El
Papelerillo Predestinado
Bien entendido que todos los hombres somos creados por Dios para la gloría
del cielo y que cualquiera otra predestinación última es un absurdo y grave
error, suponerla en la infinita bondad de Dios; es muy cierto que son muy
varios los caminos por donde el Señor llama a los hombres a la consecución de
su último fin. Entra en los inescrutables y gloriosos designios de su
Providencia, esa hermosa variedad de vocaciones, que constelan el cielo de la
Iglesia de Jesucristo, con mayor y más fulgurante brillo, que la misma inmensa
variedad de las estrellas del firmamento. Todas las actividades del hombre,
todos los sentimientos de su corazón, todas las luces de su entendimiento,
todas las energías de su voluntad, que son dones del amor divino a su creatina,
son solicitadas polla Previdencia amorosa para que concurran libremente a la
consecución de su fin último; pero unas de un modo, otras de otro, unas con
mayor intensidad, otras más suave y ordinariamente por decirlo así, algunas
hasta el heroísmo en su ejercicio, otras por la senda tranquila y humilde de
una vida sencilla y sin esplendores ante los ojos de los demás. Y así es como desaparecen
esa monotonía y uniformidad que harían de la santidad un espectáculo cansino y empalagoso,
que no reflejaría ni mucho menos, la infinita variedad de las perfecciones de
aquel Dios a cuya imagen y semejanza fuimos creados por El.
La cuestión está en saber escuchar la voz del Señor, que nos llama por
este u otro camino; y para nuestra caridad con el prójimo, el ayudarlo con
nuestros consejos, nuestra vigilancia, y si es necesario aun con nuestros medios
temporales para que pueda percibir y seguir esa vocación salvadora. Si queremos
llamar a la realización de este conjunto de circunstancias una predestinación
particular, bien podemos hacerlo, sin olvidar nunca esa predestinación
universal a la gloria eterna; y la correspondencia de nuestra libertad,
precioso don de Dios, para que en cierto modo hagamos mérito nuestro esa
predestinación, gratuita de parte del que con su poder creador nos sacó de la
nada para nuestro bien supremo. Tal es el caso particular de Sabás Reyes, un
humildísimo hijo de nuestro pueblo mexicano, de cuyo nacimiento y ascendencia
ni siquiera se ocupan los relatos históricos que poseemos, acerca de él, hasta
ahora, y de cuya infancia sólo sabemos que era uno de esos pobrecitos
vendedores de periódicos, que pululan en las ciudades y pueblos de nuestra
patria;, niños abandonados, sin hogar, sin comodidades ni cultura de ninguna especie;
pobres almitas, quizás predestinadas por Dios a grandes cosas, pero que esperan
inconscientemente la mano caritativa que los saque y levante del arroyo, para
que puedan oír y seguir esa voz de Dios, cjue los llama, porque los ha elegido
en su Providencia, tal vez 'hasta el heroísmo del martirio.
Yo espero en Dios, que cuando se lleguen a hacer las informaciones necesarias
y urgentes, en el caso de nuestros mártires mexicanos, se han de conocer los
datos más sugestivos y espléndidos de la acción de Dios en esa a Imita del
papelerillo Sabás, pues es casi imposible que en ese niño destinado a la gloria
del martirio, no se hayan manifestado de algún modo sensible las influencias de
la gracia del Señor. Por el momento, tengo que contentarme con estas pobres e
insuficientes indicaciones, precursoras del más detallado y preciso relato de
su martirio. Porque Sabás debió encontrar esa alma caritativa que lo llevó del
abandono de la calle, al santo refugio del Seminario de la Diócesis de Jalisco,
en donde, dicen las crónicas que poseo, fue siempre un estudiante modelo, humilde
y fervoroso, constante en su vocación sacerdotal, que fue coronada al fin con
su ordenación, y después con su destino por el señor Arzobispo, a la parroquia
de Tototlán, como vicario del señor cura Vizcarra.
