III
ETERNIDAD DE
LAS PENAS
DEL INFIERNO
DEL INFIERNO
(continuación)
OTRA Razón DE LA ETERNIDAD
DE LAS PENAS: LA FALTA DE GRACIA
DE LAS PENAS: LA FALTA DE GRACIA
Aun cuando el condenado tuviese delante de sí el tiempo para poder
variar, para convertirse y alcanzar misericordia, aquel tiempo no podría
servirle. ¿Y por qué? Porque existiría siempre la causa de los castigos que
sufre, cuya causa es el pecado, el mal que ha elegido en la tierra. El
condenado es un pecador impenitente, inconvertible. No basta, en efecto, el
tiempo para convertirse. ¡Ay! Lo vemos demasiado en este mundo. Vivimos en
medio de gentes a las que Dios bondadoso espera diez, veinte, treinta, cuarenta
años, y a veces más. Para convertirse es necesario además la gracia. No hay
conversión posible sin el don esencialmente gratuito de la gracia de
Jesucristo, la cual es el remedio fundamental del pecado y el primer principio
de la resurrección de las pobres almas que el pecado ha separado de Dios y
arrojado así a la muerte espiritual. Jesucristo ha dicho: “Yo soy la
resurrección y la vida” y por el don de
su gracia resucita a las almas muertas y las conserva luego en la vida.
En su omnipotente sabiduría este Soberano Señor ha dispuesto que nos sea dada
su gracia únicamente en esta vida, que es el tiempo de nuestra prueba, a fin de
evitarnos la muerte del pecado y de hacernos crecer en la vida de los hijos de
Dios. En el otro mundo no hay tiempo de gracia ni de prueba: es el tiempo de la
eterna recompensa para aquéllos que habrán correspondido a la gracia viviendo
cristianamente; es el tiempo N del castigo eterno para aquéllos que, rechazando
la gracia, habrán vivido y muerto en el pecado. Tal es el orden de la
Providencia nada lo cambiará. Así, pues, en la eternidad ya no habrá gracia
para los pecadores condenados; y como sin la gracia es absolutamente imposible arrepentirse
con eficacia, y aquélla es necesaria para alcanzar el perdón, no será éste
posible; subsiste siempre la causa del castigo, y subsiste éste igualmente, ya
que no es sino el efecto del pecado. Sin gracia no hay arrepentimiento; sin
arrepentimiento no hay conversión; sin conversión no hay perdón; sin perdón no
puede haber alivio ni término de la pena. ¿No es esto racional? El mal rico del
Evangelio no se arrepiente en el infierno. No dice: '‘ ¡Me arrepiento!” no dice:
“He pecado” sino que dice: “ Sufro horriblemente en estas llamas”. Es el grito
del dolor y de la desesperación. No piensa en implorar el perdón, sino que
piensa en sí mismo y en su alivio.
El egoísta pide en vano la gota de agua que podría refrescarlo. Esta
gota de agua es el toque de gracia que lo salvaría; pero se le responde que
esto es imposible. Detesta el castigo, no la falta; ésta es la terrible
historia de todos los condenados. Aquí están la ciudad de Dios y la de Satanás como
vecinas, es posible pasar y volver a pasar de la una a la otra; el bueno puede
hacerse malo y el malo hacerse bueno. Mas todo esto cesará al tiempo de la
muerte: entonces las dos ciudades serán irrevocablemente separadas, como dice
el Evangelio; no se podrá pasar ya de la una a la otra, de la ciudad de Dios a
la de Satanás, del paraíso al infierno, ni de éste al paraíso. En esta vida todo es imperfecto, el
bien como el mal; nada hay definitivo, y como la gracia de Dios no se niega
jamás a nadie, es posible siempre librarse del mal, del imperio del demonio, de
la muerte del pecado, mientras se permanece en este mundo. Mas, como ya he dicho,
esto es patrimonio de la vida presente; y desde que un hombre en estado de pecado
mortal ha exhalado el último suspiro, todo cambia de faz: sucede al tiempo la
eternidad: ya no existen momentos de gracia y de prueba; ya no es posible la
resurrección del alma, y el árbol caído a la izquierda, permanece eternamente a
la izquierda. Así, pues, la suerte de los condenados está por siempre fijada,
sin que sea posible cambio alguno, mitigación, suspensión, cesación alguna de
sus castigos. Fáltales, no sólo el tiempo, sino también la gracia.
