3. El viaje a la eternidad
No tenemos aquí abajo
ciudad permanente, sino que vamos en busca de la futura (Heb
13,14), de paso para la eternidad: Irá el hombre a la casa de su
eternidad (Ecli 12,5). No tardaremos en desalojar; el cuerpo será
llevado a una fosa y el alma a la eternidad. ¿No sería un loco el
caminante que arrojara todo su capital en la construcción de una casa,
en un sitio, del que luego tiene que marchar? Dios mío, mi alma es
eterna; tiene, pues, que poseeros o perderos eternamente. Hay dos
moradas en la eternidad: una con todas las delicias; otra con todos los
tormentos; y todo ello -las delicias y los tormentos- eternos; si
cae el leño al austro o al aquilón, como caiga, así, quedará (Ecli 11,3)-
Si el alma se salva, será siempre feliz; si se condena, llorará su
tormento mientras Dios sea Dios. No hay término medio: o reina del cielo
por siempre, o esclava de Lucifer por siempre; o bienaventuarada
siempre en el cielo, o desesperada siempre en el inifierno.
¿Cuál de las dos moradas
nos tocará? La que cada cual se escoja: irá el hombre. El que va al
infierno, va por sus propios pies; el que se condena, se condena porque quiere
condenarse. ¡Oh JESÚS MÍO! ¡Ojalá siempre os hubiera amado! Tarde os he
conocido; pero más vale tarde que nunca. Dios de mi corazón y mi herencia
por toda la eternidad. Todo cristiano, pero sobre todo el Religioso, para
vivir santamente, debe tener la eternidad delante de los ojos. ¡Cuan ordenada
es la vida del que siempre está de cara a la eternidad! Aun cuando el cielo, el
infierno y la eternidad fueran cosa dudosa, deberíamos hacer lo posible por no
ponernos en riesgo de condenación eterna. Pero no son cosas dudosas; son
verdades de fe.
¿En qué vienen a parar
todas las cosas de este mundo? En un funeral y en la marcha hacia la fosa.
¡Dichoso el qué consigue la vida eterna! JESÚS mío, Vos sois mi vida, mi
riqueza, mi amor. Infundidme un gran deseo de daros gusto en lo restante de mi
vida, y dadme fuerza para llevarlo a la práctica. Un pensamiento sobre la
eternidad basta para hacer un Santo. SAN AGUSTÍN llamaba al pensamiento de la eternidad
«pensamiento grande». El es el que pobló de jóvenes los claustros, de
Anacoretas los desiertos, e hizo legiones de Mártires. El SANTO P. AVILA convirtió
a una señora mundana con estas palabras: «Señora, pensad: ¡Siempre! ¡Jamás!» Un
monje se sepultó en una fosa, y allá repetía llorando: «¡Oh Eternidad! ¡Oh
Eternidad!» ¡Qué inmenso es el peso del último momento de nuestra vida!
De la última boqueada
depende una eternidad feliz o desgraciada; vale una vida siempre dichosa, o
siempre atormentada. JESÚS murió en la Cruz para que consigamos morir en su
gracia. Amado Redentor mío, si Vos no hubierais muerto por mí, estaría yo
perdido para siempre. Os doy gracias, Amor mió; en Vos confío; yo os amo. O
creemos, o no creemos. Si no creemos, hacemos demasiado por lo que no tiene más
que un valor de fábula. Pero si creemos, es muy poco lo que hacemos por ganar
una eternidad feliz y evitar una eternidad desgraciada. Decía el P. VICENTE
CARAFA que si los hombres comprendieran las verdades eternas y pusieran en
parangón los bienes y males presentes con los bienes y males eternos, la tierra
se convertiría en un desierto, porque nadie querría preocuparse de los negocios
terrenos.
¡Oh! Al ver próxima la
última hora, qué espanto nos causará pensar: ¡De este momento depende mi suerte
o mi ruina eterna: el ser o eternamente feliz o eternamente desgraciado! ¡Oh
Dios mío! Pasan los meses, pasan los años, nos aproximamos a la eternidad, y no
nos preocupamos. ¿Y quién sabe si este año o este mes serán los últimos para
mí? ¿Quién sabe si es éste el último aviso que Dios me da? Dios mío, no quiero
abusar más de vuestra gracia; aquí me tenéis; hacedme saber lo que queréis de
mí, que yo quiero obedeceros en todo. ¿A qué esperamos ya, después de tantas luces
y tantas voces de Dios? ¿A tener que gritar, en compañía de los condenados, se
acabó el tiempo y no nos hemos salvado?. Ahora hay todavía tiempo de
remediarlo; después de la muerte ya no lo habrá. Razón tenía el SANTO R MAESTRO
ÁVILA para afirmar que los cristianos que, creyendo en la eternidad, viven
lejos de Dios, Merecerían ser encerrados en un manicomio.
Es todo un negocio el
negocio de la eternidad. No se trata de tener una casa más cómoda o mejor
orientada, sino de ir, o bien al palacio de todas las delicias, o bien a la
mazmorra de todos los tormentos. Se trata de ser bienaventurado con los Angeles
y los Santos, o de vivir desesperado con la turba de los enemigos de Dios. ¿Y
durante cuántos años o cuántos siglos? ¿Cien? ¿Mil? -No; por siempre, por
siempre; mientras Dios sea Dios. Si yo, pues, ¡oh Dios mío!, hubiese muerto en
desgracia vuestra, estaría perdido para siempre. Perdonadme, Señor, si no me
habéis perdonado todavía. Yo os amo con toda mi alma, y sobre todo mal me pesa
de haberos ofendido; no quiero perderos de nuevo. Os amo con todo mi corazón; y
siempre os quiero amar; tened compasión de mí.
