INTRODUCCIÓN
Decía Pablo Bert en 1879,
en su informe sobre instrucción pública: “Nuestra voluntad es
levantar frente al templo donde se afirma, la escuela donde se demuestra”. En
esta obra nos proponemos evidenciar plenamente que el templo donde se afirma es
también el templo donde se demuestra, y que la religión no es simplemente un
postulado, sino una ciencia, en el estricto sentido de la palabra. Se entiende
por ciencia “todo conjunto de conocimientos razonados, deducidos lógicamente
unos de otros, y fundados, en último análisis, en hechos ciertos y principios
evidentes”. Ahora bien, la Religión Católica tiene su fundamento en
hechos positivos y ciertos y en principios evidentes, de los cuales lógicamente
se deducen las verdades de orden teórico y práctico que enseña. Su Santidad
León XIII ha dicho: “Son tan sólidos los principios de la fe católica y tan
en armonía con las exigencias de la lógica, que son más que suficientes para
convencer al entendimiento más exigente y a la voluntad mas rebelde y obstinada”
(Encíclica Aeterni Patris). Tan científico y tan racional es
el Catecismo de la doctrina cristiana, como puede serlo cualquier libro
profano, por exigente que sea. Al tratar de ofrecer una demostración cabal y
documentada acerca del origen divino de nuestra religión, no es nuestro propósito
presentar una obra nueva, sino reunir sintéticamente en breves páginas los
tesoros de erudición y ciencia apologética que se hallan profusamente
esparcidos en otras obras, menos al alcance de las inteligencias y de las
posibilidades de muchos lectores. La materia de este libro es una explicación del Concilio Vaticano I conforme
a las normas de la Teología fundamental. El mismo va dirigido a la juventud
escolar. Su finalidad es hacer comprender a los jóvenes de ambos sexos que la
religión no es un problema de orden sentimental, sino una imposición de la
razón y de la conciencia. Hoy más que nunca deben conocer a fondo los
verdaderos motivos de la credibilidad, para afianzarse más en su fe y estar
mejor dispuestos a defenderla y propagarla debidamente. Grande es hoy el afán
por conocer las ciencias profanas, ya sean teóricas o aplicadas; pero existe un
abandono casi total del estudio de la Religión, que, al fin y al cabo es la
única que debe hacer felices a los hombres en esta vida y en la otra. También
va dirigido este libro a las personas mayores que, impedidas por sus
ocupaciones para dedicarse a estudios profundos sobre las verdades religiosas,
podrán hallar en él compendiadas las enseñanzas de otras más extensas y arduas.
Es un deber para todo católico el estar preparado para defender su religión. Hoy
se ignoran o se niegan principios tan fundamentales como la existencia de
Dios, la inmortalidad y espiritualidad del alma, la necesidad y
divinidad de la religión, los derechos y prerrogativas de la Iglesia, etc.,
etc. Es, pues, de capital importancia que el católico sepa responder acertadamente
a los ataques infundados de la falsa ciencia. Así lo reconoció León XIII en su encíclica Sapientiae christianae: “Ante
la multitud de los errores modernos, el deber primordial de los católicos lo
constituye el velar sobre sí mismos y tratar por todos los medios de conservar
intacta su fe, evitando cuanto pueda mancillarla y disponiéndose para
defenderla contra los sofismas de los incrédulos. A este fin creemos contribuirá
grandemente que cada cual, según se lo permitan sus medios y su inteligencia,
se esfuerce en alcanzar el más perfecto conocimiento posible de aquellas verdades
religiosas que es dado al hombre abarcar con su entendimiento.” Después de
demostrar que Dios ha encomendado a la Iglesia Católica la misión de enseñar a
los hombres lo que hay que creer y lo que hay que practicar para salvarse, ofrecemos
una brevísima síntesis del dogma, de la moral y del culto católico. Es un
memorial compendioso, pero bastante completo en la doctrina cristiana. Su
lectura bastará para recordar las enseñanzas fundamentales de la religión. El
método que hemos seguido en esta obra, en el mismo que empleó Santo Tomás de
Aquino en su Suma Teológica. El santo Doctor plantea en primer término la
cuestión, la resuelve, y da seguidamente las explicaciones y demostraciones
correspondientes. El método tiene la triple ventaja de excitar el interés,
precisar la doctrina y ofrecer una demostración clara y concreta de la verdad en cuestión. Quizás a alguno le parezca que hemos acumulado excesivamente los argumentos y
las demostraciones. Es frecuente en Filosofía y en Teología que un solo
