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viernes, 5 de agosto de 2016

TRATADO DEL AMOR A DIOS - San Francisco de Sales

Que la caridad se ha de llamar amor.

Dice Orígenes, en cierto pasaje de sus obras:

Que, según su parecer, la Escritura divina, con el fin de impedir que la palabra amor fuese ocasión de algún mal pensamiento para los espíritus flacos, como más propia para significar una pasión carnal que un afecto espiritual, ha empleado en su lugar las palabras caridad y dilección, que son más honestas. Al contrario, San Agustín, después de haber considerado mejor el uso de la divina palabra, demuestra claramente que la palabra amor no es menos sagrada que la palabra dilección y que una y otra significan, unas veces un afecto santo, y, otras, una pasión depravada. Pero la palabra amor representa más fervor, más eficacia y más actividad que la palabra dilección, de suerte que; entre los latinos, la dilección es muy inferior al amor. Por consiguiente, el nombre de amor, como el más excelente, es el que justamente se ha dado a la caridad, como el principal y más eminente de todos los amores. Por todas estas razones, y porque pretendo hablar de los actos de caridad más bien que del hábito de la misma, he llamado a esta pequeña obra Tratado del amor a Dios.

De la conciencia que hay entre Dios y el hombre

En cuanto el hombre considere con un poco de atención la Divinidad, siente una cierta suave emoción del corazón, la cual es una prueba de que Dios es el Dios, del corazón humano, y nuestro entendimiento jamás siente tanto placer como cuando piensa, en la Divinidad. Cuando algún accidente espanta a nuestro corazón, en seguida recurre a la Divinidad, con lo cual reconoce que, cuando todo le es contrario, sólo ella le es propicia, y que, cuando está en peligro, sólo ella puede salvarle y defenderle.

Este placer, esta confianza que el corazón humano siente naturalmente en Dios, sólo puede nacer de la conveniencia que existe entre la divina bondad y nuestra alma; conveniencia grande, pero secreta; conveniencia que todos conocen pero que pocos entienden; conveniencia que no se puede negar, pero que no se puede penetrar.

Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué quiere decir esto, sino que es suma nuestra conveniencia con la divina majestad? Nuestra alma es espiritual, indivisible, inmortal, entiende, ve, es capaz de juzgar libremente, de discurrir, de saber, de poseer virtudes, en todo lo cual se parece a Dios. Reside toda en todo el cuerpo y toda en cada una de sus partes, de la misma manera que la divinidad está toda en todo el mundo y toda. en cada parte del mundo.

El hombre se conoce y se ama a sí mismo, por actos producidos y expresos de su entendimiento y de su voluntad, los cuales, mientras proceden del entendimiento y de la voluntad, potencias distintas la una de la otra, permanecen, empero, inseparablemente unidos en el alma y en las facultades de donde dimanan. Así el Hijo procede del Padre, como su conocimiento expreso, y el Espíritu Santo procede como el amor expreso y producido del Padre y del Hijo; ambas personas son distintas entre sí y distintas del Padre, y, sin embargo, están inseparablemente unidas más aún, forman una misma, una sola, simple: única e indivisible Divinidad. Pero, además de esta conveniencia de semejanza, existe una correspondencia sin igual entre Dios y el hombre, merced a su reciproca perfección. No porque Dios pueda recibir perfección alguna del hombre, sino porque, de la misma manera que el hombre no puede ser perfeccionado sino por la divina bondad, asimismo la divina bondad, en ninguna cosa, fuera de sí misma, puede ejercitarse tan a su sabor, como en nuestra humanidad. El uno tiene una gran necesidad: posee una gran capacidad para recibir el bien; el otro lo tiene en gran abundancia, y siente una gran inclinación a dárnoslo. Nada es tan a propósito para la indigencia como una generosa afluencia, y nada es tan agradable a una generosa, afluencia como una menesterosa indigencia, y cuanto mayor es la afluencia del bien tanto más fuerte es su inclinación a difundirse; a comunicarse. Cuanto más necesitado es el pobre, más ávido está de recibir, como el vacío de llenarse. Es, pues, un dulce y agradable encuentre, el de la abundancia y el de la indigencia, y, si Nuestro Señor no hubiese dicho que es mayor felicidad el dar que el recibir, casi no podríamos decir cuál es el mayor contento: el del bien abundante, cuando se derrama y se comunica, o el del bien desfallecido e indigente cuando toma y recibe. Ahora bien, donde hay más felicidad hay más satisfacción; luego mayor placer siente la divina bondad en dar sus gracias, que nosotros en recibirlas.

