atrae a sí la fe de todos determinada infaliblemente por la voz de uno solo: el Papa. Fuera de esta unidad, como hemos visto, la opinión de la muchedumbre puede ser errónea y la misma fe de los elegidos queda indecisa. Pero ni una falsa opinión ni una fe vacilante, sino una fe infalible y determinada es la que, reuniendo el género humano a la verdad divina, constituye la base inmoble de la Iglesia Universal.
Esta base es la fe de Pedro, que vive en sus sucesores, fe que es personal para manifestarse a los hombres y que —mediante la asistencia divina— es sobrehumana para ser infalible.
Y —-no nos cansaremos de repetirlo— si se cree que tal centro de unidad permanente no es necesario, que se intente siquiera manifestar sin ¿la viviente unidad de la Iglesia Universal, que se intente producir sin él un acto eclesiástico que interese a la cristiandad entera, que se intente dar respuesta decisiva y autoritaria a una sola de las cuestiones que dividen las conciencias humanas. Pero, bien se ve que los actuales sucesores de los apóstoles en Constantinopla o Petersburgo imitan el silencio de los mismos apóstoles en Cesárea de Filipo... 
Resumamos en pocas palabras las reflexiones que preceden.
La Iglesia Universal está fundada sobre la verdad afirmada por la fe. Siendo una la verdad, la fe verdadera debe también serlo. Y como esta unidad de fe no existe actual e inmediatamente en la totalidad de los creyentes (puesto que no son todos unánimes en materia de religión), debe residir en la autoridad Je gal de un solo jefe, garantizada por la asistencia divina y aceitada por el amor y la confianza de todos los fieles.
He aquí la piedra sobre la cual Cristo fundó su iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
(1) Ni la habitación en una misma comarca ni la identidad del lenguaje bastan por sí mismas para producir la unidad de la patria. Esta es imposible sin el patriotismo, es decir, sin un amor especificado



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