PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO
DE UNA HERMENÉUTICA
DEL
CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
I.
EL OPTIMISMO DEL NUEVO HUMANISMO
1º Un Concilio optimista
En el discurso inaugural
del 11 de octubre de 1962, Juan XXIII propuso que el optimismo fuera el sello de
su Concilio:
• Optimismo ante la
modernidad, que ha contribuido a la libertad de la Iglesia: “Quienes en los tiempos
modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina”, son “almas que, aunque
con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida” (n. 9).
"Disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando
infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos”. “En el
presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de
relaciones humanas”, se puede reconocer fácilmente la intervención de la
Providencia “haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden en
bien para la Iglesia” (n. 10), sobre todo en que “estas nuevas condiciones
impuestas por la vida moderna tienen, al menos, una ventaja : la de haber hecho
que desaparezcan los innumerables obstáculos con que en otros tiempos los hijos
del siglo impedían el libre obrar de la Iglesia” (n. 11).
• Optimismo ante la
jerarquía, sin defecto en la doctrina: “Si la tarea principal del Concilio
fuera discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia,
repitiendo con mayor difusión la enseñanza de los padres y teólogos antiguos y
modernos, que suponemos conocéis y tenéis presente en vuestro espíritu, para
esto no era necesario un Concilio” (n. 14).
• Optimismo ante
los errores, que desaparecen fácilmente: “Al iniciarse el Concilio ecuménico
Vaticano II es evidente como nunca que la verdad del Señor permanece siempre.
Vemos, en efecto, al pasar de un tiempo a otro, que las opiniones de los
hombres se suceden excluyéndose mutuamente y que los errores, apenas nacidos,
se desvanecen como la niebla ante el sol” (n. 15).
• Optimismo ante
los fieles, cuya dignidad es incorruptible: “Siempre se opuso la Iglesia a
estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro
tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la
misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los
necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que
condenándolos. No es que falten doctrinas falaces, opiniones, conceptos
peligrosos que hay que prevenir y disipar; pero ellos están ahí, en evidente
contraste con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan
perniciosos que ya los hombres, por sí solos, hoy día parece que están por
condenarlos, y en especial aquellas formas de vida que desprecian a Dios y a su
Ley... Cada día están más convencidos del máximo valor de la dignidad de la
persona humana” (n, 15).
• Optimismo ante
los infieles, que están llenos de buena voluntad: “Parece como refulgir con un
triple rayo de luz benéfica la unidad de los católicos entre sí, que debe
conservarse ejemplarmente compacta; la unidad de oraciones y fervientes deseos
con que los cristianos separados de esta Sede Apostólica aspiran a estar unidos
con nosotros; y, finalmente, la unidad en la estima y respeto hacia la Iglesia
católica de parte de quienes todavía siguen religiones no cristianas” (n. 17).
• Optimismo ante la
política, que pronto establecerá la paz: “[El Concilio] prepara y consolida ese
camino hacia la unidad del género humano que constituye el fundamento necesario
para que la ciudad terrenal se organice a semejanza de la ciudad celeste” (n.
18).
• Optimismo, en
fin, ante el mismo Concilio: “El Concilio que comienza aparece en la Iglesia
como un guía prometedor de luz resplandeciente. Ahora es sólo la aurora, y el
primer anuncio del día que surge” (n. 19). “Puede decirse que el cielo y la
tierra se unen para celebrar el Concilio” (n. 20). Y en el discurso de
clausura, Pablo VI pudo proclamar que los deseos de su predecesor se habían cumplido:
“Hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto
dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia
optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio
hacia el mundo moderno. Ha reprobado sus errores, sí, porque lo exige no menos
la caridad que la verdad; pero, para las personas, sólo invitación, respeto y
amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes
diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de
esperanza; sus valores no sólo han sido respetados, sino honrados, sostenidos
sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas” (n. 9).
