VERSION MARXISTA
DE MUJAMAD
DE MUJAMAD
Maxime Rodinson dedicó a
la historia de Mujamad un libro que lleva el nombre del Profeta con el añadido
de que se trata de "una investigación sobre el nacimiento del mundo
islámico". La primera edición francesa apareció en Seul durante el año
1961. Trece años más tarde, la editorial "Era" de Méjico la hizo
traducir al castellano por María Elena Vela de Ríos bajo la supervisión de la
profesora Celma Agüero. Rodinson, con esa calma que da la segura posesión de
una doctrina infalible, afirma que ha seguido con atención "...las
actuales controversias sobre la explicación de una vida a través de la historia
personal del héroe de su juventud y de su micro ambiente, explicación que se
trata de conciliar con el punto de mira marxista sobre la causalidad social en
las biografías individuales" (RODINSON, M. Mahoma, Era, Méjico, 1974,
p. 11). Nadie puede negar que la
historia de un hombre fuera de su marco social es algo completamente inútil y
no conozco ningún historiador serio que haya emprendido una faena de ese tipo.
Si la explicación marxista consistiera en devolver a un hombre el cuadro de la
sociedad a que pertenece, no habría nada que objetar. La dificultad comienza
cuando todo aquello que constituye la espiritualidad de un mundo rico y variado
en intereses de diversa índole, tiene que ser explicado sobre la base de unos
sucintos esquemas ideológicos provistos por las exigencias de la dialéctica.
Rodinson ha tratado de ser fiel a la inspiración marxista sin descuidar totalmente
las cautelas que debe tomar en cuenta un historiador de oficio. Con todo, no
siempre lo que concluye es oro auténtico y el mismo autor lo confiesa en la
"Introducción" cuando escribe que una biografía de Mujamad "...que
sólo mencionara hechos indudables, de certidumbre matemática, se reduciría a
unas pocas páginas terriblemente secas. Sin embargo es posible dar una imagen
verosímil de esta vida -y a veces muy verosímil-, aunque para hacerlo haya que
utilizar datos extraídos de fuentes sobre cuya veracidad tenemos muy pocas
garantías" (lbíd., p. 12).
No se precisa ser hombre
del oficio para comprender los riesgos de una aventura semejante, y de manera
especial cuando quien los corre piensa en función de principios ideológicos
que, inevitablemente, hacen entrar los hechos en los moldes prefijados por las
exigencias de la causa. Frente a un problema religioso, la actitud de un
observador que se declara ateo está, desde el comienzo, destinada a dar una
interpretación que tenderá a privilegiar los momentos subjetivos de la
religiosidad y obrará bajo la sospecha de que los hombres de fe poseen una disposición
anímica muy especial y están dispuestos a considerar como reales las
proyecciones de una imaginación excesivamente excitable. Rodinson se declara
ateo y nada lo induce a admitir el origen sobrenatural de cualquier mensaje religioso,
pero se encuentra muy bien dispuesto para conceder al Corán un valor
excepcional y ver en él un esfuerzo notable para superar los límites de la condición
humana. Con esta declaración, se coloca en una perspectiva de gran amplitud y
tolerancia. No cae, por supuesto, en explicaciones puramente psicológicas que
le harían perder de vista los condicionamientos materiales capaces de dar
cuenta y razón del Corán en el contexto de una hermenéutica marxista. No
obstante, admite "que puede haber funciones todavía desconocidas en la
psique humana", y, con esta afirmación que no pretende probar, da al
misterio religioso un respaldo anímico que autoriza su inserción en los límites
de la normalidad. Su vasto conocimiento del
Oriente Antiguo le permite hacer una rápida síntesis de la situación política
que rodeaba al mundo árabe, para ingresar poco después con paso seguro en la sociedad que vio nacer a Mujamad. La caracteriza
como a una comunidad "brutal y móvil, donde las artes no tienen nada
que hacer, salvo aquella de la palabra" (p. 30). Hace un somero examen
de las creencias religiosas y destaca, como un elemento digno de ser tomado en
consideración, que los árabes criados en las zonas marginales del desierto "...estaban
profundamente arabizados y helenizados de tal modo que muchos de ellos se
convirtieron al cristianismo y no faltaron árabes que fueron obispos y
sacerdotes" (p. 18). Esta situación haría perfectamente explicable el conocimiento
que un árabe podía tener de las Sagradas Escrituras y también de la proclividad
de este pueblo a admitir la existencia de un Dios único. El testimonio más
elocuente de esta apertura hacia los semitas de origen judío está en la cantidad
de palabras de procedencia aramea que los árabes incorporaron a su lengua. Existe