argumento no logre plenamente el asenso del entendimiento. De ahí que la
demostración deba ser como un haz de rayos dirigido a un solo objeto. Si éste no
tiene más que una superficie, bastará un solo rayo para iluminarlo; pero en el
caso de ser muchas, habrá necesidad de tantos rayos, cuantas sean las
superficies. Así también, en materia religiosa, muchas verdades, para ser comprendidas
en todos sus aspectos, necesitan múltiples demostraciones; cada argumento sirve
para aclarar un aspecto parcial, y la suma de todos nos dan idea cabal del
pensamiento íntegro. Aparte de esto es bien sabido que no todas las razones
convencen a todos, y lo que para uno es claro, para otro es oscuro. También se
nos reprochará, por ventura, el uso excesivo del silogismo. Pero a los que así
piensan les advertimos que ésta es la forma de argumentación más segura y
eficaz, al paso que la más breve y didáctica. Tanto más cuanto que pretendemos
instruir más bien que deleitar al lector. Fue en la gruta de Lourdes donde
concebimos la idea de publicar esta obra. Por eso la Virgen Inmaculada ha sido
por muchos años de investigación y de estudio la que ha sostenido nuestras
fuerzas. Por sus benditas manos nos atrevemos a presentar a su Divino Hijo, Maestro verdadero de las almas, el fruto de nuestro
trabajo. Dígnese Él misericordiosamente hacerlo fecundo en frutos de salvación,
que es la única gloria que ambicionamos y que será nuestra más preciada
recompensa.
Mende, 8 de diciembre de
1900.
PRIMERA
VERDAD
DIOS EXISTE
DIOS EXISTE
Existe un Dios supremo y eterno, creador y conservador del universo
1. P. ¿Cuál es la
primera verdad, que ningún hombre debe ignorar?
R. La
primera verdad que ningún hombre debe ignorar es la existencia de
Dios, es decir, de un Ser eterno, necesario e infinitamente perfecto, Creador del universo espiritual y material, absoluto Señor de todas las cosas, a las que Él gobierna con su Providencia. Esta es la verdad fundamental sobre la que descansa el edificio augusto de la religión, de la moral, de la familia y todo el orden social. Si no hay Dios, la religión es completamente inútil. La moral carece de base, si Dios, en virtud de su santidad, no establece una diferencia entre el bien y el mal; si con su autoridad suprema, no hace obligatorias las normas de esa moral, y si con su perfecta justicia no premia el bien y castiga el mal. Es imposible concebir la familia y la sociedad, sin leyes, sin deberes, sin las virtudes de la caridad, etc., y todas estas virtudes, si Dios no existiera, serían puras quimeras.
Dios, es decir, de un Ser eterno, necesario e infinitamente perfecto, Creador del universo espiritual y material, absoluto Señor de todas las cosas, a las que Él gobierna con su Providencia. Esta es la verdad fundamental sobre la que descansa el edificio augusto de la religión, de la moral, de la familia y todo el orden social. Si no hay Dios, la religión es completamente inútil. La moral carece de base, si Dios, en virtud de su santidad, no establece una diferencia entre el bien y el mal; si con su autoridad suprema, no hace obligatorias las normas de esa moral, y si con su perfecta justicia no premia el bien y castiga el mal. Es imposible concebir la familia y la sociedad, sin leyes, sin deberes, sin las virtudes de la caridad, etc., y todas estas virtudes, si Dios no existiera, serían puras quimeras.
2. P. ¿Podemos estar
ciertos de la existencia de Dios?
R. Sí,
tan ciertos podemos estar de que Dios existe, como de que existe el sol. Es
verdad que a Dios no lo vemos con los ojos corporales, porque es un espíritu puro;
pero son tantas las pruebas que demuestran, sin lugar a dudas, su existencia, que
sería necesario haber perdido por completo la inteligencia, para afirmar que
Dios no existe. No puede la mente humana comprender la naturaleza íntima de
Dios ni los misterios de la vida divina; pero sí puede establecer con plena
certeza el hecho de su existencia y conocer algunas de sus perfecciones. A Dios
no lo podemos ver, ciertamente, con los ojos del cuerpo, pero sí podemos
contemplar sus obras. Así como por la vista de un cuadro deducimos la
existencia del pintor, cuya es la obra – puesto que la existencia
del efecto supone la existencia de la causa que lo produjo – así también,
podemos remontarnos de los seres creados al Creador, causa primera de
todo cuanto existe. Esto es lo que afirma el Concilio Vaticano I: “Con la luz
natural de la razón humana puede
ser conocido con certeza, por medio de las cosas creadas, el Dios único y
verdadero, Creador y Señor nuestro”.