En aquella parroquia se hizo querer mucho de los feligreses, precisamente
por su humildad, su apacibilidad y celo en el desempeño de su ministerio, y la
veneración y obediencia al señor cura, hasta la abnegación, como veremos; por
lo que puedo suponer, sin que tenga yo datos sobre ello, que fue ese mismo
señor cura, la mano caritativa de que he hablado y su protector durante sus
estudios sacerdotales. A principios de abril de 1927, las tropas callistas,
perseguidoras y sedientas de sangre de mártires, entraron en busca de víctimas
en la pacífica villa de Tototlán, y naturalmente su primer intento fue saciar
su encono anticristiano en el párroco de la ciudad. Pero el señor cura Vizcarra
había sido llevado a tiempo por sus feligreses a lugar seguro, y los verdugos
no pudieron dar con él, ni tampoco con el padre Sabás, refugiado en una casa de
los vecinos católicos. Pero sí encontraron en la casa parroquial a una
sirvienta, buena mujer, pero muy tímida de carácter. Aprehendiéronla los
verdugos, y comenzaron a maltratarla y a exigirle que declarara dónde se
encontraban los sacerdotes que buscaban con tanta saña y furor anticristiano.
Negóse en un principio la mujer a decir nada, pero el capitancito de la tropa
aprehensora, la amenazó con que si no revelaba el refugio de los sacerdotes, Ja
pasearían desnuda por toda la población. La infeliz no pudo resistir ante tan
infame amenaza, pues bien sabía que no se quedaría en solas palabras, dado el salvajismo
de aquellos criminales, y no sabiendo dónde se encontraba el señor cura, reveló
la casa en que se refugiaba el padre Sabás, que era lo único que conocía. Hay
que disculpar a la pobre mujer.
Ni tardos ni perezosos, los esbirros se dirigieron a la casa señalada,
y en efecto, en un cateo a todas luces ilegal, encontraron al sacerdote
refugiado allí. Como una jauría de perros rabiosos, entre golpes y denuestos lo
llevaron a la plaza del pueblo, y allí el capitancito, asumiendo el carácter de
juez le interrogó amenazador:
— ¿Dónde está el cura Vizcarra? ,
Pero el padre Sabás, con la entereza y serenidad propia de un ministro
de Jesucristo, le contestó:
—No lo sé, y aunque lo supiera no lo diría. Quitáronle la sotana,
rasgaron sus vestiduras interiores y semidesnudo, lo llevaron a empellones,
hasta el pórtico de la iglesia parroquial y le ataron fuertemente a una de las
columnas, de manera que apenas tocara el pavimento con la punta de los pies,
para hacer más dolorosas las ligaduras apretadas con que lo sostenían a la
columna. . . Y nuevamente, como un estribillo de dementes, le hicieron una y
cien veces la pregunta: ¿Dónde está el cura Vizcarra? Pero a su silencio,
comenzaron a darle piquetes dolorosos, con la punta de las bayonetas,
repitiendo siempre al causarle la herida, por donde ya vertía su generosa
sangre: ¿Dónde está el cura Vizcarra? Al cabo de algunas horas, ya su cuerpo
era una llaga de los pies a la cabeza…
Una vez más les respondió: "Ya os he dicho que no lo sé y aunque
lo supiera no lo diría…
—A ver si ahora no lo dices… —repitió el mismo capitancito que se había
dignado venir al lugar del suplicio—, y con su espada repetía la macabra hazaña
de los soldados.
— ¡Ni ahora ni nunca...! Pero yo sé, que no es tanto por el deseo que
tenéis de encontrar al señor cura. . . sino porque soy sacerdote del Dios vivo,
que os ha de juzgar, por lo que me maltratáis así. . . Lo siento por vosotros,
que os cargáis de un gravísimo pecado. En cuanto a mí nada mejor me podía
suceder que morir por eso. . . ¡Viva Cristo Rey! Y así llegó la noche. . . Un
piquete de unos cuantos soldados, recibieron orden de quedarse en la plaza, de
centinelas junto al cuerpo ensangrentado del padre Sabás, mientras otros iban
al cuartel a dormir; para volver a la mañana siguiente a remudarlos. Los
soldados arrebujados en sus zarapes, se dispusieron a dormitar a los pies de
aquel despojo humano, y si alguno de ellos despertaba por algún ruido en medio
del silencio de la noche, en seguida se levantaba y con la bayoneta de su arma,
repetía la pregunta, con su herida correspondiente. El bendito padre Sabás
estaba desfallecido... el fresco de la noche hacía temblar su desnudo cuerpo. .