una tradición según la cual un rey árabe, Abkarid As'ad, se había
convertido al judaísmo junto con su pueblo. Muy recientemente, J. Ryckmans propuso
serios argumentos en favor de este relato (lbíd., p. 45). Hacia el año 510 de
la era cristiana, el judaísmo se anota otro triunfo con la conversión del joven
príncipe Yusuf Ass'ar, conocido entre los suyos como "el hombre
de los mechones caídos". Todo esto sucede en el plano de las
relaciones culturales y para un auténtico marxista no tendría una influencia
decisiva en los sucesos posteriores si no viniera respaldado por una situación
socio-económica capaz de favorecer el salto de una comunidad idolátrica a una
sociedad religiosa universal. Es sabido que el comercio favorece el auge de los
individuos ricos y poderosos. Estos, necesariamente, se ven impelidos a
favorecer una ideología que, en alguna medida, pueda sostener su hegemonía política
sin divorciarlos totalmente del pueblo común. "En adelante -afirma
Rodinson- se buscará apoyo en las religiones universalistas, las religiones
del individuo, que en lugar de referirse al grupo étnico tienden a asegurar la
salvación de la persona humana en su incomparable unicidad" (lbíd., p.
50).
Ya tenemos el motivo
económico que provoca el cambio. Ahora debemos considerar la personalidad genial
que encama el anhelo de todos y puede convertirlo en una ideología religiosa en
condiciones de unir las fuerzas dispersas y hacerlas convergir en una empresa
política imperial. Mujamad, según la adecuada fonética usada por el autor, y
aunque nada nos dice que no sepamos sobre su nacimiento y desarrollo, hace hincapié,
contra la leyenda, en que aprendió a leer y a escribir. La conjetura es
perfectamente razonable. ¿Quién escribió el Corán en un estilo que
sugiere asiduas lecturas del Antiguo Testamento, el Talmud y los Apócrifos? La
leyenda de un Mujamad analfabeto tropieza con este hecho indiscutible. Rodinson
no solamente insiste en la aptitud literaria del Profeta, sino que la sospecha
vinculada a la prédica de algunos monjes sirios que encontró en sus viajes,
cuando aún vivía Jadiya. La curiosidad natural de este joven tan despierto explica
su afán de ilustrarse y adquirir conocimientos que superan, con exceso, los que
tenían sus compatriotas. Cuando salimos del terreno de la formación personal y
entramos en el más escabroso de las visiones proféticas, comienzan nuestras
dificultades y especialmente las de Rodinson, por su particular manera de
observar hechos extraordinarios. Rodinson es respetuoso con su héroe; no quiere
rubricar bajo el sello de una fabulación las demasías de sus encuentros
sobrenaturales y apela púdicamente a la existencia "de emociones que no
se pueden explicar en el marco del comportamiento normal". Por
supuesto que no quiere decir que fuera un loco. Sabemos que la moderna psiquiatría
ha hecho mucho para evitar una división tan tajante entre los cuerdos y los
locos como la que se estiló en mejores momentos. Mujamad tenía alucinaciones
tanto auditivas como visuales. Rodinson advierte que tal hecho es muy común
entre los ascetas y no le cabe la menor duda de que Mujamad se entregaba con
pasión a tales prácticas, "porque ésta, en todos los místicos, es una
etapa obligada para alcanzar el fin que se asignan" (lbíd., p. 85). A esta altura de la
interpretación del maestro marxista, conviene hacer una pequeña pausa y volver
por los fueros de algunos detalles de sentido común en torno al ascetismo y a
eso que los místicos llaman unión con Dios y que nuestro exégeta no considera
con la debida precaución. El camino habitual de cualquier asceta, siempre que
pertenezca a una auténtica tradición religiosa, es abstenerse de satisfacer sus
apetitos sensibles y en especial los que se relacionan con la vida sexual, para
ordenar esa energía en beneficio de la actividad espiritual. La vivacidad de la
sensualidad afecta directamente la libertad de las funciones intelectuales, y el
cuerpo, alentado por los deseos, se convierte en un peso abrumador para el alma
que aspira a una perfección superior. Enseña Santo Tomás de Aquino que la
lujuria se evita huyendo de las ocasiones que la suscitan y no enfrentándolas. Todo
cuanto sabemos de Mujamad no acredita una suposición de esta naturaleza, y como
suponemos, en discreto uso de las fuentes tradicionales, que Jadiya era una
mujer de fuerte temperamento camal, sospechamos también que no tenía por
costumbre desdeñar el débito conyugal. N o en vano se había casado con un
muchacho quince años menor que ella y con el que tuvo siete hijos, en una edad
en que la mayor parte de las mujeres ha perdido el vigor de su fecundidad.