ORDEN DE NUESTRA EXPOSICIÓN
I. Principales
pruebas de la existencia de Dios
II. Falsos
sistemas inventados por los impíos para explicar el origen del mundo. – Su refutación.
III. Bondades
recibidas de Dios y efectos de su Providencia.
I. PRUEBAS DE LA
EXISTENCIA DE DIOS.
P. ¿Cuáles son las
pruebas principales de la existencia de Dios?
R. Podemos citar siete, que nuestra razón nos dicta, y que se fundan:
1º En la existencia del universo;
2º
En el movimiento, orden y vida de los seres creados;
3º
En la existencia del hombre, dotado de inteligencia y libertad;
4º En la existencia de la
ley moral.
5º En el consentimiento
universal del género humano;
6º En los hechos ciertos
de la historia;
7º En la necesidad de un
ser eterno. Estas pruebas pueden agruparse en tres categorías: físicas, morales
y metafísicas. Son pruebas físicas las que se fundan en la existencia,
orden y vida de los seres creados (1º y 2º). Son pruebas morales las que tienen por base el testimonio de nuestra conciencia,
del género humano, y los hechos conocidos de la historia (3º a 6º) Como prueba metafísica
– ya que éstas son menos asequibles para las inteligencias comunes –
daremos solamente la que se funda en la necesidad de un ser eterno. (7º). Todas
estas palabras tienen un fundamento común, que es un postulado o principio
inconcuso, que todo el mundo admite: No hay efecto sin causa. Cualquiera
de ellas, tomada aisladamente, demuestra plenamente la existencia de Dios; pero
consideradas en conjunto, constituyen una demostración irrebatible, capaz de convencer
al incrédulo más obstinado.
PRIMERA PRUEBA: LA
EXISTENCIA DEL UNIVERSO.
4. P. ¿Cómo se
demuestra, por la existencia del universo, la existencia de
Dios?
Dios?
R. La
razón nos dice que no hay efecto sin causa. Vemos un edificio, un
cuadro, una estatua: al punto se nos ocurre la idea de un constructor, de un
pintor, de un escultor, que hayan hecho esas obras. Del mismo modo, al
contemplar el cielo, la tierra y todo cuanto existe, pensamos que todo ello
debe tener una causa; y esa causa primera del mundo, le llamamos Dios:
Luego por la existencia del universo, podemos demostrar la existencia de Dios.
En efecto:
1º
El universo no ha podido hacerse a sí mismo.
2º
No es fruto de la casualidad.
3º
No ha existido siempre.
Luego debe la existencia a
un Ser supremo y distinto de él.
1º El
universo no ha podido hacerse a sí mismo, porque lo que no existe, no puede
obrar, y consiguientemente, no puede darse la existencia. El ser que no existe,
es nada, y la nada, nada produce.
2º El
universo no es fruto de la casualidad, porque la casualidad no existe, y
por lo tanto, nada puede producir. La casualidad es una palabra que el hombre
ha inventado para ocultar su ignorancia y para explicar los hechos cuyas causas
desconoce.
3º El
universo no ha existido siempre. Así lo reconocen a una todas las ciencias;
la geología, la astronomía, la biología, etc., todas sostienen que el mundo
tuvo que tener un principio. Tres caracteres señala la Filosofía al ser
eterno: es necesario, inmutable e infinito. Ahora bien:
1º El mundo es material, y
el ser material no puede ser necesario. Ninguna de sus partes existe
necesariamente, pues se puede prescindir perfectamente de ésta o aquélla. Una
montaña, o un río, o un árbol, podrían
no existir. Luego si ninguna de las partes es de por sí necesaria, tampoco será
necesario el todo.
2º El mundo no es inmutable.
Si contemplamos la naturaleza material que nos rodea, vemos que en ella todo
nace, todo perece, todo se renueva: las plantas, los animales, el hombre.
