PARTE QUINTA
LA COMUNIÓN
LA COMUNIÓN
"Tengo sed."
(JO.19,28.)
(JO.19,28.)
Nuestro Señor llega a la Comunión de su Misa cuando de las profundidades
de su Sagrado Corazón profiere el grito "Tengo sed". Esta no era ciertamente
una sed de agua; porque la tierra es suya y todo lo que en ella se contiene; no
fue una sed de los escasos alivios de la tierra, porque El encerró los mares en
sus fronteras cuando estallaban con furia. Por eso, al ofrecerle la bebida, El
no la tomó. Era otra clase de sed la que le torturaba Estaba sediento de las
almas y los corazones de los hombres. El clamor fue un clamor por la comunión,
la última de una larga serie de llamadas del Pastor buscando a los hombres. El
hecho mismo de manifestarse en la forma del más punzante de todos los humanos
sufrimientos, es decir, la sed, demuestra la medida de su profundidad y de su intensidad.
Los hombres pueden hambrear a Dios, pero Dios tiene sed de los hombres. Tuvo
sed del hombre cuando le llamó a la amistad con su Divinidad en el jardín del
Paraíso; tuvo sed del hombre en la Revelación, cuando trató de ganarse los
corazones extraviados de los hombres manifestándoles los secretos de su amor;
tuvo sed del hombre en la Encarnación, cuando El se hizo uno con el amado y fue
visto en la forma y en el traje de hombre. Ahora estaba sediento del hombre en
la Redención, porque nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus
amigos. Era el llamamiento final a la Comunión antes de que se bajase el telón
en el gran Drama de su Vida Terrena. Todas las miradas de amores de los padres
a los hijos, de los esposos entre sí, fundidos en un solo gran amor, serían una
mínima fracción del amor que Dios siente por el hombre en este grito de sed. Significaba
de un golpe, no sólo cuánto suspiraba por los humildes, por los corazones
hambrientos y por las almas vacías, sino también cuán intenso era su deseo de
satisfacer nuestras más profundas ansiedades. Realmente nada tendría de
misteriosa nuestra sed por Dios, pues ¿no ha de suspirar el ciervo por la
fuente, el girasol no ha de orientarse hacia el astro rey, y no han de correr
los ríos hacia el mar? Pero que El nos ame, sabiendo nuestros deméritos y cuan
poco vale nuestro amor —jeso sí que es misterio!— y sin embargo, ése es el significado
de la sed de Dios por la comunión con nosotros.
†
Ya lo había dicho en la parábola de la oveja perdida, cuando afirmó que
no estaba satisfecho con las 99; solamente la oveja perdida podía darle alegría
completa. Ahora manifestaba la misma verdad desde la Cruz. Nada puede
satisfacer por completo su sed sino el corazón de todo hombre, de toda mujer,
de todo niño, pues fueron hechos para El, y por lo tanto no pueden sentirse
jamás felices hasta que encuentren el descanso en El. La base de esta súplica
de comunión es el amor; porque el amor, por su propia naturaleza, tiende a la
unión. El mutuo amor de los ciudadanos engendra la unidad del Estado. El amor
del hombre y la mujer produce la unidad, de dos en una carne. El amor de Dios
por el hombre reclama, pues, la unidad basada sobre la Encarnación; esto es la
unidad de todos los hombres en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Y por eso,
para sellar su amor con nosotros, Dios se nos da a sí mismo en la Santa
Comunión; de tal modo que así como, su humana naturaleza, tomada del seno de la
Bienaventurada Madre, se unió a El en su única persona, así El y nosotros,
tomados del seno de la humanidad, pudiéramos ser uno en la unidad del Cuerpo
Místico de Cristo, Por eso nosotros usamos la palabra "recibir"
cuando hablamos de la Comunión con nuestro Dios en la Eucaristía porque
literalmente "recibimos" vida divina; exactamente y tan real y
verdadera como el niño que recibe la vida de su madre. Toda vida es sustentada
por la comunicación con una vida más alta. Si las plantas pudieran hablar
dirían a la humedad y al sol: "Hasta que no entréis en comunión conmigo,
siendo poseí- dos por mis más altas leyes y poderes, no tendréis vida en
vosotros..." Si los animales pudieran hablar dirían a las plantas:
"Si no entráis en comunión con nosotros tampoco tendréis nuestra vida superior
en vosotras". Nosotros decimos a toda la creación inferior: "Si no
entras en comunión conmigo no participarás de mi vida humana". ¿Por qué, pues, no habría de decirnos a nosotros nuestro Señor:
"Mientras no entréis en comunión conmigo no tendréis vida en
vosotros"? Lo inferior se transforma en lo superior, las plantas en los
animales, los animales en el hombre, y el hombre, en modo más elevado, "se
divina" totalmente
—si puedo usar esta expresión— a través de la vida de Cristo.
