17 DE SEPTIEMBRE
FIESTA DE LAS SAGRADAS LLAGAS
DE SAN FRANCISCO
JESUCRISTO
VÍCTIMA. — El autor de la Imitación nos dice "toda la
vida de Cristo fué cruz y martirio". Jesús, al venir a rescatar al mundo, desde
el mismo instante de la Encarnación quiso ser víctima ofreciéndose a su
celestial Padre por los hombres pecadores. Fue víctima en el pesebre de Belén, en
el destierro de Egipto, en el taller de Nazaret, donde se empleaba en trabajos penosos,
a través de los caminos de Palestina, en una palabra: en toda su existencia y en
todos sus actos. Pero hay en su vida un día
de inmolación especial, y hasta toda su vida converge hacia ese día, el
del Calvario, cuando pudo inmolarse
realmente en la Cruz y morir por sus hermanos.
IMITAR
A JESUCRISTO. — Todas las almas generosas han querido
imitar a Cristo en su estado de víctima. San Pablo, cuyo corazón se abrasaba de
amor por El, exclamaba: "No quiero saber nada, sino a Jesucristo y a
Jesucristo Crucificado"; y no quiero enseñaros nada, sino lo que Cristo me
enseña desde la Cruz, y no ambiciono otra gloria ni otra dicha más que tener
parte en la Cruz y en el padecer de Cristo. San Bernardino meditaba todos los
días la Pasión y decía que para él era "un ramillete de mirra que llevaba
continuamente en su corazón". Prendado San Francisco de un gran amor por
Cristo, quiso identificarse con El. Ya veremos en su fiesta, el 4 de octubre,
cómo amó el Evangelio y la Eucaristía. Hoy veamos cómo se identificó con su
Maestro crucificado y cómo, por un favor insigne, se convirtió en otro Cristo hasta
el punto de llevar en su carne las llagas del Crucificado.
EL
AMOR A LA CRUZ. — La cruz es el gran libro en que se formó
el alma de Francisco. Desde aquel día en que el Cristo de la Iglesia de San
Damián le dirigió la palabra, ya no quiso pensar más que en la Pasión. "El
misterio de la cruz, dice su hijo más ilustre, San Buenaventura, tan grande,
tan admirable, en el que están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia, ese misterio fué también revelado a este pobre de Cristo, que
toda su vida sólo siguió las huellas de la cruz, no gustó más que las dulzuras
de la cruz y nada predicó sino las glorias de la cruz". "No hay nada,
decía el mismo San Francisco, tan deleitoso como la memoria de la Pasión del
Señor; esa memoria me es frecuente y diaria y, si viviese hasta el fin del
mundo, no necesitaría otro libro". Según él mismo ríos cuenta, siete veces
se le manifestó en su vida la cruz de una manera sensible: uno de sus frailes
vió un día que salía una cruz de su boca, otro la vió brillar sobre su frente,
y un tercero vió a Cristo en cruz que iba delante. Estos maravillosos relatos
nos prueban el puesto distinguido que ocupaba la cruz en el pensamiento y en el
corazón de Francisco.
EL
MONTE ALVERNIA. — Meditaba la Pasión ejj cualquier parte,
pero hay un lugar a donde l ea gustaba de modo particular retirarse para abismarse
en el pensamiento de Jesús Crucificado: el monte Alvernia. El Conde Orlando, caballero
noble, le ofreció aquella montaña, a la que su soledad hacía propicia para la
oración y la penitencia. Desde la primera vez que subió, quedó» Francisco
hondamente impresionado al ver que» ante él se levantaba el inmenso peñasco de
paredes perpendiculares como una muralla y cuya cumbre estaba coronada de
espesas hayas, acercándose luego para buscar el lugar más a propósito para la
contemplación, advirtió que aquellos peñascos estaban hendidos y entreabiertos.
Preguntándose de dónde provenían aquellas aberturas se puso en oración; y un
ángel le hizo saber que se debían al cataclismo ocurrido al morir Jesús en la
Cruz, cuando la tierra tembló y los peñascos se abrieron. Ante estos vestigios de
la Pasión, sintió Francisco que su dolor se reavivaba, e internándose en las
profundidades de la torrentera que rodeaba al peñasco tajado, lanzaba, como
dice el P. d'Argentan, gritos lastimeros. "¡Cómo, Jesús mío, decía, tú
estás en la Cruz y yo no! ¡Tú eres la misma inocencia y tú sufres por mí, que
soy un criminal' ¿Todo esto era necesario para expiar la magnitud de mis
culpas"? Y dirigiéndose a todas las criaturas, las invitaba a llorar con
él: "Pájaros del cielo, no cantéis más, o sean lúgubres todos vuestros
conciertos. Arboles gigantescos cuyas ramas suben t a n alto, bajaos y
convertios en cruces para honrar a la de Jesús. Y vosotros, peñascos, quebraos,
ablandaos, llorad." Y al ver los hilitos de agua que se deslizaban de los
peñascos del Alvernia, se paraba, deshecho en lágrimas: "Hermanos
peñascos, lloremos." Y el eco del monte repetía: "Lloremos,
lloremos."