3º El mundo no es infinito,
pues siempre es posible suponer un mundo más hermoso y más perfecto que el que
existe. Por consiguiente tampoco es eterno, porque la eternidad – que es una
perfección infinita – sólo puede hallarse en un ser infinito. Si, pues, el
mundo no ha existido siempre, entonces es una obra que supone un obrero
de la misma manera que el reloj supone un relojero, etc.
CONCLUSIÓN: La
existencia del universo demuestra la existencia de un Ser Supremo, causa
primera de todos los seres. Ese ser supremo es Dios.
NARRACIÓN. –
Durante la revolución de 1793 decía el impío Carrier a un campesino de Nantes:
– Pronto vamos a convertir
en ruinas vuestros campanarios y vuestras escuelas.
– Es muy posible –
respondió el campesino – pero nos dejaréis las estrellas; y mientras ellas
existan, serán como un alfabeto del buen Dios, en el que nuestros hijos podrán
deletrear su augusto nombre. No se precisan largos discursos para demostrar que
Dios existe: basta abrir los ojos, y contemplar las maravillas del mundo
exterior.
SEGUNDA PRUEBA:
MOVIMIENTO, ORDEN Y VIDA
DE LOS SERES CREADOS
5. P. ¿Se puede
demostrar la existencia de Dios, por el movimiento de los seres creados?
R. Sí,
porque no hay movimiento sin un motor, es decir, sin alguna causa que lo produzca. Ahora bien, cuanto existe en el mundo, obedece a algún
movimiento que tiene que ser producido por algún motor. Y como no es posible
que exista realmente una serie infinita de motores, dependientes el uno del
otro, es preciso que lleguemos a un primer motor, eterno, necesario, causa
primera del movimiento de todos los demás. A ese primer motor le
llamamos Dios.
1º Sostiene la Mecánica,
que es parte de la Física, que la materia no puede moverse por sí sola. Una estatua no puede abandonar su pedestal, una máquina no
puede moverse sin una fuerza motriz; un cuerpo en reposo no puede por sí solo ponerse
en movimiento. Tal es el llamado principio de inercia. Luego para
producir un movimiento, es necesario un motor.
2º Ahora bien, la Tierra,
el Sol, la Luna, las estrellas, recorren continuamente órbitas inmensas sin
chocar jamás unas con otras. La Tierra es una esfera colosal, de 40.000 km. de
circunferencia, que realiza una rotación completa sobre sí misma durante cada
24 horas, moviéndose los puntos situados sobre el ecuador con la velocidad de
28 km. por minuto. En 365 días da una vuelta completa alrededor del Sol,
marchando a una velocidad de unos 30 km. por segundo. Todos los demás planetas
realizan movimientos análogos. Y si miramos a nuestra Tierra, vemos que en ella
todo es movimiento: los vientos, los ríos, las mareas, la germinación de las
plantas.
3º Todo movimiento supone
un motor; y como no se puede suponer una serie infinita de motores que se
comuniquen el movimiento unos a otros, puesto que tan imposible un número
concreto infinito como un bastón sin extremos, hemos de llegar necesariamente
a un primer ser que comunique el movimiento sin haberlo recibido: hemos de
llegar a un primer motor que no sea movido. Ahora bien, este primer ser, esta primera causa del movimiento, es Dios, a quien justamente podemos llamar
el primer motor del universo.
6. P. ¿Prueba la
existencia de Dios el orden que reina en el universo?
R. Sí,
todo lo que se hace con orden, supone una inteligencia ordenadora; y cuanto más
grandiosa es la obra y más perfecto es el orden, tanto mayor y más poderosa es
esa inteligencia. Ahora bien, en todo el universo y en sus menores detalles
existe un orden sorprendente. Luego podemos deducir que existe un supremo
ordenador y una suprema inteligencia, a quien llamamos Dios.
1º No se da efecto sin
causa, ni orden sin una inteligencia ordenadora. Si arrojamos sobre el suelo un montón de letras mezcladas, ¿acaso podrán producir un
libro si no hay una inteligencia que las ordene? De ninguna manera. Juntemos en
una caja todas las piezas de un reloj; ¿acaso llegarán a colocarse por sí solas
en el sitio que les corresponde, para iniciar el movimiento y marcar las horas?
¡Jamás!