Comunión, pues, es, ante todo, el recibir la Vida Divina; una vida para
la cual nosotros no tenemos más títulos que los que tiene el mármol para
florecer. Es un puro regalo del todo misericordioso Dios, que nos amó tanto que
quiso unirse a nosotros, no con los lazos de la carne, sino con los lazos inefables
del Espíritu, donde el amor no conoce hastío, sino únicamente éxtasis y gozo. Si,
como Nazaret y Belén, no le recibiéramos en nuestras almas, ¡oh, y cuan pronto
nos habríamos olvidado de El! Ni dones, ni retratos suplen a la persona amada.
Nuestro Señor bien lo sabía. Necesitábamos de El, y por eso se nos entregó a Sí
mismo. Pero hay otro aspecto de la Comunión en el cual raras veces pensamos. La
Comunión implica no solamente recibir la Vida Divina, significa también entrega
a Dios de la vida humana. Todo amor es recíproco. No hay amor unilateral,
porque el amor por su misma naturaleza pide retomo. Dios tiene sed de nosotros,
y esto significa que el hombre debe tener también sed de Dios. Pero ¿pensamos alguna
vez que Cristo recibe la Comunión de nosotros? Siempre que vamos al comulgatorio
decimos que "recibimos" la Comunión; y esto es todo lo que muchos de
nosotros hacemos; únicamente: "recibir la Comunión". Sin embargo, hay
otro aspecto en la Comunión que el de recibir la Vida Divina, del cual habla
San Juan. San Pablo completa la doctrina en su Epístola a los Corintios. La
Comunión no es sólo una incorporación a la Vida de Cristo, es también una
incorporación a su Muerte: "Siempre que comáis de este pan y bebáis de
este vino anunciaréis la muerte del Señor hasta que El venga". La vida
natural tiene dos aspectos: el anabólico y el katabónco. También la
sobrenatural los tiene: El de edificar conforme al Cristo Modelo (el nuevo Adán)
y el de destruir el viejo Adán. La Comunión, pues, implica no sólo recibir,
sino también dar. No puede haber ascenso a una vida más alta sin morir a la
propia, más baja. El Domingo de Pascua ¿no presupone el Viernes Santo? ¿No
envuelve todo amor mutua donación que termina en propio recobrarse? Siendo esto
así, ¿no debe ser el comulgatorio un lugar de intercambio en vez de ser un lugar donde solamente se recibe? ¿Será toda la
vida el darse Cristo a nosotros y no darle nada en retorno? ¿Habremos de agotar
el cáliz y no contribuir a llenarle con nada? ¿Habremos de recibir el pan sin
dar el trigo para ser molido, o recibir el vino sin dar las uvas para ser
prensadas? Si todo lo que hacemos durante nuestras vidas es recibir la Vida
Divina para llevárnosla y no dejar nada en cambio, seremos parásitos en el
Cuerpo Místico de Cristo.