2º La alegría
católica
El problema del optimismo
no es pequeño ni secundario, lo que fácilmente podemos apreciar hoy, cuando la
humanidad entera se hunde en la depresión. El hombre perdió la alegría al salir
del Paraíso terrenal. La vida familiar y social, que tendría que haber sido su
gozo aquí en la tierra mientras esperaba la beatitud celestial, se le
transformó en motivo de penas y tristezas: “Dijo Dios a la mujer : «...Parirás
con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará». Y dijo
a Adán: «...Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la
tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres y al polvo volverás»”
(Gen 3, 16-19). Los que perdieron la noticia del drama inicial de la humanidad
se preguntaron por la felicidad, y los más lúcidos de ellos, Platón y
Aristóteles, fueron muy pesimistas en cuanto a la posibilidad de ordenar la
vida entre los hombres como para que pudiera alcanzarse. Muy pocos recordaron
la promesa del Redentor -por dos veces uno solo: Noé y Abraham-, y aunque Dios
se hizo un pueblo de ellos, el Pueblo de la Promesa, muchas veces tuvo que
reanimarle la esperanza, tantas fueron las tristezas en que vivió. De hecho,
cuando vino finalmente el Salvador, el fariseísmo había sumido al pueblo judío
en una profunda desesperación: “Dijo Jesús a los Doce: ¿Queréis iros vosotros
también? Respondióle Simón Pedro: Señor,
¿a quién iríamos? [Sólo] Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67). Jesucristo no sólo nos
devolvió el optimismo al anunciarnos la inminencia del Reino de Dios: “Id y predicad,
diciendo que se acerca el Reino de los cielos” (Mt 10, 7), sino que nos
anticipó la alegría de su posesión: “Tened por cierto que ya el reino de Dios
está en medio de vosotros” (Lc 17, 21). Porque el optimismo consiste en la
esperanza cierta del bien óptimo, que no es otro que Dios, mientras que la
alegría se sigue de su posesión, y Jesucristo no sólo nos conduce a Dios, sino
que es Dios con nosotros : “Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación
del siglo” (Mt 18, 20). Pero la alegría cristiana, que casi podría considerarse
como la quinta nota de la Iglesia católica, guarda su misterio, pues brota de
la Cruz, como las aguas brotaban del Paraíso para regar toda la tierra. Porque
la alegría cristiana es capaz de alimentarse de las más grandes tristezas, pues
nace de la aceptación amorosa del sufrimiento en unión con el sacrificio de
Cristo: “Ellos
se fueron muy alegres de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos
de padecer ultrajes por el nombre de Jesús” (Act 5, 41). El misterio de la alegría
católica, entonces, se concentra en la Eucaristía, pues por ella nos unimos al sacrificio
de Cristo, en ella conservamos su presencia, con ella comulgamos en su vida. La
Cristiandad medieval supo ser alegre en medio de sus tantísimas penas porque
tuvo una gran devoción a la Cruz, devoción rudísima que se hacía suave y como
humana por lo tanto o más grande devoción a la Eucaristía y a la Virgen María.
Pero la espiritualidad de la Cruz exige una fe muy viva, y parece malsana
locura a los ojos puramente humanos: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado,
escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Cor 1, 23). Por eso se
comprende que los que fueron cayendo en la acidia que dio lugar al mal llamado
Renacimiento, juzgaran de manera negativa el espíritu que forjó la Cristiandad.
El humanismo, entonces, de los siglos XIV y XV pretendió ser una reacción
optimista frente al supuesto pesimismo del catolicismo medieval. La espiritualidad
sacrificial del medioevo habría llevado a un desprecio de los valores
puramente humanos, y los hombres del Renacimiento quisieron mostrar que se
podía disfrutar en el tiempo de las bellezas terrenales, dejando para la
eternidad las alegrías del cielo.