Nuestra alma, al considerar que nada la contenta perfectamente, y que su capacidad no puede ser llenada por ninguna cosa de cuantas hay en este mundo; al ver que su entendimiento tiene una inclinación infinita a saber cada día más, y su voluntad un apetito insaciable de amar y de hallar el bien, ¿no tiene, acaso, razón de exclamar: Ah, no he sido  creada para este mundo? Existe algún soberano bien del cual dependo y algún artífice infinito que ha impreso en mí este insaciable deseo de saber y este apetito que no puede ser saciado. Por esta causa es necesario que yo tienda y me dirija hacia él, para juntarme y unirme con su bondad, a la cual pertenezco y de la cual soy. Tal es la razón de conveniencia que existe entre Dios y nosotros.

Que nosotros tenemos una inclinación a amar a Dios
sobre todas las cosas "

Si hubiese hombres que viviesen en aquel estado de integridad y rectitud original en que estuvo Adán cuando fue creado, aunque no tuviesen, de parte de Dios, otro auxilio que el que da a cada criatura para que pueda hacer las acciones que le son convenientes, no sólo sentirían la inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas, sino también podrían realizar esta tan justa tendencia; porque, así como este divino autor y dueño de la naturaleza coopera y ayuda, con su mano poderosa, al fuego para que suba hacia lo alto, y a las aguas para que corran hacia el mar, y a la tierra para que gravite hacia abajo y se detenga al llegar a su centro; de la misma manera, habiendo plantado Él mismo, en el corazón del hombre, una natural y singular inclinación, no sólo a amar el bien en general, si además, a amar en particular y sobre todas las cosas a su divina bondad, la mejor y la más amable de todas, exigiría la suavidad de su soberana providencia que ayudase a estos dichosos hombres, que acabamos de mencionar, con tantos auxilios cuantos fuesen necesarios para que esta inclinación pudiese ser practicada y realizada; y este auxilio, por una parte, debería ser natural, como conveniente a una naturaleza inclinada al amor de Dios, en cuanto es autor y soberano dueño de la naturaleza, y, por otra parte, debería ser sobrenatural, como correspondiente a una naturaleza adornada, enriquecida y honrada. con la justicia original, que es una cualidad sobrenatural, procedente de un especialísimo favor de Dios. Pero el amor sobre todas las cosas que se practicaría con estos auxilios, se llamaría natural, porque las acciones virtuosas reciben su nombre de sus objetos y motivos, y este amor, del cual hablamos, tendería a Dios solamente en cuanto es conocido como autor, señor y supremo fin de toda criatura por la sola luz natural, y por consiguiente, como amable y estimable sobre todas las cosas por inclinación y propensión natural.

Ahora bien, aunque el estado de nuestra naturaleza humana no está ahora dotado de aquella salud y rectitud natural que poseía el primer hombre cuando fue creado, sino que, al contrario, hayamos sido, en gran manera, corrompidos por el pecado, es cierto, empero, que la santa inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas se ha conservado en nosotros, como también la luz natural por que conocemos que su soberana bondad es amable sobre todas las cosas, y no es posible que un hombre, al pensar atentamente en Dios, con sólo el discurso natural, no sienta un cierto movimiento de amor a Días, que la secreta inclinación de nuestra naturaleza suscita en el fondo de nuestro corazón, y por el cual, a la primera aprensión de este primero y soberano objeto; la voluntad queda prevenida y se siente excitada a complacerse en él.


Ocurre con frecuencia entre las perdices, que se roban mutuamente los huevos para incubarlos ya sea por la avidez que sienten de ser madres, ya sea por la ignorancia, que les impide conocer los huevos propios. Y he aquí una cosa extraña, pero bien comprobada, a saber, que el perdigón que ha salido del huevo y se ha criado bajo las alas de una madre ajena, en cuanto oye por primera vez la voz de la verdadera madre, que puso el huevo del cual ha nacido, deja a la perdiz ladrona y se dirige hacia su primera madre, y va en pos de ella, por la correspondencia Que guarda con su primer origen, correspondencia que antes no aparecía, sino que permanecía oculta, escondida y como dormida en el fondo de la naturaleza, hasta el momento del encuentro con su objeto, por el cual excitada y como despertada de repente, produce su efecto e inclina el apetito del perdigón hacia su primordial deber. Lo mismo le ocurre, Teótimo, a nuestro corazón; porque, aunque haya sido incubado, sustentado y criado entre las cosas corporales, bajas y transitorias, y, por decirlo así, bajo las alas de la naturaleza, sin embargo, a la primera mirada que dirige hacia Dios, al primer conocimiento que de ÉL recibe, la natural y primera inclinación a amar a Dios, que estaba como aletargada y era como imperceptible, despierta al instante, y aparece inopinadamente como una chispa que surge de entre las cenizas, la cual, al tocar a nuestra voluntad le comunica un impulso del amor supremo, debido al primer principio de todas las cosas.

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