Corroboramos esta opinión si recordamos que Mujamad, mientras vivió con ella, respetó
las leyes de una estricta monogamia contrariando las inclinaciones nacionales y
las propias de las que dio muy buenas muestras al quedar viudo.
El Rabí Nathan aseguraba
que los árabes eran grandes fornicadores ante los ojos del Eterno y que sobre
las diez porciones que de esta locura inmoral ha tocado a los hombres, nueve
habían sido distribuidas entre los árabes y con la otra décima bastaba para
condenar al resto de los pueblos. No creemos necesario, ni posible, probar las
visiones de Mujamad como una consecuencia de sus gustos ascéticos y no tenemos
más remedio que buscar una causa menos casta si queremos tomar en consideración
lo que sabemos del Profeta. De otro modo corremos el riesgo de separar demasiado
nuestras conjeturas de los hechos mejor conocidos. Rodinson, dando muestras de
un espíritu ampliamente abierto al misterio religioso, apoya sus afirmaciones
sobre la vida ascética en las experiencias de Santa Teresa de Ávila y de San
Juan de la Cruz, y con esa generosidad que tienen los incrédulos para meter
todas las creencias en un mismo saco sin hacer distingos, mezcla las visiones
puramente espirituales de los santos católicos con las alucinaciones sensibles
del profeta. Estaría fuera de lugar traer a colación algunas opiniones de la teología
mística para explicar la diferencia. Aceptamos que Mujamad vio o creyó ver al Ángel
Gabriel obligándolo a leer un libro que todavía no había sido escrito y una
gran parte del cual pertenece a lo que le sucedió posteriormente en la Meca y otra
a lo que acontecerá, mucho más tarde, en la ciudad de Medina. Si el libro que
leyó Mujamad por instigación del Ángel Gabriel era el mismo que escribió más
tarde, no entendemos por qué se asombra Mujamad de las situaciones que van
sucediendo conforme a lo que ha leído. ¿O era otro el libro que el Angel quería
que leyera? Bajo la fuerte impresión de su terrible experiencia, el Profeta se
refugió junto a su mujer, Jadiya, y recibió de ella el consuelo que era de
esperar en tan dramáticas circunstancias. Rodinson menciona también al pariente
de ella, Uaraca Ben Naufal, experto conocedor de las Sagradas Escrituras judías
y cristianas y muy habituado al manejo del hebreo y del arameo. Este erudito
escuchó las explicaciones de Mujamad y de acuerdo con lo que escribe Rodinson,
habría dicho: "Es el Namus (Nomos) que fue revelado a Moisés ¡Ah si yo
fuera joven! ¡Si yo pudiere estar vivo cuando tu pueblo te expulse!" Mujamad
le respondió: "¿Me expulsarán? Sí -respondió Uaraca- Jamás alguien
ha traído eso que tú traes sin despertar hostilidad" (lbíd., p. 81). ¿Se
refería Uaraca al nomos de Moisés? ¿A la Torah? ¿Es que Mujamad recitó
algunos trozos del Pentateuco y Uaraca, reconociéndolos, lo previno sobre el
peligro de hablar de ello con los árabes? ¿Tenía conocimiento de algunos
fracasos anteriores? Estas preguntas sólo pueden ser contestadas en el inseguro
terreno de las conjeturas. De cualquier modo, es muy improbable que el Angel
Gabriel, o en su defecto esa proyección de la fantasía que señala Rodinson como
la marca de su genio, le haya revelado el contenido de un libro que hacía más
de dos mil años que formaba parte del acervo religioso judío. ¿No sería el
mismo Uaraca el que formó a Mujamad en el conocimiento de la Ley y el que puso
a su disposición una traducción al árabe de la Torah?