3º El optimismo
histórico
El hombre antiguo,
entonces, que guardaba un recuerdo confuso de sus orígenes y había perdido la promesa
de la redención, carecía de esperanza en el futuro. El estado óptimo de la
humanidad se había dado al comienzo, cuando tuvo, el favor de los dioses, y
cuyo recuerdo se había conservado en los mitos. "La sociedad tradicional
[antigua] está poseída por la nostalgia de un mítico retorno a los orígenes, al
tiempo primordial. El futuro es una amenaza de disgregación y muerte... En un
sentido propiamente histórico, el hombre arcaico carecía en absoluto de esa
confianza en el porvenir de la humanidad que inspira la esperanza en los
«mañanas que cantan»... A la pregunta: ¿Cómo soporta el hombre la historia?, la
respuesta religiosa es siempre negativa: la historia es la caída, el pecado
mitológico por antonomasia y el triste reino de los efímeros. La historia nace
con la pérdida del paraíso y de la relación primordial del hombre con Dios”.
“El hombre antiguo no conoció la fe en el esfuerzo progresivo del hombre y
careció de esperanza en la historia. Para eludir la acción destructora del
tiempo, se refugió en la perenne repetición de los arquetipos míticos. La
historia era el reino de la corrupción y la muerte”. Sólo el Pueblo elegido
mirará la historia con optimismo, fundado en la promesa del Redentor. “La actitud
histórica del pueblo de Israel es la primera en romper el círculo clauso donde
se mueve el hombre antiguo. Israel nace a la historia bajo la presión de la
promesa de Yahvé. Esta promesa, un tanto vaga e imprecisa en sus comienzos,
adquiere en el proceso histórico de este pueblo mayor consistencia. Anuncia el tiempo
del Mesías, el rey salido de la raza de David que ha de colmar la esperanza de
sus fieles dándoles la posesión de un reino sin desmedro”. Pero Dios, como buen
Pedagogo, para ir elevando poco a poco a su Pueblo a una mayor madurez
espiritual, había alentado la expectativa del Reino con promesas terrenales -
como a un niño se le promete un caramelo para que rece sus oraciones -, que no
eran falsas pero no debían interpretarse de manera carnal. Ahora bien, los
espíritus carentes de elevación religiosa, fueron forjándose una idea del Reino
mesiánico totalmente terrena y temporal, en la que fueron poniendo sobre todo
las ansias de desquite y de emulación por la dominación romana. Cuando el
Mesías finalmente llegó, los jefes del pueblo judío estaban ganados por la
esperanza de un imperio judío mundial de carácter político, que pondría a
Israel a la cabeza de las naciones, y no los conformó la proposición de
Jesucristo de un predominio puramente espiritual, con la instauración
definitiva del Reino de Dios recién después del fin de los tiempos. Y por eso
lo crucificaron. De las palabras y del ejemplo de Jesucristo, en cambio, no
surge ningún optimismo histórico, sino más bien todo lo contrario: “Cuando
viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). “Será tan
terrible la tribulación entonces, como no la hubo semejante desde el principio
del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. Y a no acortarse aquellos días,
ninguno se salvaría; mas se abreviarán por amor de los escogidos” (Mt 24, 21).
Porque la Iglesia no va a esperar en el tiempo histórico algo mejor que lo que
tuvo Cristo, quien acabó sus días crucificado. Pero si bien espera ser
crucificada por el Anticristo, esto mismo no lo espera con pesimismo, porque
será el momento de devolverle a su Redentor la señal más pura del amor, que es
dar la vida por el Amigo. Es más, Ella sabe que en este aparente fracaso de la
carne hay un verdadero triunfo del espíritu, y que mientras conserve la
disposición al martirio, las puertas del infiemo (esto es, las potencias
corruptoras del maligno) nunca triunfarán: “En el mundo tendréis grandes
tribulaciones, pero tened confianza, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Y
esto que decimos de la Iglesia en general, debe decirse del fiel cristiano en
particular, que no espera nada óptimo en los días de su historia personal, sino
sólo dar el testimonio del sacrificio: “Yo prodigué mi vida, prodigué mi futuro
por tu amor, ¡oh Jesús! A los ojos profanos de los hombres como rosa marchita
para siempre un día moriré. Más moriré por ti, ¡oh Niño mío, hermosura suprema!
