El Maná en el Desierto Que en estas dos porciones del alma hay cuatro diferentes grados de razón. |
Tres atrios poseía el templo de Salomón: uno era para los gentiles y
los extranjeros que querían recurrir a Dios, e iban a adorarle en Jerusalén; el
segundo estaba destinado a los israelitas, hombres y mujeres, porque la
separación de sexos en el templo no fue introducida por Salomón; el tercero era
el de los sacerdotes y el de los miembros del orden levítico; finalmente,
además de lo dicho, había el santuario o mansión sagrada, en la cual solamente
podía entrar, una vez al año, el sumo sacerdote. Nuestra razón 0, mejor dicho,
nuestra alma, en cuanto es racional, es el verdadero templo de Dios, el cual
reside en ella de una manera más particular que en otras partes. "Te buscaba
fuera de mí, dice San Agustín, y no te encontraba en ninguna parte, porque
estabas en mí." En este templo místico, también existen tres atrios, que
son tres diferentes grados de razón; en el primero, discurrimos según la
experiencia de los sentidos; en el segundo, discurrimos según las ciencias
humanas; en el tercero, discurrimos según la fe.; por último, además de esto.
hay también una cierta eminencia o suprema cumbre de la razón y facultad
espiritual, que no es guiada por la luz del discurso, ni de la razón, sino por
una simple visión del entendimiento y un simple sentimiento de la voluntad, por
los cuales el espíritu asiente y se somete a la verdad y a la voluntad de Dios.
Ahora bien, esta cumbre o cima de nuestra alma, este lugar eminente de
nuestro espíritu aparece sencillamente representado en el santuario o mansión
sagrada. Porque:
1. En el
santuario no había ventanas para iluminarlo; en este grado del espíritu, no hay
discursos que lo ilustren.
2. En el
santuario, toda la luz entraba por la puerta; en este grado del espíritu nada
entra, si no es por la fe, la cual, a manera de rayos, produce la visión y el
sentimiento de la belleza y bondad del beneplácito de Dios.
3. Nadie,
fuera del sumo sacerdote, tenía acceso en el santuario. En este lugar del alma,
no tiene entrada el discurso, sino tan sólo el grande, universal y soberano
sentimiento de que la voluntad divina ha de ser absolutamente amada aprobada y
abrazada, no sólo con respecto a todas las cosas en general sino con respecto a
cada cosa en particular.
4. El sumo
sacerdote, cuando entraba en el santuario, empañaba la luz que penetraba por la
puerta, con los perfumes que esparcía con el incensario, cuyo humo detenía los
rayos de la luz que entraba por la puerta; asimismo, toda la visión que se
produce en la parte más elevada del alma, queda, en cierta manera, obscurecida
por los renunciamientos y las resignaciones que el alma hace, no queriendo
tanto contemplar y ver la belleza de la verdad y la verdad de la bondad, que le
es presentada, cuanto abrazarla y adorarla; de suerte que el alma, en seguida
que comienza a ver la dignidad de la voluntad de Dios, casi preferiría cerrar
los ojos, para poder aceptarla, de una manera más eficaz y perfecta y unirse
infinitamente y someterse a ella por una absoluta complacencia, prescindiendo
en adelante de toda consideración acerca de la misma.
Finalmente,
5. en el
santuario estaba el Arca de la Alianza y, en ella, o a lo menos junto a ella,
estaban las tablas de la ley, el maná, en una vasija de oro, y la vara de
Aarón.. Que florecía y fructificaba en una noche; y, en esta suprema cumbre del
espíritu, se encuentran:
a. la luz de la fe, representada por el maná oculto en el vaso, por la
cual asentimos a las verdades de los misterios que no entendemos;
b. la utilidad de la esperanza, representada por la vara florida y
fecunda de Aarón, por la que creemos en las promesas de los bienes que no
vemos;
3. la dulzura de la caridad santísima, representada en los mandamientos
de Dios, que ella contiene, y por la cual consentimos en la unión de nuestro
espíritu con el de Dios, sin que casi la sintamos.