Una respuesta afirmativa
está contenida en la hipótesis del P. Gabriel Théry contra la cual Rodinson nos
previene muy severamente en una nota bibliográfica tratándola de simple
lucubración, pero señalando al mismo tiempo, que el P. Jomier había hecho un
comentario favorable en la Revista «Etudes", correspondiente al mes
de enero de 1961. Dejo más adelante el comentario de la tesis que el P. Gabriel
Théry, para evitar los inconvenientes que pudieren traer en la Orden de los
Predicadores una versión del Islam tan poco en consonancia con los intereses
políticos del momento, dio a conocer bajo el seudónimo de Hanna Zacarías. No
sólo la República Francesa estaba interesada en mantener buenas relaciones con los
musulmanes; la propia Iglesia Católica iniciaba su ofensiva ecumenista animando
la posición de Luis Massignon y otros intelectuales más o menos cristianos, que
descubrían en el Islam una fuente inagotable de reservas religiosas. Maxime
Rodinson ha traído a colación la respuesta de Uaraca como un elemento más de
las dificultades con que tropieza una interpretación plausible. El cree que lo
que el Ángel Gabriel le había dado a leer a Mujamad eran algunos fragmentos del
futuro Corán. N o podemos olvidar que la palabra Corán significa
también "El libro", la Escritura Santa revelada por Allah y
cuyos versículos Mujamad debía recitar en tono humilde "volviendo el
rostro hacia Jerusalén, como los judíos y los cristianos" (Ibíd., p.
127).
¿Por qué hacia Jerusalén y
no hacia La Meca como se hizo más adelante? Rodinson no lo explica, por lo
menos no satisfactoriamente. Nos dice que el primer Sura, la oración con que un
verdadero musulmán debe comenzar sus predicaciones, es un rezo típicamente
hebreo y que aunque fue revelada en quinto lugar, según la tradición árabe,
debe ser colocada al principio por su valor de admonición. En esta primera fase
de la conversión de Mujamad, el Angel denotaba una fuerte disposición judaica y
señaló la ciudad santa de Israel como el polo religioso por antonomasia. Los
sucesos posteriores y el éxito obtenido por Mujamad en la guerra santa llevada
contra los infieles cambió la atención del Ángel que se volvió con más
confianza hacia La Meca donde yacían Adán y Eva y podía convertirse en el norte
de una nueva religión. A pesar de sus prevenciones contra las "lucubraciones"
de Hanna Zacarías, Rodinson aporta, en diversas oportunidades, una serie de
datos que, bien considerados, confirman la tesis del carácter judaizante de la
predicación de Mujamad. Cuando el Profeta llega por primera vez a Medina,
ciudad interesante poblada por judíos, "un judío corrió a advertir a
los adeptos". ¿Había muchos judíos entre esos adeptos o era simple
cortesía por parte del avispado israelita? En la página 147 del libro de
Rodinson se transcribe un texto donde se puede leer: "los judíos
formaban una sola comunidad con los creyentes". Si era una suerte de
alianza defensiva ofensiva contra los habitantes de La Meca, hay que pensar que
no hacían bromas con respecto a sus creencias. Los testimonios históricos en los
que Rodinson funda su opinión fueron traducidos por él mismo de la "Zahifa",
un folio escrito en árabe en el que consta un pacto entre los llamados "creyentes"
por el Corán y los judíos. Conviene advertir con claridad que se
trata de auténticos israelitas, no de cristianos.
Las relaciones entre los
seguidores de Mujamad y la comunidad hebrea de Medina debió ser, por lo menos en
sus principios, muy estrecha. Constituyeron una agrupación social llamada "Umma"
que los comprometía a sufragar gastos en común "mientras luchen
unos junto a los otros". El parágrafo 37 de la "Zahifa" estipula:
"Los judíos con sus gastos y los <<creyentes» con los suyos, se
ayudarán entre sí contra cualquiera que atacara a la gente comprometida en este
convenio. Entre ellos habrá amistad sincera, intercambio de buenos consejos,
conducta justa y ninguna deslealtad" (lbíd., cit., p. 148). A renglón
seguido, el autor, con loable propósito de no caer en una flagrante
corroboración de la tesis del P. Théry afirma que ese mismo documento distingue,
en otros artículos, a los creyentes de los "infieles" y que
entre estos últimos se incluye a los judíos. No obstante conviene recordar que
la palabra "musulmán", según la expresa determinación del Corán
se aplica particularmente a Abraham y sus descendientes. Señala Ahmed
Abboud, en su introducción a la versión castellana del Corán: "Mujamad
declaró expresamente que había sido enviado por Allah para restaurar la
religión pura de Abraham, alterada por sus adeptos" (Sagrado Corán, ed.
cit., p. 88). ¿Estos adeptos o continuadores infieles son los israelitas o los
cristianos? Reconozco que esto puede entenderse de cualquier manera, pero,
cuando examinemos desde el punto de mira islámico la pretensión cristiana de presentar
a Jesús como el Hijo de Dios, observaremos el tenor de la réplica dada por el Corán
de Mujamad. Rodinson admite, a pesar de algunas acotaciones inspiradas en
hechos y situaciones diversas, que "Los adeptos de Mujamad, además de
su adhesión a las ideas fundamentales del judaísmo y a los preceptos noáquicos,
observaban con buena voluntad una parte de los ritos judíos" (Ibíd., p. 154).