¡Oh suerte venturosa! Deshojándome, quiero demostrarte mi amor” (Santa
Teresita, seis meses antes de morir tuberculosa). Esta es justamente la
actitud que la reacción humanista va a repudiar como pesimista, queriendo darle
a la vida y a la historia del hombre una visión más positiva. Para ello le
prestará más atención a la economía y a la finalidad temporal de la política,
aproximando así sus nuevas esperanzas a la carnalizada esperanza judía. La
única diferencia - ¿que siempre será tal? - está en que la instauración del
Reino no sería obra de más mesías que la propia humanidad. El judaizante
optimismo histórico será especialmente recalcado por el humanismo ilustrado del
siglo XVIII, bajo la idea del inevitable «progreso» de la humanidad:
“La
idea impulsora de tales esperanzas fue la concepción dominante, cada vez con
mayor fuerza desde el Renacimiento, de que la historia humana se mueve hacia una
definitiva meta inframundana en un proceso continuamente progresivo”. El gran teorizador
de esta idea será Hegel, con su Fenomenología del Espíritu. Las hipótesis evolucionistas la
introducirán en la biología, con la autoridad inobjetable de las nuevas ciencias positivas. Y quien la
transformará en motor de los cambios políticos será Carlos Marx. La dialéctica marxista no dejará de pedir el
sacrificio personal, pero no ya para ingresar personalmente en el gozo del Reino de Dios, sino para preparar el advenimiento
en la historia del Reino del Hombre, del que gozará una siempre futura y utópica Humanidad. La visión del optimismo
histórico no es otra cosa que la trasposición al orden puramente humano y temporal
de la Historia Sagrada. “El mundo moderno se formó en el contexto espiritual de
motivaciones cristianas laicizadas y en cierto modo deformadas por una
orientación de la conducta que pone sus preferencias en una valoración
económica de la vida. El mundo de la historia es la única patria del hombre. Modificar
nuestra situación terrenal de acuerdo con las exigencias de nuestra instalación
material es el único fin capaz de despertar el ímpetu de nuestro esfuerzo
creador. El conocimiento será medido en términos de poder sobre las cosas y la
fe en las obras del hombre por su favorable influencia en el ejercicio de la
faena transformadora. La esperanza, siempre regulada por la fe, no podrá trascender
el campo que aquélla le señala. Será una esperanza puesta en el progreso, con
un carácter decididamente histórico y cada vez más marcadamente colectivo.”
4º En rescate
del optimismo humanista
El humanismo empezó
católico, y aunque pronto se volvió protestante con la Reforma y racionalista con
la Ilustración, nunca faltaron -como dijimos - renovaciones católicas de «línea
media». Esto se puede ver, en particular, con el optimismo histórico. Una de
las tantas cosas que pretendió renacer con el Renacimiento, fue una visión más
positiva del futuro del hombre, porque el tiempo es uno de sus valores más humanos.
Tres recursos se le ofrecen al teólogo para lograrlo sin dejar de ser católico:
1º atenuar el pecado original;
2º acentuar el progreso
evangélico; 3o resucitar el milenarismo.
1º Además de las consecuencias del pecado
original en la persona individual, que quedó privada de la gracia y herida en
su naturaleza, se siguen también otras dos, que conforman junto con la primera
lo que el catecismo llama «enemigos del alma» : la carne, el mundo y el
demonio.
• Las consecuencias
individuales, que ni siquiera el bautismo borra del todo en esta vida, hacen que
al hombre las estadísticas le sean contrarias, de manera que si bien la santidad
es posible para una persona particular, no es posible para toda una sociedad, y
si es posible que algunas naciones sean suficientemente cristianas, no es
posible que lo sea toda la humanidad. La razón es simple, pues cuando la
naturaleza es sana, el bien se da en los más y el mal en los menos, pero cuando
la naturaleza está herida, ocurre lo contrario. Y si el argumento parece muy
severo, no hay más que mirar los dos mil años de historia de la cristiandad para
comprobar que es justo.
