Quinta vía:
la finalidad y orden del universo
(Quinta parte)
El Moisés de Miguel Angel.
Los amigos de Miguel Angel, célebre escultor del Renacimiento,
contemplaban asombrados el inmortal Moisés que aquél acababa de esculpir.
_ ¿De dónde sacaste esta maravilla? - le preguntaron.
_ Fui a Scravezza, me fijé en un bloque de mármol de
aquellas canteras, lo traje a casa y resultó que dentro tenía al legislador de
Israel.
Se sonrieron los amigos, persuadidos de que, sin el genio
y la inspiración de Miguel Angel, aquel Moisés hubiera seguido hasta el fin del
mundo sin salir de un tosco pedazo de piedra de las canteras de Saravezza. A ninguno
se le ocurrió, ni por casualidad, que el concurso o, tal vez, la huída fortuita
de átomos estirara en el bloque aquella correlación de líneas que ha hecho del Moisés
de Miguel Angel una de las obras maestras de la escultura universal.
Para tallar un Moisés
frío y sin vida se necesitó ser un genio.
Pero ningún genio es capaz de esculpir a un hombre de
carne y hueso con un mecanismo a propósito para res- pirar, ver y hablar; para
pensar, y amar, y coordinar todos estos actos en la unidad de su conciencia; para
componer La divina comedia o pintar la capilla Sixtina; para transmitir
su idea y sus imágenes por radio y televisión. Ningún genio es capaz de eso. Se
necesita ser Dios. "Yo no sé cómo fuisteis formados en mi seno -decía
a sus hijos la madre de los Macabeos-, porque ni yo os di el alma y la vida ni fui
tampoco la que coordiné vuestros miembros, sino el Creador del universo, que es
el que formó al hombre en su origen y le que dio principio a todas las cosas"
(2 Mac 7,22).
6. Conclusión
Resumamos todo lo dicho. Si no existe un Creador
infinitamente sabio y poderoso, el orden dinámico que preside a todo
el cosmos, desde las galaxias hasta la correlación funcional, se debe atribuir
al azar. No hay solución intermedia. Es así que el azar no explica de ningún modo este
orden. Luego existe aquel Creador de sabiduría y poder infinito. El mundo,
en una palabra, es el resultado de una comprensión infinita. Por eso, la
creencia en Dios pertenece a las funciones normales de la inteligencia humana.
El ateo es un caso clínico, como el de uno que pierde la razón). Porque admitir
sólo el choque ciego de fuerzas naturales es aceptar una inteligencia más
inteligente que la inteligencia misma. La incredulidad no consiste en no
creer, sino en creer lo difícil antes que lo fácil.
11. ARGUMENTOS
COMPLEMENTARIOS
A través de las famosas cinco vías que acabamos
de exponer en las páginas precedentes, la existencia de Dios aparece con toda
evidencia y claridad para todo espíritu sereno y reflexivo. A pesar de haber
sido atacadas furiosamente por los racionalistas incrédulos, permanecen, y
seguirán permaneciendo, en pie mientras la razón humana no abdique de sus
derechos imprescriptibles. Como dice muy bien el P. Sertillanges en unas palabras
que hemos citado más arriba (cf. n.12) "si nada hay seguro, tampoco Dios
es seguro; si nuestro pensamiento es puro espejismo... , Dios perecerá en el universal
naufragio de la conciencia y de la razón; pero estas consecuencias absurdas-
que se derivan lógicamente de la negación de la aptitud de la razón humana para
conocer con toda seguridad y certeza- sólo puede satisfacer a un pequeño número
de espíritus extravagantes o enfermizos". Además de los argumentos que
hemos expuesto en el proceso de las cinco vías, existen otros muchos para
probar o confirmar la existencia de Dios. Recogemos a continuación, en
brevísimas síntesis, algunos de esos argumentos complementarios.
