La Pasión
del Señor
Estimados
lectores con mucha pena dejaremos de subir los artículos del ITE MISA EST.,
porque el autor de estos artículos, por causas de fuerza mayor ya no podrá
seguir con sus artículos. No puedo ocultar la emoción que estos me ocasionaron
y el fruto que produjo en todas vuestras almas y eso sea para mayor gloria de
Dios Nuestro Señor Jesucristo. No me pareció dejar ese lugar vacio y, después
de tanto cavilar, pensé en poner en su lugar, cuando menos hasta semana Santa,
LA PASION DE NUESTRO Señor JESUCRISTO escrita por el Padre Luis de la Palma místico
español de los tiempos de fray Luis de Granada. La diferencia entre los dos, al
tratar sobre este tema, es que el Padre la Palma es un místico realista porque
sin perder su sentido místico nos narra la pasión tal y como la haya visto uno
de nosotros. Hace Mucho tiempo, quien esto escribe, la leí y quede muy
reconfortado con el hermosos y a la vez trágico de la pasión de nuestro divino
Salvador, quiera Dios surta el mismo efecto en sus almas y ya para despedirme
de esta pequeña introducción, solo quisiera afirmar que solo saldrá los
domingos hasta semana Santa después si les gusto seguiremos subiendo sus
artículos al blog, pero como condición es si fue de vuestro agrado. Arturo
Vargas Meza Pbro.
PREÁMBULO
DESPUÉS DE LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO
La
Pasión y Muerte con que nuestro Rey y Salvador Jesucristo dio fin a su vida y
predicación en el mundo es la cosa más alta y divina que ha sucedido jamás
desde la creación. Vivió, padeció y murió para redimir a los hombres de sus
pecados y darles la gracia y la salvación eterna. Por cualquier parte que se
mire es así, por parte de la persona que padece o mirando la razón por la que
sufre es tan grande el misterio que nada igual puede ya suceder hasta el fin
del mundo.
Para
mayor claridad, me parece conveniente exponer antes de un modo breve el motivo
por el que los pontífices y fariseos determinaron en consejo dar una muerte tan
humillante a un Señor que, aunque no se quisiera ver lo demás, fue, innegable
mente, un gran profeta y un gran bienhechor de su pueblo.
Fue
tan evidente y se divulgó de tal modo el milagro de la resurrección de Lázaro,
fue tanta su luz, que aquellos judíos acabaron por volverse ciegos del
todo.
Aunque «muchos creyeron», otros, movidos, por la envidia,
fueron a Jerusalén (Jn 11,46) para contar y murmurar de lo que en Betania había
sucedido. Por este motivo «se reunieron los pontífices y fariseos en consejo»,
y decidieron poner fin a la actuación del Señor porque, de no hacerla así,
«todos creerían en El», y los romanos podrían pensar que el pueblo se amotinaba
y se rebelaba contra ellos y, en represalia, «destruirían el Templo y la
ciudad».
Con este miedo, o quizá disimulando su envidia y su
odio hacia Jesús con falsas razonas de interés público, no encontraron otro
camino para atajar aquellos milagros que acabar con Él y, así, decidieron dar
muerte al Salvador. El Espíritu Santo movió a Caifás, por respeto a su oficio y
dignidad de sumo sacerdote, quien promulgó la resolución a que había llegado el
Consejo: «Es conveniente que muera un hombre solo para que
no sea aniquilada toda la nación». «y este dictamen
no lo dio él por cuenta propia, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó
que Cristo nuestro Señor había de morir por su pueblo; y no solamente por el
pueblo judío, sino también por reunir a las ovejas que estaban disgregadas» (v.
51) y llamar a la fe a los que estaban destinados a ser «hijos de Dios». Desde
este día estuvieron ya decididos a matarle; y como si fuera un enemigo público,
hicieron un llamamiento general diciendo que «todos los que sepan dónde está lo
digan, para que sea encarcelado» (v. 56) y se ejecute la sentencia.
Queda bien patente la maldad de estos llamados jueces,
porque primero dieron la sentencia, y sólo después hicieron el proceso. Dieron
la sentencia de muerte en este Consejo y el acusado estaba ausente, no le
tomaron declaración ni le oyeron en descargo del delito
que se le imputaba; y es que solamente les movía la envidia por los milagros
que el Señor hacía, y el miedo a perder su posición económica y su poder
político y religioso.