• Como nuestros primeros
padres pecaron por creerle más a Satanás que a Dios, merecieron ser entregados a
su tiránico dominio, como reos al verdugo; dominio tremendamente facilitado por
contar con la complicidad de la voluptuosa carne y de los egoístas poderes del
mundo. El teólogo humanista pedirá no demonizar demasiado el combate espiritual
y reducir las consecuencias individuales del pecado a la pura privación de la
justicia original, evitando así una visión excesivamente negativa de la
naturaleza humana. Como muchos caen ciertamente en esos excesos, son dos cosas
fáciles de conceder. Y de esta manera ya no quedan razones para negar que pueda
haber buenas sociedades aún paganas.
2º A esta atenuación del pecado original se le
puede agregar que no sólo hay profecías pesimistas en la Revelación, sino que
Nuestro Señor también anunció que el Evangelio sería predicado en todo el
mundo, que nada se les negaría a los que pidieran con fe y que las puertas del
Infierno no iban a prevalecer. Porque junto a la ley del progreso del mal,
fundada en el triunfo de Satanás en el árbol del Paraíso, que anuncia el progresivo
debilitamiento de la fe y enfriamiento de la caridad, está también la ley del progreso
de la Iglesia, fundada en el triunfo de Cristo en el árbol de la Cruz. Lo único
que necesita el teólogo optimista, es olvidar que el triunfo de la Iglesia pasa
por la participación en el sacrificio de Jesucristo, y mirar la historia como un
progresivo acercamiento a la transformación gloriosa de una Iglesia en la que
se incluye generosamente a toda la humanidad.
3º Y esta revalorización del tiempo histórico
lleva casi necesariamente a resucitar alguna manera de milenarismo, que ha sido
una ilusión judaizante que ha tentado siempre especialmente a los inconformes con
el estado actual de las cosas.
5º
Gozo y esperanza del Concilio para la humanidad
La píldora del optimismo
que el Vaticano II ha preparado para la entera humanidad es, como lo sugiere su
nombre, la Constitución pastoral Gaudium et spes, «Gozo y esperanza». Si
bien reconoce que en los tiempos
presentes hay fuertes contrastes, su juicio general -contrariamente a como
juzgaron los Papas de los dos últimos siglos- es decididamente positivo: se
trata de una crisis de crecimiento, «accretionis crisis La droga
principal del remedio conciliar puede resumirse en la estúpida frase de los
años 70: «Sonríe, Dios te ama». Porque si el fin de la creación es la gloria de
Dios tal como la entiende la teología tradicional, tenemos motivo para
gran seriedad, porque el Creador podría reclamar su gloria con un castigo
ejemplar, pues - aunque cuesta decirlo - aún los hombres que por propia culpa
se condenan, glorifican la justicia de Dios. Pero si el fin de la creación es
la gloria de Dios tal como la entiende la teología nueva, es decir, la gloria
y dignidad de la persona humana, hay motivos para que todos sonrían, pues Dios
no puede fallar en su finalidad: no habrá persona que quede sin dignidad. Una
consecuencia, que podemos considerar metafísica, de la inversión
antropocéntrica de los fines de la creación, es la salvación universal del
hombre. Sólo se podría condenar aquel que pierda su condición de persona humana48.
Y en cuanto a los resultados del tratamiento, ya estamos comprobando que han
sido funestos, porque es terrible para el médico confundir los síntomas de un
cáncer terminal con los de una crisis de crecimiento. Pues, como lo sugiere el
discurso de Juan XXIII, al pasar de la visión católica tradicional de la
historia humana, teñida ciertamente de una nota de pesimismo -porque “el mundo
entero yace en poder del Maligno” (1 Jn 5,19) y mucho más en la actualidad-, al
insensato optimismo conciliar, se pretendería cambiar diametralmente todas las
actitudes de la Iglesia, en particular la relación de la jerarquía con los
fieles, con los poderes políticos, con las religiones y con el mundo en
general.
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