Los hay que no se
impresionan al oír nombrar el Juicio, el Infierno, la Eternidad. Pero a la hora
de la muerte, ¡qué terror les causarán estas verdades! Pero ya inútilmente,
porque no servirán sino para aumentar más los remordimientos y la turbación. Solía
repetir SANTA TERESA a sus Monjas: «Hijas, ¡un alma, una eternidad!». ¡Un
alma! Perdida ella, todo está perdido. Una eternidad! Perdida una vez, está
perdida para siempre. Señor, dadme tiempo todavía para llorar mis pecados. Ya
es bastante el tiempo que he perdido; lo que me queda os lo quiero dar todo a
Vos. Admitidme en vuestro servicio; no me rechacéis. Sí; el Señor nos espera;
pero sepamos apreciar ese tiempo que nos da por su gran misericordia; no
tengamos que echarlo de menos cuando para nosotros ya se haya terminado. ¡Cuánto
daría un moribundo, Dios mió, no digo por un día, sino por una hora de vida! Un
día o una hora con la cabeza despejada, porque el tiempo de aquel trance se
presta muy poco para arreglar cuentas de conciencia. Los desvanecimientos, los
dolores, la fatiga de la respiración; tienen el espíritu incapacitado para un
acto bueno. El alma, como si estuviera enterrada en una fosa, ya no ve más que
la ruina que le viene encima y que es incapaz de remediar; querría tiempo, pero
comprende que ya no hay más tiempo. En la hora menos pensada vendrá
el hijo del hombre. Nos oculta Dios la hora suprema, para que estemos
siempre preparados. La hora de la muerte no es hora de prepararse a
rendir cuentas, sino de estar preparado.
«Para morir bien -dice SAN
BERNARDO- se requiere estar siempre preparado para morir». Basta ya, JESÚS mío,
de ofensas. Ya es hora de prepararme a la muerte. No quiero abusar más de
vuestra paciencia. Quiero amaros cuanto pueda. Os he ofendido mucho, y quiero
ahora amaros mucho. ¡Qué dolor, tener que arrepentirse de su negligencia cuando
ya no hay tiempo de reparar lo perdido! Dice SAN LORENZO JUSTINIANO que los
mundanos darían con gusto en la hora de la muerte todas sus riquezas, para
conseguir aunque no fuera más que una hora de vida. Pero se les dirá entonces: Ya
no hay tiempo. Y se les intimará la orden de partir sin tardanza: Sal de
este mundo, alma cristiana. Cuenta SAN GREGORIO que un hombre llamado Crisancio,
estando para morir, suplicaba a los demonios: «Dadme tiempo hasta mañana». Pero
le respondieron: «¡Insensato! Ya lo has tenido. ¿Para qué lo perdiste? Ahora ya
no hay tiempo». ¡Ay Dios mío! ¡Cuántos años he perdido! La vida que me queda no
ha de ser mía, sino toda vuestra. Haced que en mí, donde abundó el pecado,
abunde ahora el amor. Según SAN BERNARDINO DE SENA, un momento de tiempo vale
tanto como Dios, porque se puede hacer en él un acto de amor o de contrición, y
adquirir nuevos grados de gloria. Y SAN BERNARDO advierte que el tiempo es un
tesoro, que no se encuentra más que en esta vida. En el infierno, el grito
desesperado de los condenados es: ¡Oh, quién nos diera una hora! ¡ Una hora
para remediar nuestra ruina! En el cielo ya no se llora; pero si pudieran
llorar los Santos, llorarían únicamente por el tiempo que perdieron, en que
podían haber ganado tanta gloria.
Amado Redentor mío, yo no
merezco perdón; pero vuestra Pasión es mi esperanza. Quiero amaros mucho en
esta vida, para amaros mucho en la otra. Ayudadme; dad la mano a una pecadora
miserable que ahora quiere ser toda vuestra. ¿Y quién sabe si nos cogerá la
muerte de improviso, privándonos del tiempo necesario para ajustar las cuentas?
Ninguno de los que murieron de repente esperaban morir así; y si estaban en
pecado, ¿qué será de ellos por toda la eternidad? Los Santos todo el tiempo de
su vida lo creyeron poco para asegurar su fin. Cuando al SANTO P. MAESTRO AVILA
le dieron la nueva de su próxima muerte, suspiró: «Quisiera tener más tiempo
para aparejarme mejor para la partida».
Pues ¿a qué esperamos
nosotros? ¿Queremos tener una muerte inquieta y desdichada, para dar a los
demás un ejemplo de la Justicia divina? No, JESÚS mío; no quiero obligaros a
abandonarme. Decidme lo que queréis de mi, que yo quiero ejecutarlo. Haced que
os ame, y nada más os pido. Llamará al tiempo contra mi. Temblemos, y no
hagamos que tenga un día que llamar Dios, para que nos acuse, al tiempo que nos
dio por su misericordia, que hará entonces de acusador de nuestra ingratitud. Caminad
mientras tenéis luz, avisa el Señor, porque en la hora de la muerte se
echa encima la noche, en la que no se puede trabajar porque falta la
luz. SAN ANDRÉS AVELINO temblaba pensando: ¿Me salvaré o me condenaré? Pero eso
le hacía unirse más a Dios. Pero nosotros, ¿qué hacemos? ¿Cómo es posible creer
en la muerte y en la eternidad, y no darse del todo a Dios? Amado Redentor mío,
Amor mío crucificado, no quiero aguardar para abrazarme con Vos a que me seáis
traído en la hora de la muerte; desde ahora os abrazo, os estrecho contra mi
corazón, y lo dejó todo para no amar cosa alguna fuera de Vos, único Bien mío.
¡Oh María,
Madre mía, unidme a JESÚS, y haced que no me separe más de su amor!
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