2º El orden que reina en
el universo es perfecto: a cada cosa corresponde un lugar. El día sucede a la
noche, y la noche al día; las estaciones se suceden unas a otras. La Tierra,
los cielos, las estrellas, los diversos elementos del universo, todo se encadena,
todo concurre a la armonía maravillosa del conjunto. La consecuencia es esta:
este orden tan admirable supone un ordenador. Algunos dicen: este orden del
mundo, sus combinaciones tan complicadas, esta armonía que admiramos son efectos
de la casualidad. Nada más absurdo y falto de razón. La casualidad no es
más que una palabra, hija de la ignorancia, con que se pretende explicar
aquello cuya causa se desconoce. Otros dicen que ello se da por consecuencia de
las fuerzas o leyes naturales. Eso es correcto, pero, precisamente, la
existencia de esas leyes, suponen la existencia de Dios, pues no hay ley si no existe
un legislador. ¿Quién ha dictado esas leyes?... ¿Quién las mantiene?... ¿Quién
las dirige?... La materia es, de suyo, inerte; luego existe un ser
distinto que la mueve. La materia es ciega; luego existe un ser inteligente que
la guíe, ya que todo marcha en un orden perfecto.
Resumiendo: Todo
efecto debe tener una causa proporcionada: el orden y la armonía suponen un ser
inteligente; el mundo supone la existencia de Dios. Para Newton, el mejor
argumento para demostrar la existencia de Dios era el orden del universo; por
eso solía repetir las palabras de Platón: “vosotros deducís que yo tengo un alma inteligente, porque observáis
orden en mis palabras y acciones; concluid pues, contemplando el orden que
reina en el universo, que existe también un ser soberanamente inteligente, que
existe un Dios”. El mismo Voltaire no pudo resistir a la fuerza de este
argumento. Afirmaba que era preciso perder por completo el juicio para no deducir
de la existencia del mundo la existencia de Dios, a la manera que a la vista de
un reloj, deducimos la existencia de un relojero. Se discutía un día en su presencia sobre la
existencia de Dios; y él, señalando con el dedo a un reloj de pared que en la
habitación había, exclamó: – ¡Cuánto más reflexiono, menos puedo comprender
cómo podría marchar ese reloj si no lo hubiera construido un relojero!
7. P. ¿Podemos deducir la
existencia de Dios por la contemplación de los
seres vivientes?
seres vivientes?
R. Sí,
La razón, la ciencia y la experiencia nos obligan a
admitir un Creador de todos los seres vivientes diseminados sobre la
Tierra. Y como ese Creador no puede ser sino Dios, se sigue que de la existencia
de los seres vivientes, podemos concluir la existencia de Dios. Las ciencias
físicas y naturales nos enseñan que en un tiempo no hubo ningún ser
viviente sobre la tierra. ¿De dónde proviene, entonces, la vida que ahora
existe en ella: la vida de las plantas, la de los animales y la del hombre? La
razón nos dicta que no ya la vida intelectiva del hombre, ni la vida sensitiva
de los animales, pero ni siquiera la vida vegetativa de las plantas pudo haber brotado de la materia. ¿Razón? Porque nadie puede dar lo que no tiene; y como
la materia carece de vida, tampoco pudo darla. Los ateos no saben qué responder
a este dilema: o bien la vida ha nacido espontáneamente sobre la Tierra,
fruto de la materia por generación espontánea; o bien hay que admitir
una causa distinta del mundo, que fecunda a la materia y hace germinar en ella
la vida. Ahora bien, después de los experimentos concluyentes de Pasteur, nadie
se atreve a defender la hipótesis de la generación espontánea; la
ciencia establece que nunca nace un ser viviente si no existe un germen
vital, semilla, huevo o renuevo, proveniente de otro ser viviente de
la misma especie. Y cuál es el origen del primer viviente en cada una de las
especies? Remontémonos cuanto queramos de generación en generación; siempre
llegaremos a un primer creador de todos los seres vivientes, causa primera de
todas las cosas, que es Dios. Es éste el argumento del huevo y la gallina; pero
no por ser viejo, deja de preocupar seriamente a los ateos.
8. P. Todos los seres
del universo, ¿prueban la existencia de Dios?