LOS
ESTIGMAS. — Cuatro veces subió Francisco a este monte Alvernia
con la única mira de anegarse en el amor divino. Allí vivía abismado en la
memoria de la Pasión. Cuanto más iba ahondando en las llagas del Hombre-Dios,
más inflamado se sentía del deseo de parecerse a su divino ejemplar. Sobre el
Alvernia fué un ángel a decirle que en el Evangelio encontraría lo que el Señor
esperaba de él. Abre el Evangelio tres veces, y el libro divino se abre en la
escena de la Pasión. Francisco comprende desde este momento que tiene que
realizar en sí mismo la Pasión del Salvador, y exclama: "Mi corazón está pronto,
Señor, mi corazón está pronto " Pues bien, una mañana de la Exaltación de
la Santa Cruz, mientras reza en una ladera de la montaña, ve que baja del cielo
un serafín de seis alas; el serafín se queda ante él suspendido en los aires y,
entre sus alas, advierte Francisco la imagen de Jesús crucificado. Su alma se
llena de admiración y. se siente embargada alternativamente de alegría y de
tristeza; se para a contemplar este espectáculo; pero al instante desaparece la
visión; en su corazón queda un ardor maravilloso y en su carne los estigmas
sagrados de Jesús. Sus manos y sus pies estaban traspasados por gruesos clavos
cuya cabeza redonda y negra era muy visible y la punta larga y remachada
sobresalía de las manos y de la planta de los pies. La llaga del costado, ancha
y abierta, dejaba ver una cicatriz bermeja de donde la sangre caía sobre el
vestido del Santo. ¡Francisco se había convertido en otro Cristo! y bajando del
Alvernia, cantaba: "El amor me ha introducido en el horno, en un horno de amor.
Oh amor, ¿porque hieres de esta manera mi corazón? Estoy completamente fuera de
mí; la llama que has encendido en mi pecho me consume y va en aumento
continuamente." Esta estigmatización de San Francisco no es un episodio
maravilloso de su vida. Es como el sello divino que a Dios plugo imprimir en su
alma para hacernos comprender hasta qué punto se había hecho semejante a Cristo
Jesús, y hasta dónde había realizado de una manera sensible la identidad
perfecta con Jesucristo. Es la recompensa con que Dios premia toda su vida, ya
que su vida se resume en el amor y en el amor a Jesús crucificado.
LA
LECCIÓN. — Mas para nosotros hay en esto una gran lección. Nos
lo indica la Iglesia en la Oración de la Misa: "Dios renovó
de esa manera en la carne de Francisco los estigmas de ¡a Pasión para inflamar
nuestros corazones en el fuego del amor." La memoria de la Pasión y el
amor a Jesús crucificado fueron la vida de Francisco. Ahí debemos encontrar
nosotros la verdadera vida. La cruz fué el libro de Francisco y debe ser
también el de toda alma cristiana. "¿Quieres, escribía el P. d'Argentan, aprender
obediencia? Mira en el patíbulo a Aquel que se hizo obediente hasta la muerte.
¿Quieres aprender humildad y amor a los desprecios? La cruz es una cátedra
donde parece que Jesús subió exclusivamente para enseñar a todo el género humano
esta gran lección, que confunde todo el orgullo y toda la vanidad del mundo. ¿Quieres
aprender paciencia? Mira a ver si de la boca de Jesús sale una palabra siquiera
que no sea de gracia y perdón para los que le quitan la vida. ¿Deseas aprender
pobreza? Mira cómo Jesús en la Cruz no tiene otro vestido que sus llagas, y los
ríos de su sangre preciosa le cubren como manto de púrpura. En una palabra:
cualquier perfección que desees, estúdiala ept este libro magnífico. Y te
convencerás de que "Jesús hizo triunfar en ella todas las virtudes." San
Francisco con los estigmas nos predica el amor a la cruz. Como él, amemos la
cruz y la tribulación y pidamos con confianza lo mismo que Santa Teresa del
Niño Jesús "el ver resplandecer en el cielo las llagas de Cristo en nuestro
cuerpo"; pidamos sobre todo que se impriman en nuestra alma, en la que no
dejen más en lo sucesivo que el recuerdo y el amor a Jesús crucificado.
PLEGARIA
A SAN FRANCISCO.— ¡"Señor mío Jesucristo, dos gracias
te pido me concedas antes de morir! La primera es: ¡Que sienta en mi alma y
también en mi cuerpo, en cuanto sea posible, los dolores que tú, mi dulce
Jesús, tuviste que padecer en tu cruel pasión! La segunda gracia que desearía
conseguir es: ¡sentir en mi cuerpo, en cuanto sea posible, el amor sin medida
que a ti, Hijo de Dios, te abrasaba y que te llevó a querer padecer por
nosotros, miserables pecadores, tantos tormentos"! Y mientras así hacía su
larga oración en el Alvernia San Francisco tuvo certeza de que tú, oh Dios, le
escuchabas. Contempló los dolores de su Maestro crucificado y la llama de su
devoción creció de tal forma, que se sintió cambiado totalmente en
Jesucristo. Nosotros nos atrevemos a repetir esta oración porque sabemos
muy bien nuestra obligación de transformarnos en Jesús a fin de
agradarte, oh Padre nuestro, y entrar en el cielo; pero, como conocemos nuestra
indignidad nos valemos de las palabras de fray León, testigo de la oración y de
los favores extraordinarios de su Maestro, para decirte: "Oh Dios mío, sé favorable
a los que somos pecadores y, por los méritos de este hombre tan santo,
concédenos el conseguir tu misericordia santísima."
No hay comentarios:
Publicar un comentario