. sus labios sedientos. . . el insomnio de la fiebre le impedía cerrar los ojos
... las cuerdas de sus ataduras se habían introducido en su carne, inflamándola
horriblemente ; pero él . . . oraba.
Y así llegó otra vez la mañana. Los soldados se remudaron, y con nuevos
bríos repitieron muchas veces la pregunta y los golpes torturadores pero, con
deliberada intención, no mortales. El sol entonces de aquella espléndida mañana
con su luz brillante vino a iluminar aquel cuadro de horror y de heroísmo
inauditos, pero al mismo tiempo con sus ardores quemaba el llagado cuerpo. ¡Ni
un sorbo de agua. . . ! ¡ ni un pedazo de pan . . . para el exhausto mártir de Cristo!
¿Cómo pudo resistir sin perder los sentidos en tan duro tormento, si no fue por
un sostén especial de Cristo Rey, que le daba fuerzas para que pudiera
engrandecer su corona? El capitán, desesperado, venía a contemplar el
espectáculo y a repetir sus denuestos, sus necias preguntas, y sus golpes de
espada, de una espada que no debe ceñir un militar sino para desenvainarla en ¡defensa
del derecho y de la patria . . . ! Y volvió la noche... y se repitió punto por
punto la terrible escena de la noche anterior. . . Y un segundo día siguió a
aquél, y si los criminales persistían en su obra nefanda, el padre Sabás
sediento, hambriento, exangüe, persistía por su parte en su heroico silencio. Los
vecinos de Tototlán aterrados, se agolpaban en las orillas de la plaza de donde
no les permitían pasar los verdugos, para que no llevaran ni el más mínimo
socorro a su sacerdote. Todos lloraban en silencio. . . las mujeres se
arrodillaban para orar, por su padre Sabás, a quien tanto habían querido y a
quien veían con ojos desorbitados por el espanto sufrir en silencio tan atroz
suplicio, levantar sus ojos al cielo en actitud de súplica, y fijarlos después
en aquellos sus fieles amigos y ovejas, como indicándoles que oraba también por
ellos. . .
La tercera mañana, el capitán decidió, ebrio de furor al considerarse vencido,
dar fin al asunto con un último esfuerzo . . . Llegó a la plaza con un bote de
gasolina y ordenó a los soldados que empaparan los pies del mártir en el
inflamable líquido y le prendieran fuego ... ¡ Y los bárbaros así lo hicieron! Algunas
de las mujeres, que contemplaban aquello se desmayaron. . . pero el invicto
mártir de Cristo. . . ¡oraba en silencio con los ojos clavados en el cielo,
como si ya viera abrirse para él las puertas de la eterna morada de los justos!
Consumióse la gasolina con que le habían untado los pies; pero el charco que de
ella se formó en el suelo en torno, continuó algunos minutos ardiendo y
tostando las carnes del padre Sabás. El olor de carne asada se difundió por los
ámbitos de la plaza. . . El capitancillo dio entonces la orden de desatar al
mártir que libre de sus ligaduras se desplomó casi sin vida. Pero aun la
conservaba y la ofrecía fervorosamente en holocausto a Jesucristo su Rey y su
Señor, y Rey y Señor de la patria mexicana quiéranlo o no, los miserables
verdugos que así la deshonraron. . . A empellones y puntapiés le hicieron
levantarse y casi arrastrándole le llevaron caminando con aquellos pies
abrasados y deformes por las ampollas de las terribles quemaduras, hasta el
cementerio en donde ya habían preparado una fosa. Y junto a ella, de un tiro en
la nuca, costumbre que como sabemos, es propia de los comunistas europeos,
hermanitos de los nuestros, le quitaron por fin el último resto de aquella vida
empleada siempre en el servicio de Dios, y coronada con esa muerte gloriosa.
Era el 14 de abril de 1927. Y nosotros... ¿cómo es que callamos por tan
largo tiempo...? ¿Cómo es que no hemos removido cielo y tierra para pedir la
glorificación en la tierra de ese heroico sacerdote mexicano, humilde y bueno.
. . el papelerillo de su infancia, el ministro de Dios de su juventud, el
mártir glorioso de Cristo Rey. . .? No, no; eso debe cesar. . . Ya es hora de
que cese.
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