R. Sí, cuantos seres existen en el universo son otras tantas pruebas de
la
existencia de Dios, porque todos ellos son el efecto de una causa que les ha dado el ser, de un Dios que los ha creado a todos. Muy bien conocen los sabios los elementos que integran cada uno de esos seres; y, sin embargo, no son capaces de producir uno solo; no pueden crear ni una hoja de árbol, ni una brizna de hierba. Preguntaba Lamartine a un picapedrero de S. Pont: ¿Cómo puedes conocer la existencia de Dios, si jamás has asistido a la escuela, ni a la doctrina, ni te han enseñado nada en tu niñez, ni has leído ninguno de los libros que tratan de Dios? Le respondió el picapedrero: ¡Ah, Señor! Mi madre, en primer lugar, me lo ha dicho muchas veces; además, cuando fui mayor, conocí a muchas almas buenas que me llevaron a casas de oración, donde se reúnen para adorarle y servirle en común, y escuchar las palabras que ha revelado a los santos para enseñanza de todos los hombres. Pero aun cuando mi madre nunca me hubiese dicho nada de Él, y aun cuando nunca hubiera asistido al catecismo que enseñan en las parroquias, ¿no existe otro catecismo en todo lo que nos rodea, que habla muy alto a los ojos del alma, aun de los más ignorantes? ¿Por ventura se precisa conocer el alfabeto, para leer el nombre de Dios? ¿Acaso su idea no penetra en nuestro espíritu con nuestra primera reflexión, en nuestro corazón con su primer latido? Ignoro qué opinarán los demás hombres, señor, pero en cuanto a mí, no podría ver, no digo una estrella, sino una hormiga, ni una hoja, ni un grano de arena, sin decirle:
existencia de Dios, porque todos ellos son el efecto de una causa que les ha dado el ser, de un Dios que los ha creado a todos. Muy bien conocen los sabios los elementos que integran cada uno de esos seres; y, sin embargo, no son capaces de producir uno solo; no pueden crear ni una hoja de árbol, ni una brizna de hierba. Preguntaba Lamartine a un picapedrero de S. Pont: ¿Cómo puedes conocer la existencia de Dios, si jamás has asistido a la escuela, ni a la doctrina, ni te han enseñado nada en tu niñez, ni has leído ninguno de los libros que tratan de Dios? Le respondió el picapedrero: ¡Ah, Señor! Mi madre, en primer lugar, me lo ha dicho muchas veces; además, cuando fui mayor, conocí a muchas almas buenas que me llevaron a casas de oración, donde se reúnen para adorarle y servirle en común, y escuchar las palabras que ha revelado a los santos para enseñanza de todos los hombres. Pero aun cuando mi madre nunca me hubiese dicho nada de Él, y aun cuando nunca hubiera asistido al catecismo que enseñan en las parroquias, ¿no existe otro catecismo en todo lo que nos rodea, que habla muy alto a los ojos del alma, aun de los más ignorantes? ¿Por ventura se precisa conocer el alfabeto, para leer el nombre de Dios? ¿Acaso su idea no penetra en nuestro espíritu con nuestra primera reflexión, en nuestro corazón con su primer latido? Ignoro qué opinarán los demás hombres, señor, pero en cuanto a mí, no podría ver, no digo una estrella, sino una hormiga, ni una hoja, ni un grano de arena, sin decirle:
¿Quién es el que te ha
creado? Lamartine replicó: Dios – se responderá usted mismo.
– Así es, señor – añadió
el picapedrero – esas cosas no pudieron hacerse por sí mismas, porque antes de
hacer algo, es necesario existir; y si existían no podían hacerse de nuevo. Así
es como yo me explico que Dios ha creado todas las cosas. Usted conoce otras
maneras más científicas para darse razón
de ello.
– No – repuso Lamartine –
todas las maneras de expresarlo coinciden con la suya. Pueden emplearse más
palabras, pero no con más exactitud.
TERCERA PRUEBA:
LA EXISTENCIA DEL HOMBRE,
INTELIGENTE Y LIBRE.
9. P. ¿Podemos
demostrar particularmente la existencia de Dios, por la existencia del hombre?
R. Sí,
Por la existencia del hombre, inteligente y libre, llegamos a deducir la existencia
de Dios, pues no hay efecto sin una causa capaz de producirlo. Un ser
que piensa, reflexiona, raciocina y quiere, no puede provenir sino de
una causa inteligente y creadora; y como esa causa inteligente y creadora es
Dios, se sigue que la existencia del hombre demuestra la existencia de Dios.