†
El mandato Paulino nos manda llenar, en nuestro cuerpo lo que falta a la
Pasión de Cristo. Debemos, pues, llevar espíritu de sacrificio a la mesa de la
Eucaristía; debemos aportar la mortificación de nuestro "yo"
inferior; las cruces pacientemente soportadas, la crucifixión do nuestros
egoísmos, la muerte de nuestra concupiscencia y hasta la misma dificultad de
acercarnos a la Comunión, Entonces será la Comunión lo que siempre pretendió
ser, concretamente, un intercambio entre Cristo y el alma, en el que
nosotros damos su Muerte manifestada en nuestra vida y El nos da su Vida
manifestada en nuestra filiación adoptiva. Le damos nuestro tiempo, nos da su
eternidad. Le damos nuestra humanidad^ nos da su Divinidad. Le damos nuestra
nada y nos da su todo. ¿Entendemos bien la naturaleza del amor? ¿No hemos nosotros
prorrumpido algunas veces, en los grandes momentos de cariño a un niño pequeñito,
en un lenguaje que puede variar pero que expresa esta idea: Amo tanto a este
niño como si le tuviese dentro de mi corazón?" ¿Por qué? Porque todo amor
tiende a la unión. En el orden natural Dios ha querido que acompañe in- .tenso
placer a la unión física. Pero es nada comparado con la unión del espíritu
cuando la divinidad pasa a la humanidad y la humanidad a la divinidad —cuando
nuestro querer va hacia El y El viene hasta nosotros, de modo que dejamos de
ser hombres y comenzamos a ser hijos de Dios. Si ha habido, pues, en vuestra vida alguna vez
un momento en que un delicado y noble afecto os hizo sentiros como si hubieseis
sido levantados al tercero o al séptimo cielo; si ha habido alguna vez en vuestra
vida un tiempo en que. El elevado amor de un hermoso corazón os sumió en el
éxtasis; si alguna vez amasteis de verdad un corazón humano, pensad, os ruego,
lo que debe ser estar unidos con el gran Corazón del Amor, Si el corazón humano
en todas sus nobles, delicadas y cristianas riquezas puede estremecer así, ennoblecernos
así, y extasiarnos hasta ese punto, ¿qué será el gran Corazón de Cristo? ¡Oh,
si la chispa es tan brillante, cómo será la llama! ' ¿Comprendemos en toda su
realidad hasta qué punto la Comunión está ligada al Sacrificio, tanto por parte
del Señor como por parte nuestra, sus pobres y débiles criaturas? La Misa hace
las dos cosas inesperables. No hay Comunión sin Consagración. No recibimos el
pan y el vino que ofrecemos hasta que hayan sido transustanciados en el Cuerpo
y en la Sangre de Cristo. La Comunión es la consecuencia del Calvario, esto es,
vivimos de lo que sacrificamos. Todo en la naturaleza atestigua esta verdad.
Nuestros cuerpos viven sacrificando los animales de los campos y las plantas de
las huertas. Gozamos de la vida por su inmolación. No las matamos por destruir,
sino para perfeccionar; las sacrificamos para la comunión. Y ahora, por una
hermosa paradoja del Divino Amor, Dios convierte su Cruz en el gran medio de
nuestra salvación. Nosotros le matamos, le clavamos allí, le crucificamos; pero
no quiso el Amor ser derrotado en su Eterno Corazón. Quiso darnos la misma vida
que quitábamos; darnos el alimento que destruíamos; nutrirnos con el Cuerpo que
sepultábamos y con la misma Sangre que derramábamos. Trocó nuestro crimen en
una "feliz culpa"; convirtió la Crucifixión en Redención; la Consagración
en Comunión; la muerte en vida eterna. Y esto es precisamente lo que hace del
hombre el mayor misterio. No es
un misterio por qué el hombre había de ser amado; pero por qué él no paga amor
con amor, ¡eso sí que es el gran misterio! ¿Por qué ha de ser nuestro Señor el Gran
No Amado? ¿Por qué no se ha de amar al Amor? ¿Por qué siempre que El clama
"Tengo sed", nosotros le damos hiel y vinagre...
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