Porque, si bien la fe, la esperanza y la caridad dejan sentir sus
divinas mociones en casi todas las facultades del alma; así racionales como
sensitivas, sujetándolas santamente a su justo dominio, con todo su especial
morada, su verdadera y natural mansión, está en aquella alta cima del alma,
desde la cual como desde una fuente de agua viva, se derraman por diversos
surcos y arroyuelos sobre las partes y facultades interiores. De suerte,
Teótimo, que en la parte superior de la razón hay dos grados, en uno de los
cuales tienen lugar las consideraciones que dependen de la fe y de la luz
sobrenatural, y, en el otro, los asentimientos de la fe, de la esperanza y de
la caridad. El alma de San Pablo se sintió apremiada por dos deseos: el de ser
desligada de su cuerpo, para ir al cielo con Jesucristo, y el de quedarse en
este mundo, para consagrarse, en él, a la conversión de los pueblos. Ambos
deseos eran, indudablemente, de la parte superior, porque ambos procedían de la
caridad; pero la resolución de seguir el último no fue efecto del discurso,
sino de una simple visión y de un simple sentimiento de la voluntad del
Maestro, a la cual únicamente la parte más encumbrada del espíritu de este gran
siervo asintió, con perjuicio de todo cuanto el razonamiento podía concluir.
Pero si la fe, la esperanza y la caridad son producidas por este santo
asentimiento en la cima del espíritu, ¿por qué en el grado inferior de la razón
se pueden hacer las consideraciones que nacen de la luz de la fe? Después que
las reflexiones y, sobre todo, la gracia de Dios, han persuadido a la cúspide y
suprema eminencia del espíritu que asienta y que haga el acto de fe a manera de
decreto, no deja, empero, el entendimiento de discurrir de nuevo sobre esta fe
ya concebida, para considerar los motivos y las razones de la misma; sin
embargo, los discursos de la teología se hacen en la parte superior del alma, y
los asentimientos se hacen en la cumbre del espíritu. Ahora bien, como quiera
que el conocimiento de estos cuatro diversos grados de la razón es en gran
manera necesario para entender todos los tratados de las cosas espirituales, he
querido explicarlos ampliamente.
De la diferencia de los amores...
1. El amor puede ser de dos clases; amor de benevolencia y amor de
concupiscencia. El amor de concupiscencia es aquel que tendemos a una cosa por
el provecho que de ella pretendemos sacar; el amor de benevolencia es aquel que
tendemos a una cosa por el bien de ella misma. Porque ¿qué otra cosa es tener
amor de benevolencia a una persona, que quererle el bien?
2. Si la persona a la cual queremos el bien ya lo posee, entonces le
queremos el bien por el placer y el contento que nos causa el que ya lo posea;
y así se forma el amor de complacencia, el cual no es más que el acto de la
voluntad por el cual ésta se une al placer, al contento y al bien de otro.
Pero, sí aquel a quien queremos el bien, todavía no lo posee, entonces se lo
deseamos, y, por lo tanto, este amor se llama amor de deseo.
3. Cuando el amor de benevolencia se ejerce sin correspondencia por
parte de la persona amada, se llama amor de simple benevolencia; cuando existe
una mutua correspondencia, se llama amor de amistad. Ahora bien, la mutua
correspondencia consiste en tres cosas: porque es menester que los amigos se
amen, que sepan que se aman, y que haya entre ellos comunicación, privanza y
familiaridad.
4. Si amamos simplemente al amigo, sin preferirlo a los demás, la
amistad es Simple; si le preferimos, entonces la amistad se convierte en
dilección, como si dijéramos amor de elección; porque, entre las muchas cosas
que amamos, escogemos una para preferirla.
5. Cuando con este amor no preferimos mucho un amigo a los demás, se
llama amor de simple dilección; pero cuando, por el contrario, le preferimos
grandemente y en mucho, entonces esta amistad se llama dilección de excelencia.
6. Si la preferencia y la estima que profesamos a una persona, aunque
sea grande y sin igual, permite, empero, establecer cierta comparación y guarda
cierta proporción con las demás preferencias, la amistad se llamará dilección
eminente.
Pero, sí la eminencia de esta amistad está fuera de toda proporción y
comparación, por encima de toda otra cualquiera, entonces se llamara dilección
incomparable, soberana, supereminente; en una palabra, será el amor de caridad,
que sólo se debe a Dios. Y, de hecho, en nuestro mismo lenguaje, las palabras:
caro, caramente, encarecer, representan una cierta estima, un aprecio, un valor
particular; de suerte que, así como la palabra hombre, entre el vulgo se aplica
más particularmente a los varones, como al sexo más excelente, y así como
también la adoración se reserva casi exclusivamente a Dios, como a su principal
objeto, de la misma manera, la palabra caridad se aplica al amor de Dios, como
a la suprema y soberana dilección.
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