Que la caridad se ha de llamar amor.
Dice Orígenes, en cierto pasaje de sus obras:
Que, según su parecer, la Escritura divina, con el fin de impedir que
la palabra amor fuese ocasión de algún mal pensamiento para los espíritus flacos,
como más propia para significar una pasión carnal que un afecto espiritual, ha
empleado en su lugar las palabras caridad y dilección, que son más honestas. Al
contrario, San Agustín, después de haber considerado mejor el uso de la divina
palabra, demuestra claramente que la palabra amor no es menos sagrada que la
palabra dilección y que una y otra significan, unas veces un afecto santo, y,
otras, una pasión depravada. Pero la palabra amor representa más fervor, más
eficacia y más actividad que la palabra dilección, de suerte que; entre los
latinos, la dilección es muy inferior al amor. Por consiguiente, el nombre de
amor, como el más excelente, es el que justamente se ha dado a la caridad, como
el principal y más eminente de todos los amores. Por todas estas razones, y
porque pretendo hablar de los actos de caridad más bien que del hábito de la
misma, he llamado a esta pequeña obra Tratado del amor a Dios.
De la conciencia que hay entre Dios y el hombre
En cuanto el hombre considere con un poco de atención la Divinidad,
siente una cierta suave emoción del corazón, la cual es una prueba de que Dios
es el Dios, del corazón humano, y nuestro entendimiento jamás siente tanto
placer como cuando piensa, en la Divinidad. Cuando algún accidente espanta a
nuestro corazón, en seguida recurre a la Divinidad, con lo cual reconoce que,
cuando todo le es contrario, sólo ella le es propicia, y que, cuando está en
peligro, sólo ella puede salvarle y defenderle.
Este placer, esta confianza que el corazón humano siente naturalmente
en Dios, sólo puede nacer de la conveniencia que existe entre la divina bondad
y nuestra alma; conveniencia grande, pero secreta; conveniencia que todos
conocen pero que pocos entienden; conveniencia que no se puede negar, pero que
no se puede penetrar.
Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué quiere decir
esto, sino que es suma nuestra conveniencia con la divina majestad? Nuestra
alma es espiritual, indivisible, inmortal, entiende, ve, es capaz de juzgar
libremente, de discurrir, de saber, de poseer virtudes, en todo lo cual se
parece a Dios. Reside toda en todo el cuerpo y toda en cada una de sus partes,
de la misma manera que la divinidad está toda en todo el mundo y toda. en cada parte
del mundo.
El hombre se conoce y se ama a sí mismo, por actos producidos y
expresos de su entendimiento y de su voluntad, los cuales, mientras proceden del
entendimiento y de la voluntad, potencias distintas la una de la otra,
permanecen, empero, inseparablemente unidos en el alma y en las facultades de
donde dimanan. Así el Hijo procede del Padre, como su conocimiento expreso, y
el Espíritu Santo procede como el amor expreso y producido del Padre y del
Hijo; ambas personas son distintas entre sí y distintas del Padre, y, sin
embargo, están inseparablemente unidas más aún, forman una misma, una sola,
simple: única e indivisible Divinidad. Pero, además de esta conveniencia de
semejanza, existe una correspondencia sin igual entre Dios y el hombre, merced
a su reciproca perfección. No porque Dios pueda recibir perfección alguna del
hombre, sino porque, de la misma manera que el hombre no puede ser perfeccionado
sino por la divina bondad, asimismo la divina bondad, en ninguna cosa, fuera de
sí misma, puede ejercitarse tan a su sabor, como en nuestra humanidad. El uno
tiene una gran necesidad: posee una gran capacidad para recibir el bien; el
otro lo tiene en gran abundancia, y siente una gran inclinación a dárnoslo.
Nada es tan a propósito para la indigencia como una generosa afluencia, y nada
es tan agradable a una generosa, afluencia como una menesterosa indigencia, y
cuanto mayor es la afluencia del bien tanto más fuerte es su inclinación a
difundirse; a comunicarse. Cuanto más necesitado es el pobre, más ávido está de
recibir, como el vacío de llenarse. Es, pues, un dulce y agradable encuentre,
el de la abundancia y el de la indigencia, y, si Nuestro Señor no hubiese dicho
que es mayor felicidad el dar que el recibir, casi no podríamos decir cuál es
el mayor contento: el del bien abundante, cuando se derrama y se comunica, o el
del bien desfallecido e indigente cuando toma y recibe. Ahora bien, donde hay
más felicidad hay más satisfacción; luego mayor placer siente la divina bondad
en dar sus gracias, que nosotros en recibirlas.
