Las dos últimas rosas de la corona
(Continuación)
María de la Luz se alistó inmediatamente en las filas gloriosas de esta
Acción, al ser fundada en Coyoacán a principios de 1930. Quiere ser miembro activo
y estudia con seriedad los problemas que es preciso resolver. Su carácter se revela en esta ocasión como en tantas otras de su vida. Su espíritu de vanguardia la pone al frente llevándola a
ocupar los primeros puestos. No se ha improvisado para el combate, es veterana
en el arte de dominar situaciones y personas. Se instruye sin cesar, escribe,
corrige y pule cuidadosamente sus discursos que logran siempre su objetivo. A
los 23 años es dueña de su auditorio y está
capacitada para desarrollar temas que interesen a los miembros de su sección.
Su ideal juvenil está forjado, sólo falta
llevarlo a feliz término. Se da cuenta de que el entusiasmo es la
palanca omnipotente y la alegría el ambiente de la acción, y
esconde la amargura de sus fracasos bajo el manto apacible de la sonrisa para
ahorrar sufrimientos a los demás. "Cuando puede sufrir uno solo —dice— ¿para qué han de sufrir dos?".Antes de un año, después de la fundación del
centro de Coyoacán, María de la Luz escala el importante puesto de
tesorera que desempeña con la solicitud y el espíritu sobrenatural con que llevaba a cabo sus acciones. Sin embargo, la prueba estaba cercana. Ella misma, en uno de sus
discursos, decía: "Estamos sujetos a infinitos peligros y
tropiezos que tienden a estorbar nuestro camino: mas, si estamos preparadas,
pero preparadas de una manera sólida, siempre sabremos vencer con el auxilio
divino todos los obstáculos que se interpongan y siempre lograremos
salir avante". Pronto demostró que no eran sólo
palabras.
La murmuración —carcoma de las buenas acciones—- empezó bien pronto a minar el terreno en que pisaba María de la Luz. Se le acusó, como siempre, de querer sobresalir, y de andar
en busca de honras y dignidades. Se criticaron sus discursos y sus hechos. A partir de 1932 la persecución dejó otra vez sentir su látigo como
se temía y fue menester trabajar con sigilo. La contradicción contra María de la Luz sube también de
punto, y llega la hora en que debe dejar los primeros puestos. Siente el desvío aún de sus más íntimas compañeras,
probando su corazón el más amargo de todos los desengaños.
Con todo, no se desanima. Su firmeza de carácter es
puntal de hierro que la sostiene con ayuda de la gracia. Con la mayor
naturalidad le cuenta todo a su confesor, y termina ante el Sagrario con
aquellas palabras que encierran un mundo de resignación y de
energía: "Hágase, Señor, tu
voluntad, así en la tierra, como en el Cielo ". Al mismo tiempo, como nueva
fuente de gracias y virtud sobrenaturales, es admitida a la Tercera Orden de
San Francisco. De esta suerte, no descuidará la
propia perfección por entregarse a procurar la de sus hermanos. Su
director de espíritu ha dado elocuente testimonio de su
puntualidad y fervor en el cumplimiento de sus deberes de terciaria. La
Eucaristía le daba fuerzas diariamente para continuar el sacrificio. Para María de la Luz fue, pues, la juventud, un horizonte sin límites, el amor al peligro y a las altas empresas, con los ojos puestos
en el sol que todo lo alumbra y vivifica: en Jesucristo.
Por eso fue digna de vestir el manto de púrpura y
empuñar la palma cumpliendo a la letra su triple ideal de juventud: "Eucaristía — Apostolado — Heroísmo".
Al emprender el camino hacia el ideal de la Acción Católica no iba María de la
Luz deslumbrada por ciertos tintes románticos
que suelen atraer a la juventud a las grandes empresas y que, aun sirviendo de
resortes poderosos para la acción, claudican casi siempre por la falta de
fundamento sólido, ante el choque duro y escueto de la realidad. María de la Luz vio la vida tal cual ella es en sí,
principalmente en los últimos años de su
vida. Nunca pensó en casarse, quizá porque
ya bullía en su corazón el plan que fue madurando y que sólo la muerte pudo deshacer. Ello es que, como lo confesó repetidas veces, el camino del matrimonio no era el suyo. Así lo dijo a una señora hablando sobre el asunto: "Yo me imagino
que las que quieren casarse se han de sentir fuertemente llamadas para eso; y
yo compadezco a las que se casan sin darse cuenta de sus grandes
responsabilidades... Llámeme usted, cotorra cuando quiera, o nada, acumule
todos los epítetos que le plazca, pero, a menos que Dios no disponga otra cosa, yo
no quiero por mí misma exponerme a una vida en la que no sería feliz... Y es que meditaba el plan de entrar religiosa en un convento de
capuchinas, como lo comunicó a su padre en una hermosa carta, por la cual —no atreviéndose a hacerlo de palabra— le ponía al tanto de sus propósitos. Ciertamente
hubiera ido bien preparada al convento, estudiando, como estudiaba sin
interrupción, cuanto podía instruirla en las verdades de la fe y en la práctica plena de la vida católica. Cuando llegó a ocupar
el puesto de jefa de su grupo en la Acción Católica, tomó aún con más empeño el estudio de la apologética y sociología. Procuraba organizar reuniones con sus compañeras e infundir vida a los círculos de estudios cuya principal cooperadora era
ella.
El año de 1934 dejó en los corazones de los habitantes de la capital
una pesadilla de fiebre que atravesó regando sangre y fuego para hundirse pronto en el
abismo de sus propias monstruosidades. Los "Camisas Rojas" habían sido traídos a México por su protector y jefe Garrido Canabal
entonces Ministro de Agricultura. Se entabló entonces
la lucha cuerpo a cuerpo contra la Iglesia Católica. Ya
no se atacaba a tal o cual católico, era el odio formal contra Jesucristo el que
serpeaba y se retorcía por entre las intenciones siniestras de los
nuevos Nerones. Era preciso borrar del mundo el nombre de cristiano; había que inocular en las almas puras de los niños el
odio a Dios y a sus padres apoderándose de sus conciencias para "crear una
nueva alma nacional". Se querían repetir en la capital y sus alrededores las
experiencias de Tabasco, donde habían sido incendiadas y destruidas las iglesias,
pervertidos los niños y proscrito cuanto sonara a cristiano.
Homero Margalli —incondicional de Garrido— tenía a sus órdenes la policía de
Coyoacán. Tiene el propósito de dar una lección de
civismo y cultura incendiando la parroquia. Un domingo de diciembre despejado y
frío. Los transeúntes recorren las calles con vestidos domingueros.
La Iglesia está llena de niños y
personas mayores que cumplen con el precepto de la misa. Son las nueve de la mañana y en la plazoleta empieza a reunirse un grupo desvergonzado de
"Camisas Rojas", jóvenes, casi niños de 14
a 18 años de edad, escandalizan con sus palabras y su actitud irreverente a
los pacíficos moradores de Coyoacán. Bien pronto, el calor de las copas bebidas
momentos antes en compañía de Margalli caldean los ánimos y mueven las lenguas que se agitan insultantes y amenazadoras. Es
preciso derribar las trincheras clericales donde se oculta Jesucristo, es
preciso derrocar al Galileo que llena con su nombre el mundo que ellos, los
rojos, quisieran tener en el puño.
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