Conviene recordar
nuevamente lo que ya hemos dicho en más de una oportunidad, el Corán conocido
por nosotros, eso que actualmente se llama el Corán, apareció como obra
escrita casi cincuenta años después de la muerte de Mujamad. Esta circunstancia,
muy bien conocida por cualquiera que haya leído dos líneas sobre la historia de
ese libro, no es tenida en cuenta por Rodinson cuando se admira de la poca
atención que habían puesto los judíos contemporáneos al Profeta con respecto a
ciertas deformaciones y anacronismos del Antiguo Testamento manifestados en el
mensaje árabe. ¿Por qué no se dieron cuenta de tales errores y lo comunicaron
de inmediato? La razón es simplísima: no lo conocían. El libro que sirviera de
punto de unión a "creyentes" y judíos y que en árabe se
llamaba también "Corán" era, casi con seguridad, una traducción de la
Torah hecha, probablemente, por ese misterioso instructor de Mujamad y que
a lo largo del libro atribuido al Profeta es mencionado en más de una oportunidad
de manera inequívoca. Recordemos las aleyas 129 y 130 del Segundo Sura cuando
dice: "¡Oh, Señor Nuestro! Haz mugir entre ellos (los árabes) un
apóstol (Mujamad) que les transmita tus Leyes (la Torah) y les
enseñe el Libro (el Corán, la Sagrada Escritura), la sabiduría y los
santifique, porque eres poderoso y prudente". "¿Y quién rehusa la
religión de Abraham sino el que se denigra a sí mismo? Ya la escogimos en este mundo
y en el otro se contará entre los bienaventurados". La aleya 132 del
mismo sura ratifica: "Abraham legó esta creencia a sus hijos y Jacob (no
Israel) a los suyos, diciéndoles: ¡Oh, hijos míos! Dios os ha dado esta
religión, aferráos a ella para que muráis musulmanes". Nos preguntamos
más arriba si el término musulmán era extraño al judaísmo y si con él se señalaba
una corriente religiosa distinta de la enseñada en el Antiguo Testamento.
Cuando examinemos las hipótesis sostenidas por el Padre Théry y, en su seguimiento,
por Joseph Bertuel, veremos que se trata de una palabra, más o menos arabizada,
del léxico tradicional israelita y con la cual se designaba al verdadero
creyente. Rodinson, subyugado por la idea de proveer a los árabes con una
ideología que fuera una respuesta plausible a las contradicciones de su economía
individualista, olvida con excesiva facilidad lo que él mismo ha dicho acerca
de las penurias sufridas por los seguidores de Mujamad para encontrar, en
condiciones a veces deplorables, los restos de un Corán todavía no
redactado. A pesar de conocer perfectamente esta situación, dice a propósito de
la entrada de Mujamad en Medina, "...que ya no era Mujamad, el hijo de
un pueblo de bárbaros idólatras sin Escritura y sin Ley el que debía entrar en
la comunidad de los poseedores de la Revelación mosaica" (lbíd., p.
175).
¿Cuáles eran las escrituras
y la ley que poseían los árabes en vida de Mujamad? El Corán que la tradición
atribuye al Profeta no existía todavía ni como ley, ni como escritura. No podía
tener la vigencia de una constitución establecida porque se iba configurando al
compás de los hechos que jalonaban la prédica del Profeta y se limitaba a
narrar las contingencias de su prédica. Pero la realidad, por paradójica que
parezca, es que el libro que describe la lucha de Mujamad dice en varias
oportunidades que entonces los creyentes disponían de la Ley de Moisés y podían
presentarla en una versión árabe que desterraba para siempre la vergüenza de no
tener escrituras. ¿Existió, efectivamente, una versión árabe del Pentateuco? Una
respuesta afirmativa a esta pregunta no se puede hacer de un modo
satisfactorio, porque si bien hay indicios que suponen su existencia y ellos
aparecen en el mismo Corán, no han quedado ni fragmentos de un ejemplar
capaz de arrojar luz sobre este problema.
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