Nuestra alma, al considerar que nada la contenta perfectamente, y que
su capacidad no puede ser llenada por ninguna cosa de cuantas hay en este mundo;
al ver que su entendimiento tiene una inclinación infinita a saber cada día
más, y su voluntad un apetito insaciable de amar y de hallar el bien, ¿no
tiene, acaso, razón de exclamar: Ah, no he sido creada para este mundo? Existe algún soberano
bien del cual dependo y algún artífice infinito que ha impreso en mí este insaciable
deseo de saber y este apetito que no puede ser saciado. Por esta causa es
necesario que yo tienda y me dirija hacia él, para juntarme y unirme con su
bondad, a la cual pertenezco y de la cual soy. Tal es la razón de conveniencia
que existe entre Dios y nosotros.
Que nosotros tenemos una inclinación a amar a Dios
sobre todas las cosas "
Si hubiese hombres que viviesen en aquel estado de integridad y
rectitud original en que estuvo Adán cuando fue creado, aunque no tuviesen, de
parte de Dios, otro auxilio que el que da a cada criatura para que pueda hacer
las acciones que le son convenientes, no sólo sentirían la inclinación a amar a
Dios sobre todas las cosas, sino también podrían realizar esta tan justa
tendencia; porque, así como este divino autor y dueño de la naturaleza coopera
y ayuda, con su mano poderosa, al fuego para que suba hacia lo alto, y a las
aguas para que corran hacia el mar, y a la tierra para que gravite hacia abajo
y se detenga al llegar a su centro; de la misma manera, habiendo plantado Él mismo,
en el corazón del hombre, una natural y singular inclinación, no sólo a amar el
bien en general, si además, a amar en particular y sobre todas las cosas a su
divina bondad, la mejor y la más amable de todas, exigiría la suavidad de su
soberana providencia que ayudase a estos dichosos hombres, que acabamos de
mencionar, con tantos auxilios cuantos fuesen necesarios para que esta
inclinación pudiese ser practicada y realizada; y este auxilio, por una parte,
debería ser natural, como conveniente a una naturaleza inclinada al amor de
Dios, en cuanto es autor y soberano dueño de la naturaleza, y, por otra parte,
debería ser sobrenatural, como correspondiente a una naturaleza adornada,
enriquecida y honrada. con la justicia original, que es una cualidad sobrenatural,
procedente de un especialísimo favor de Dios. Pero el amor sobre todas las
cosas que se practicaría con estos auxilios, se llamaría natural, porque las
acciones virtuosas reciben su nombre de sus objetos y motivos, y este amor, del
cual hablamos, tendería a Dios solamente en cuanto es conocido como autor,
señor y supremo fin de toda criatura por la sola luz natural, y por
consiguiente, como amable y estimable sobre todas las cosas por inclinación y
propensión natural.
Ahora bien, aunque el estado de nuestra naturaleza humana no está ahora
dotado de aquella salud y rectitud natural que poseía el primer hombre cuando
fue creado, sino que, al contrario, hayamos sido, en gran manera, corrompidos
por el pecado, es cierto, empero, que la santa inclinación a amar a Dios sobre
todas las cosas se ha conservado en nosotros, como también la luz natural por
que conocemos que su soberana bondad es amable sobre todas las cosas, y no es
posible que un hombre, al pensar atentamente en Dios, con sólo el discurso natural,
no sienta un cierto movimiento de amor a Días, que la secreta inclinación de
nuestra naturaleza suscita en el fondo de nuestro corazón, y por el cual, a la
primera aprensión de este primero y soberano objeto; la voluntad queda
prevenida y se siente excitada a complacerse en él.
Ocurre con frecuencia entre las perdices, que se roban mutuamente los
huevos para incubarlos ya sea por la avidez que sienten de ser madres, ya sea
por la ignorancia, que les impide conocer los huevos propios. Y he aquí una cosa
extraña, pero bien comprobada, a saber, que el perdigón que ha salido del huevo
y se ha criado bajo las alas de una madre ajena, en cuanto oye por primera vez
la voz de la verdadera madre, que puso el huevo del cual ha nacido, deja a la
perdiz ladrona y se dirige hacia su primera madre, y va en pos de ella, por la
correspondencia Que guarda con su primer origen, correspondencia que antes no
aparecía, sino que permanecía oculta, escondida y como dormida en el fondo de
la naturaleza, hasta el momento del encuentro con su objeto, por el cual
excitada y como despertada de repente, produce su efecto e inclina el apetito
del perdigón hacia su primordial deber. Lo mismo le ocurre, Teótimo, a nuestro
corazón; porque, aunque haya sido incubado, sustentado y criado entre las cosas
corporales, bajas y transitorias, y, por decirlo así, bajo las alas de la
naturaleza, sin embargo, a la primera mirada que dirige hacia Dios, al primer
conocimiento que de ÉL recibe, la natural y primera inclinación a amar a Dios,
que estaba como aletargada y era como imperceptible, despierta al instante, y
aparece inopinadamente como una chispa que surge de entre las cenizas, la cual,
al tocar a nuestra voluntad le comunica un impulso del amor supremo, debido al
primer principio de todas las cosas.
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