Podemos decir por consiguiente: Yo pienso, luego existo, luego existe Dios.
Es un hecho indubitable que no he existido siempre, que los años y días de mi
vida pueden contarse; si, pues, he comenzado a existir en un momento dado, ¿quién
me ha dado la vida? ¿Acaso he sido yo mismo? ¿Fueron mis padres? ¿Algún ser
visible de la creación? ¿Fue un espíritu creador?
1° No he sido yo mismo.
Antes de existir, yo nada era, no tenía ser; y lo que no existe no produce
nada.
2° Ni fueron sólo mis
padres los que me dieron la vida. El verdadero autor de una obra puede
repararla cuando se deteriora, o rehacerla cuando se destruye. Ahora bien, mis
padres no pueden sanarme cuando estoy enfermo, ni resucitarme después de
muerto. Si solamente mis padres fuesen los autores de mi vida, ¡qué
perfecciones no tendría yo! ¿Qué padre no trataría de hacer a sus hijos en todo
perfectos?... Hay además otra razón. Mi alma, que es una sustancia simple y
espiritual, no puede proceder de mis padres: no de
su cuerpo, pues entonces sería material; no de su alma, porque el alma es
indivisible; ni, por último, de su poder creador, pues ningún ser creado puede
crear.
3° No debo mi
existencia a ningún ser visible de la creación. El ser humano tiene entendimiento
y voluntad, es decir, es inteligente y libre. Por consiguiente, es superior a
todos los seres irracionales. Un mineral no puede producir un vegetal; un vegetal
no puede producir un animal, ni un animal, un hombre.
4° Debo, por consiguiente,
mi ser a un Espíritu creador. ¿De dónde ha sacado mi alma? No la sacó de
la materia, pues entonces sería material. Tampoco la sacó de otro espíritu,
porque el espíritu, que es simple, no puede dividirse. Luego, necesariamente la
sacó de la nada, es decir, la creó. Y como el único que puede crear es
Dios, es decir, el único que puede dar la existencia con un simple acto de
su voluntad, se sigue que por la existencia del hombre, queda demostrada la
existencia de Dios.
CUARTA PRUEBA: LA
EXISTENCIA DE LA LEY MORAL.
10. P. ¿Prueba la
existencia de Dios el hecho de la ley moral?
R. Sí,
la existencia de la ley moral prueba irrefragablemente que Dios existe. Existe,
en efecto, una ley moral, absoluta, universal, inmutable, que manda hacer
el bien, prohíbe el mal y domina en la conciencia de todos los hombres. El que
obedece esta ley, siente la satisfacción del deber cumplido; el que la
desobedece, es víctima del remordimiento. Ahora bien, como no hay efecto sin
causa, ni ley sin legislador, esa ley moral tiene un autor, el cual es Dios.
Luego, por la existencia de la ley moral llegamos a deducir la existencia de
Dios. Él es el Legislador supremo que nos impone el deber ineludible de
practicar el bien y evitar el mal; el testigo de todas nuestras
acciones; el juez inapelable que premia o castiga, con la tranquilidad o
remordimientos de conciencia. Nuestra conciencia nos dicta:
1° que entre el
bien y el mal existe una diferencia esencial;
2° que debemos practicar
el bien y evitar el mal;
3° que todo acto malo merece castigo como toda obra
buena es digna de premio;
4° esa misma conciencia se alegra y aprueba a sí misma
cuando procede bien, y se reprueba y condena cuando obra mal. Luego existe en
nosotros una ley moral, naturalmente impresa y grabada en nuestra
conciencia. ¿Cuál es el origen de esa Ley? Evidentemente debe haber un
legislador que la haya promulgado, así como no hay efecto sin causa. Esa ley
moral es inmutable en sus principios, independiente de nuestra
voluntad, obligatoria para todo hombre, y no puede tener otro autor que
un ser soberano y supremo, que no es otro que Dios. Además de lo dicho, se ha
de tener presente que si no existe legislador, la ley moral no puede tener
sanción alguna; puede ser quebrantada impunemente. Luego, una de dos: o es Dios
el autor de esa ley, y entonces existe; o la ley moral es una quimera, y en ese
caso no existe diferencia entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio,
la injusticia y la iniquidad, y la sociedad es imposible. El sentimiento íntimo manifiesta a todo hombre la existencia de Dios. Por natural instinto, principalmente en los momentos de ansiedad o de peligro, se
nos escapa este grito: ¡Dios mío!.. Es el grito de la naturaleza. “El más
popular de todos los seres es Dios –
dijo Lacordaire – El pobre lo llama, el moribundo lo invoca, el pecador le
teme, el hombre bueno le bendice. No hay lugar, momento, circunstancia,
sentimiento, en que Dios no se halle y sea nombrado. La cólera no cree haber alcanzado
su expresión suprema, sino después de haber maldecido este Nombre adorable; y
la blasfemia es asimismo el homenaje de una fe que se rebela al olvidarse de sí
misma”. Nadie blasfema de lo que no existe. La rabia de los impíos como las
bendiciones de los buenos, dan testimonio de la existencia de Dios.
