CON LA FRENTE HACIA EL
CÉSAR
Las deserciones frente a los tiranos no llevan a otra
parte que a robustecer el régimen que oprime y pesa, como fardo de piedra,
sobre las conciencias y las voluntades. De aquí que la posición en que se
encuentran colocados los pueblos y los hombres, delante de sus déspotas, es de
tal naturaleza que las actitudes intermedias, las contemporizaciones y aún la
sola indiferencia, constituyen un factor de robustecimiento de los opresores.
Colocarse del lado de los esclavos, con la frente
levantada, aun cuando se lleven fuertes y pesadas cadenas sobre las manos y
gritar hacia los cuatro vientos de la tierra, que las conciencias, que los
pensamientos, que loas palabras, que el alma de los ilotas, condena, maldice,
anatematiza a los opresores, es la única actitud digna, la única que no merece
un fallo de ignominia y de vergüenza, el día en que la historia ponga en uno de
los platillos irrompibles de su enorme balanza, la jerga tosca y obscura de los
oprimidos y en el otro, el puño ensangrentado de los profanadores.
Las tiranías jamás se han contenido con el dique del
servilismo y de la transacción; jamás se han roto ante el gesto suplicante de
los que carecen de la íntima conciencia del derecho, de la plenitud moral de la
personalidad humana y padecen el viejo error, el pobre, el infundado prejuicio
de que hay que extender el brazo para solicitar respeto y lástima para el
cuerpo magullado, para el alma torturada de los vencidos.
Cuando el despotismo antiguo tropezó con Sócrates, que
no supo, que no pudo sentirse y ser más alto, más grande, más fuerte que las
espadas del Estado griego, mató estérilmente para la libertad a un hombre y si
bien es cierto que la historia ha desenterrado a ese muerto y ha hecho que
todos de lejos o de cerca lo saludemos, la tiranía pagana continuó su marcha
victoriosa rodeada de sus legiones y de sus capitanes.
Pero cuando ese Estado pagano, en el país, llegó a ser
más pujante y viva expresión, su síntesis y su poder más alto, tropezó no con
el mártir griego desmayado en Atenas bajo el sopor mortal de la cicuta, sino
con el mártir cristiano que había aprendido a alzar su frente delante de los
verdugos del pensamiento y de la conciencia y quedar de pie, a pesar de todos
los gestos de furor de los Césares y de los aullidos de las fieras y de los
gritos estruendosos de las muchedumbres, en el circo de Roma; la tiranía se
sintió herida de muerte, porque unos cuantos hombres, salidos de las
excavaciones unos, otros venidos, sin los ejércitos de Alejandro, ni con las
huestes de Pirro[1],
de lejanas tierras, sin más poder que su atrevimiento apoyado en sus principios
religiosos, quisieron aceptar de cara hacia el César el encuentro en que
chocaron la libertad y la cuchilla de los verdugos, el derecho y los caprichos
de los señores del mundo; y aunque la violencia del potro, el filo de la
espada, los dientes afilados de los leones atasajaron la carne y quebraron los
huesos y desarrollaron el cuerpo de los soldados de la libertad, por primera
vez en la historia un solo hombre, un esclavo, una mujer, un joven, no pocas
veces un niño pudieron reír sobre la impotencia de todos los déspotas para
rendir una voluntad que sabe atrincherarse en sí misma, hacer de su cuerpo y de
su espíritu y de su carácter una barricada y resistir sin alzar el brazo para
herir a sus verdugos, pero sí alzando enhiesto y vencedor el cuerpo, alcanzo
alto e irreductible el pensamiento, ante la ignominiosa audacia de la fuerza
bruta.
Búsquese el rastro por donde vino la libertad al mundo
en el desierto inmenso de la historia y sólo se encontrarán víctimas, esclavos
y parias, allí donde nadie se atrevió a hacer de su propia conciencia y de su
personalidad un atleta erguido sobre la arena del circo, en pleno reto a las
turbas enloquecidas por la fiebre de sol y de sangre y ante los Césares que,
para valernos de una frase célebre de Wagner,[2] habían “sentido la
saciedad de lo divino”. Escárbese cerca de las catacumbas y se encontrará toda
una montaña de mártires que supieron, que pudieron rendir al despotismo,
solamente con su cara vuelta hacia el emperador y apoyados en su propia
conciencia, iluminada y sostenida por el gesto sublime del primer mártir de la
libertad.
Hay que alzar un muro de conciencias fuertes, de
voluntades recias, de caracteres que sepan derrotar a la violencia bruta, no
con el filo de la espada, sino con el peso irresistible y avasallador de una
conciencia que rehúye las capitulaciones y espera a pie firme todas las
pruebas.
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