Otra tragedia en Colima
(CONTINUACIÓN)
El general Charis comenzó el interrogatorio. Quería la
confesión plena de los planes y la denuncia de los supremos jefes de los
cristeros y del lugar de sus campamentos y sus efectivos militares. Pero, si
les hubieran cortado la lengua, no hubieran sido más mudos
en la respuesta, por lo que enfurecido el militar, mandó abofetearlos hasta hacerles derramar sangre por boca y narices. ¡Vano intento! Eran de la misma madera de los legendarios héroes del cristianismo. Y entonces Charis tuvo una idea diabólica. Mandó desnudar a los dos muchachos Manuel Hernández y Francisco Santillán, y amarrarlos de pies y manos a los troncos de
dos gruesas palmas que existen en el gran patio del Seminario, bajo cuyas
gigantes hojas tantas veces en otro tiempo los seminaristas, y entre ellos
Romero y Hernández, habían pasado
sus alegres recreos, sin sospechar ni por un momento que aquellas hermosas
palmeras habían de ser un día los tronos de su gloria como la Cruz de Cristo
en el Calvario.
Porque para hacer más odioso aquel suplicio mandó el general los amarraran con los brazos abiertos en forma de cruz, que
pusieran a sus pies el cadáver de Benedicto y a los lados de las cruces a las
señoritas Borjas y Ortega, haciendo así un
simulacro de la tragedia del Calvario, que se representa en los templos católicos el día del Viernes Santo. Y dejándolos así a todos, bajo la guardia de centinelas, ordenó que pasaran la noche mientras él iba a
descansar.
¡Qué noche aquella, santo Dios! Los numerosos prisioneros católicos, encerrados en las antiguas salas del Seminario, la pasaron en
blanco, presas de una indefinible angustia. ¿Qué suerte les estaba reservada? ¿Había llegado también para ellos la hora del martirio? ¿Se verían obligados a confesar su fe ante aquellos
sectarios siervos de la tiranía, aun a costa de esos mismos tormentos que veían aplicados en aquellos dos muchachos tan buenos, con saña tan cruel? Sucediera lo que sucediera estaban resueltos a no
desmerecer del nombre católico. El ejemplo de aquellos dos jovencitos
crucificados, desnudos, a la intemperie, en aquellas semi tinieblas de la
noche, que sin embargo permitían ver cómo
algunas lágrimas surcaban a veces sus mejillas, y cómo apretaban
sus labios para no dejar salir de entre ellos ni una queja, ni una palabra comprometedora
para sus hermanos, los parientes o amigos de los cristeros; el de aquellas dos
señoritas, Candelaria Borjas y María Ortega,
de pie, inmóviles, bajo las cruces de Manuel y de Francisco, semejantes a estatuas del
dolor, o más bien imágenes de la doliente Madre del Salvador en el Gólgota bajo la Cruz de Jesucristo; aquel cadáver, ya rígido, de Benedicto tendido por tierra entre las dos jóvenes martirizadas, todo aquel espectáculo
espantoso, que con pérfidos designios se permitía contemplar a los prisioneros desde los corredores a que daban las
puertas abiertas de las salas, aunque siempre bajo la vigilancia de los
centinelas; toda aquella escena fantástica, macabra, espantosamente horrible, ideada
por Charis, para atemorizar a los católicos
prisioneros, era precisamente contraria a sus pérfidos
designios, porque trayéndoles a la memoria las tres horas de agonía de Nuestro Señor Jesucristo martirizado y muerto por nuestro
amor, los confirmaba en su fe, los convertía en héroes en potencia, y los impulsaba a ofrecer con más ahinco y más devoción su vida
y su sangre, en holocausto al Rey de los Mártires. Doña Guadalupe Silva, esposa de D. Ignacio Parra, que había sido aprehendida únicamente por ser la propietaria de la fábrica "El Ideal", en que trabajaba Manuel Hernández, sentía ahogarse en el interior de la sala y salió unos momentos al corredor.
Manuel la vio y la reconoció. Sabía cuánta era la bondad de la buena señora, y desde la palmera en que estaba crucificado, con lamentable voz,
casi un quejido, y tal vez recordando una de las palabras de Jesús en su agonía, le dijo:
—Doña Lupe, tengo mucha sed. ¿No pudiera usted conseguir que me den un poco de
agua?
—Espérate un poco, hijo —le respondió la señora, y dirigiéndose a uno de los centinelas, le pidió permiso para sacar agua de la fuente central del patio, en un cacharro
que por allí había, y obtenido del atemorizado centinela, llevó el vaso
a Manuel y lo acercó a sus labios, para que se desalterara un poco,
como lo hubiera hecho sin vacilar un punto aquella Virgen de los Dolores con su
Hijo Jesús, si en la pelada cumbre del Gólgota
hubiera habido alguna fuente.Bebió Manuel, y le dio las gracias a doña Lupe, y ésta se dirigió también al niño Francisco, para acercar el vaso a sus labios,
que le pagó su caridad con una sonrisa angelical.
La señora, al acercarse, había visto
los brazos de los dos mártires hinchados hasta casi reventar, por causa de
las ataduras que los sujetaban al árbol, y volvió al
soldado, quien a pesar suyo, estaba conmovido ante aquella escena, para pedirle
en nombre de Dios que aflojara por lo menos un poco las atroces ligaduras. El
soldado alzó los hombros como diciendo: "quizás me
castigue el general por eso, ¡ tanto peor! pero no me puedo negar, porque no soy
fiera sino hombre" ; y como lo pidió Doña Guadalupe lo hizo, dando con ello algún
consuelo a los mártires. Eran ya las ocho de la mañana del 25 de julio, y el general Charis, fresco y descansado, pues no
comprendo cómo, pero había podido dormir tranquilamente mientras hacía sufrir a tantos católicos, sus compatriotas, salió para dar sus nuevas órdenes. Un piquete de soldados se formó en dos filas a las puertas del Seminario, mientras otros bajaban de
las cruces a los dos jóvenes. Mandáronse
traer dos parihuelas: en una se puso el cadáver de
Benedicto y se obligó a Candelaria y a María Ortega,
que cargaran con ella. En la otra parihuela depositaron los paquetes de
medicinas y víveres y los cartuchos recogidos en la cajuela del automóvil.
Formóse entonces un fúnebre cortejo. Entre las dos filas de soldados,
iban delante, a medias cubiertos y casi sin poder andar, Manuel y Francisco,
con el rostro ensangrentado por las bofetadas de Charis, y el cuello cubierto
por los hilos de sangre que durante su martirio había
escurrido toda la noche de sus heridas. Seguían después Candelaria y María cargando penosamente en la parihuela el cadáver de Benedicto; detrás de ellas la otra parihuela, llevada por dos
soldados, contenía el ¡botín de guerra! de aquella honrosa campaña las medicinas para los enfermos y los víveres
para los hambrientos héroes del Volcán.
Cerraban la marcha las otras señoritas de la Brigada femenil, aprehendidas durante
la noche; y al fin otro piquete de soldados. . .
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