TERCERA RAZÓN DE LA ETERNIDAD DE LAS
PENAS: LA PERVERSIDAD
DE LA VOLUNTAD DE LOS CONDENADOS
DE LA VOLUNTAD DE LOS CONDENADOS
La voluntad de los condenados está como petrificada en el pecado, en el
mal de la muerte sobrenatural. ¿Qué es lo que hace que en esta vida pueda un
pecador convertirse? En primer lugar, como ya lo hemos dicho, porque tiene el
tiempo, y la bondad de Dios le concede siempre la gracia; pero también porque
es libre, porque su voluntad puede, a su elección, volver hacia Dios. Apártase
de su Dios el pecador por un acto de libre voluntad, y por otro acto de libre voluntad,
mediando la gracia de Dios, vuelve a Él, se arrepiente, y como otro hijo
pródigo, entra perdonado en la casa paterna. Mas al momento de la muerte sucede
con la libertad lo que con la gracia: se ha acabado, ha concluido para siempre.
Ya no se trata entonces de elegir, sino de permanecer en la que se ha elegido.
Habéis escogido el bien, la vida: poseeréis por siempre el bien y la vida.
Habéis escogido locamente el mal y la muerte: estaréis en la muerte, y estaréis
para siempre, porque lo habéis querido cuando podíais quererlo. Ésta es la
eternidad de las penas.
Actualmente se enseña aún en el palacio de Versailles el aposento en que
murió Luis XIV, el 1 de septiembre de 1715, con los mismos muebles, y en
particular el mismo reloj. Por un sentimiento de respeto hacia aquel gran rey, se detuvo el péndulo en el momento en que exhaló el último suspiro, a las
cuatro horas, treinta y un minutos, sin haberlo tocado después más, y por
consiguiente hace más de ciento sesenta años que la aguja inmóvil del cuadrante marca las cuatro y treinta y un minutos. Es una viva imagen de la
inmovilidad en que entra y permanece la voluntad del hombre en el momento el
que deja esta vida. La voluntad, pues, del pecador condenado continúa necesariamente siendo la que era en el momento de la muerte. Tal cual
es, queda inmóvil, eternizada, si así puede decirse. El condenado, dice San Bernardo,
quiere siempre y necesariamente el mal que ha hecho.
El mal y él no forman más que uno; es como un pecado viviente,
permanente, inmutable. Así como los bienaventurados, no viendo a Dios sino en
su amor, lo aman necesariamente, así también los condenados, no viendo a Dios
sino en los castigos de su justicia, necesariamente lo aborrecen. Pregunto
ahora: ¿no es de rigurosa justicia que recaiga sobre una perversidad inmutable
un inmutable castigo, y que una pena eterna, siempre la misma, castigue una voluntad
eternamente fijada en el mal, eternamente apartada de Dios por la rebelión y el
odio, una voluntad decidida a pecar siempre? De lo que acabamos de decir, como
de lo que precede, resulta de una manera evidente que en el infierno, no
teniendo los condenados el tiempo, ni la gracia, ni la voluntad de convertirse,
no pueden ser perdonados, sino que deben de toda necesidad sufrir un castigo inmutable
y eterno; finalmente, y como rigurosa consecuencia, que las penas del infierno no
sólo no tendrán fin, sino que tampoco son susceptibles de las disminuciones o
mitigaciones que quieran suponerse.
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