Después, en el proceso, aunque hubo acusadores y testigos,
y le preguntaron sobre «sus discípulos y su doctrina», todo fue un simulacro y
una comedia: forzaron las cosas de tal modo que coincidieran con la sentencia
tomada de antemano. Así suelen ser muchas veces nuestras decisiones: nacen de
una intención torcida, y luego intentamos acomodar la razón para que coincida con ella.
Al saber el Salvador esta sentencia y el tipo de orden
de encarcelamiento que los pontífices dieron contra Él para que cualquiera
tuviera obligación de acusarle, «se escondió, por la parte cercana al desierto,
en una Ciudad llamada Efrén, y allí se estuvo con los discípulos» (v. 54).
Quiso dar tiempo a que llegara el día señalado por su Padre Eterno; con esto
nos dio también ejemplo a nosotros de que es necesario prepararse antes de
morir. Estos días el Salvador pensaría en su muerte, ya tan cercana para Él.
SUS discípulos se entristecerían, y Él les hablaría del Cielo y les animaría a tener
fe.
Llegó el día señalado, y el Señor salió del desierto
y de Efrén hacia la Ciudad Santa, para padecer y morir en ella (Mt 20, 17). Y
caminaba con tanta prisa y decisión que «llevaba a todos la delantera», de modo
que los mismos discípulos «estaban admirados» de su comportamiento, porque
ellos tenían miedo (Mt. 10, 32).
Durante el viaje reunió a los doce y, en privado y a
solas, les hizo saber las injurias, la tortura y la muerte que le esperaban en
Jerusalén.
Poco después escuchó la petición de la madre de los
hijos de Zebedeo (Mt 20, 20), que pretendía para ellos los dos mejores puestos
en el reino de Dios.
Siguieron caminando y, al llegar a Jericó, dio la
vista a un Ciego que se lo pedía a gritos (Lc 18, 35). Entraron en la Ciudad y
fue a hospedarse a casa de Zaqueo (Le 19, 2), invitándose Él mismo; se dio a
conocer a aquel hombre que tanto deseaba conocerle y convidarle, y, con su
presencia, «trajo la salvación a toda aquella casa», pues Zaqueo, pecador y
jefe de publicanos, se convirtió. Al salir de Jericó le seguía mucha gente y,
como de paso, sanó a otros dos Ciegos que desde el borde del camino, al oír que
pasaba, le suplicaban a gritos que se compadeciese de ellos (Mt 20, 29). Mientras
iba a padecer y a morir, por cualquier lugar donde pasara hacía favores, se
compadecía de todos, dejaba señales y huellas de quien era.
Terminado su viaje, llegó a Betania «seis días antes
de la Pascua» (Jn 12, 1). El Señor solía hospedarse habitualmente en este
pueblo, donde tenía muchos conocidos y amigos; por otra parte, como era tan
reciente el milagro de la resurrección de Lázaro, todos deseaban convidarle y
agradecérselo; pero era sábado.
DEL DOMINGO DE RAMOS AL MIÉRCOLES SANTO
Al día siguiente, domingo, salió el Salvador de Betania
y fue a Jerusalén (v. 12), donde se le tributó aquel solemne recibimiento de
los ramos, y se le aclamó como hijo de David. Toda la gente «iba diciendo cómo resucitó
a Lázaro cuando estaba en la sepultura, y ésta fue la razón por la que salieron
a recibirle» (v. 17). Cerca ya de Jerusalén, «al ver la ciudad, lloró sobre
ella» (Le 19, 41), y anunció la destrucción que iba a sufrir como castigo, por
no saber a tiempo lo que de verdad le hubiera traído la paz.