QUINTA PRUEBA:
LA CREENCIA UNIVERSAL DEL GÉNERO
HUMANO.
11. P. El
consentimiento de todos los pueblos, ¿prueba la existencia de Dios?
R. Sí;
la creencia de todos los pueblos es una prueba evidente de la existencia de
Dios. Todos los pueblos, cultos o bárbaros, en todas las zonas y en todos los
tiempos, han admitido la existencia de un Ser supremo. Ahora bien, como es
imposible que todos se hayan equivocado acerca de una verdad tan trascendental y
tan contraria a las pasiones, debemos exclamar con la humanidad entera: ¡Creo
en Dios! Es indudable que los pueblos se han equivocado acerca de la
naturaleza de Dios; unos han adorado a las piedras y a los animales, otros al
sol. Muchos han atribuido a sus ídolos sus propias cualidades buenas y malas;
pero todos han reconocido la existencia de una divinidad a la que han tributado
culto. Así lo demuestran los templos, los altares, los sacrificios,
cuyos rastros se encuentran por doquier, tanto en pueblos antiguos como entre
los modernos. “Echad una mirada sobre la superficie de la tierra – decía
Plutarco, historiador de la antigüedad – y hallaréis ciudades sin murallas,
sin letras, sin magistrados, pueblos sin casas, sin moneda; pero nadie
ha visto jamás un pueblo sin Dios, sin sacerdotes, sin ritos, sin sacrificios”. El gran sabio Quatrefages
ha escrito: “Yo he buscado el ateísmo o la falta de creencia en Dios entre
las razas humanas, desde las más inferiores hasta las más elevadas. El ateísmo
no existe en ninguna parte, y todos los pueblos de la tierra, los salvajes de
América como los negros de África, creen en la existencia de Dios”. Ahora
bien, el consentimiento unánime de todos los hombres sobre un punto tan importante
es necesariamente la expresión de la verdad. Porque, ¿cuál sería la causa de
ese consentimiento? ¿Los sacerdotes? Al Contrario, el origen del
sacerdocio está en la creencia de que existe un Dios, pues si el género humano
no hubiera estado convencido de esa verdad, nadie habría soñado en consagrarse
a su servicio, y los pueblos jamás hubieran elegido hombres para el culto. ¿Podrían
ser la causa de tal creencia las pasiones? Las pasiones tienden más bien
a borrar la idea de Dios, que las contraría y condena. ¿Los prejuicios?
Un prejuicio no se extiende a todos los tiempos, a todos los pueblos, a todos
los hombres; pronto o tarde lo disipan la ciencia y el sentido común. ¿La ignorancia?
Los más grandes sabios han sido siempre los más fervorosos creyentes en Dios. ¿El
temor? Nadie teme lo que no existe: el temor de Dios prueba su existencia.
¿La política de los gobernantes? Ningún príncipe ha decretado la
existencia de Dios, antes al contrario, todos han querido confirmar sus leyes
con la autoridad divina: esto es una prueba de que dicha autoridad era admitida
por sus súbditos. La creencia de todos los pueblos sólo puede tener su origen
en Dios mismo, que se ha dado a conocer, desde el principio del mundo, a
nuestros primeros padres, o en el espectáculo del universo, que demuestra la
existencia de Dios, como un reloj demuestra la existencia de un relojero. Frente
a la humanidad entera, ¿qué pueden representar algunos ateos que se atreven a
contradecir? El sentido común los ha refutado; la causa está fallada. Es menester
carecer de razón para creer tenerla contra todo el mundo. Antes que suponer que
todo el mundo se equivoca, hay que creer que todo el mundo tiene razón.
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