Con el alboroto y ruido de esta entrada solemne del
Señor «toda la ciudad se puso en pie»; y se preguntaban unos a otros: « ¿Quién
es éste?» (Mt 21, 10). Jesús, que había sido aclamado como rey, entró en el Templo
y, como Rey de Misericordia, «curó a todos los ciegos y cojos que allí estaban»
(v. 14). También esto fue un nuevo motivo de disgusto e indignación por parte de
sacerdotes y escribas: le acusaban de que permitiera a los niños vitorearle
como hijo de David, de que no hiciera callar a los que creían en Él y le
llamaban rey de Israel. El Salvador no les hizo caso; les dijo que, aunque
callaran los hombres, «las mismas piedras hablarían» (Le 19, 40). El Señor oía
complacido las voces de los niños porque «de su boca saca Dios las alabanzas» Mt
21, 16). Después de toda esta fiesta, «como era ya tarde, mirándolos a todos» y
no habiendo nadie que le invitase a cenar ni a dormir, se volvió con sus
discípulos a Betania aquella noche.
Al día siguiente, lunes, salió el Señor de Betania
por la mañana para volver a Jerusalén. «Sintió hambre», y vio a lo lejos una
higuera junto al camino, toda verde y llena de hojas, se acercó «por si veía
algo que comen) y no encontró más que hojas. Entonces maldijo a la higuera:
«Que nunca más des fruto y nadie coma ya de ti» (Me 11, 14), Y los discípulos
lo oyeron. Llegó a la Ciudad, entró en el Templo, y «echó de allí a los que vendían
y compraban, y tiró las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores
de palomas», e impidió con gran energía «que cruzase nadie con ninguna cosa por
el Templo» (v. 16). No pudieron vencer la fuerza y majestad con que había
actuado, pero redoblaron su odio contra Él y «buscaban el modo de quitarle la
vida
porque estaban asustados de que tanta gente del pueblo
le siguiera, y escuchara su doctrina con admiración» (v. 18). «Al hacerse
tarde, salió de la Ciudad (v. 9) y fue al Monte de los Olivos» (Le 21,37), como
solía hacer por las noches. Luego fue a Betania, que está en la falda de este
monte.
• ••
«Al día siguiente por la mañana», martes, volvió a la
Ciudad. Pasó por el mismo camino de antes, y los discípulos vieron que la
higuera maldita se había secado (Me 11, 20). El Señor no maldijo la higuera en
un momento de ira ni tampoco lo hizo como castigo, «porque no era tiempo de
higos»; el Señor lo hizo simbolizando con; eso a la sinagoga judía, llena de
verdes hojas de apariencias y ceremonias, pero sin el fruto que esperaba de
ella el que la plantó; y era tiempo ya, y tenía obligación de llevar fruto, por
eso quedó maldita y seca para no dar fruto nunca jamás.
Llegó al Templo y le rodearon los escribas,
fariseos, sacerdotes y ancianos. Le hicieron preguntas y les respondió; lo que
había ocurrido con la higuera se lo aplicó a ellos, y les dio a entender que
iban a ser maldecidos por Dios (Mt 21 y 22). Luego, con mucha claridad, les reprendió
duramente por sus abusos y pecados (23).
y se despidió de ellos con unas palabras muy
tristes: «Vuestra casa quedará desierta», que es lo mismo que decir: vuestro
Templo se quedará muy pronto sin morador, porque Dios se irá de él, y, como toda
casa abandonada y vacía, se vendrá abajo. «Os digo de verdad, que no me veréis
ya más hasta que digáis: Bendito sea el que viene en nombre del Señor»: les
emplazó para el último día del juicio, donde, por grado o por fuerza, todos
reconocerán la divinidad de Jesucristo. Después los
dejó y se fue del Templo. Era el martes por la
tarde.
Quizá saliera del Templo indignado ante la dureza de
la gente de su pueblo; los discípulos, que habían estado presentes y oído todo,
«se acercaron» suavemente al Señor y «le enseñaban» e indicaban que mirase el imponente
edificio del Templo y su riqueza (Mt 24, 1).
El Salvador les respondió otra vez que sería
destruido, «y no quedará ni una piedra sobre otra». Siguieron caminando y, «sentados
en el Monte de los Olivos», de cara a la Ciudad y al Templo, «le volvieron a
preguntar sobre el tiempo en que todo eso iba a suceder, y también por las
señales de su última venida». El Salvador les habló del juicio final y de los
signos anunciadores de aquel día (Mt 24 y 25). Terminó su explicación diciendo:
«Dentro de dos días» me matarán en la cruz (Mt 26,2).
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