El consentimiento universal del género humano
27. Escuchemos a Hillaire exponiendo con claridad y
sencillez este argumento:
"Todos los pueblos, cultos
o bárbaros, en todas las zonas y en todos los tiempos, han admitido la existencia
de un Ser supremo. Ahora bien, como es imposible que lodo s se hayan equivocado
acerca de una verdad tan importante y tan contraria a las pasiones, debemos exclamar
con la humanidad entera: ¡Creo en
Dios!. Es indudable que los pueblos se han equivocado acerca de la naturaleza
de Dios: unos han adorado a las piedras y a los animales, otros al sol. Muchos han
atribuido a sus ídolos sus propias cualidades, buenas o malas: pero todos han reconocido
la existencia de una divinidad a la que han tributado culto. Así lo demuestran los
templos, los altares, los sacrificios, cuyos rastros se encuentran por doquier,
tanto entre los pueblos antiguos como entre los modernos. Echad una mirada sobre
la superficie de la tierra -decía Plutarco, historiador de la antigüedad- y hallaréis
ciudades sin murallas, sin letras, sin magistrados, pueblos sin casas, sin moneda;
pero nadie ha visto jamás un pueblo sin Dios, sin sacerdotes, sin ritos, sin sacrificios...
"
Un gran sabio moderno, Quatrefages, ha escrito:
"Yo he buscado el ateísmo o la falta de creencia
en Dios entre las razas humanas, desde las más inferiores hasta las más elevadas.
El ateísmo no existe en ninguna parte, y todos los pueblos de la tierra, los salvajes
de América como los negros de Africa, creen en la existencia de Dios. Ahora bien,
el consentimiento unánime de todos los hombres sobre un punto tan importante es
necesariamente la expresión de la verdad. Porque ¿cuál sería la causa de ese consentimiento?
¿Los sacerdotes? Al contrario, el origen del sacerdocio está en esa creencia
de que existe un Dios, pues si el género humano no hubiera estado convencido de
esa verdad, nadie habría soñado en consagrarse a su servicio, y los pueblos nunca
hubieran elegido hombres para el culto.
_ ¿Podrían ser la causa de tal creencia las pasiones?
Las pasiones tienden más bien o borrar la idea de Dios,
que las contraria y condena.
-¿Los prejuicios? Un prejuicio no se extiende a todos los tiempos, a
todos los pueblos, a todos los hombres; pronto o tarde lo disipan la ciencia y
el sentido común.
-¿La ignorancia? Los más grandes sabios han sido siempre los más fervorosos
creyentes en Dios.
-¿El temor? No se teme lo que no existe: el temor de Dios prueba
su existencia.
-¿La política de los gobernantes? Ningún príncipe ha decretado
la existencia de Dios. antes al contrario, todos han querido confirmar sus leyes
con la autoridad divina; esto es una prueba de que dicha autoridad era admitida
por sus súbditos.
La creencia de todos los pueblos no puede tener su origen
más que en Dios mismo, que se ha dado a conocer, desde el principio del
mundo, a nuestros primeros padres, o en el espectáculo del universo, que
demuestra la existencia de Dios, como un reloj demuestra la existencia de un relojero.
Frente a la humanidad entera, ¿qué pueden representar algunos ateos que se atreven
a contradecir? El Sentido común los ha refutado; la causa está fallada. Es
menester carecer de razón para creer tenerla contra todo el mundo. Antes que suponer
que todo el mundo se equivoca, hay que creer que todo el mundo tiene razón.
2° El deseo natural
de perfecta felicidad
1. Vamos a presentar el argumento en forma de pro- posiciones,
que iremos demostrando una por una. Lo Consta con toda certeza que el corazón
humano apetece la plena y perfecta felicidad con un deseo natural e innato. Esta
proposición es evidente para cualquier espíritu reflexivo. Consta, efectivamente, que todos los hombres del mundo aspiran
a ser felices en el grado máximo posible. Nadie que esté en su sano juicio puede
poner coto o limitación alguna a la felicidad que quisiera alcanzar: cuanta más,
mejor. La ausencia de un mínimum indispensable de felicidad puede arrojamos en
brazos de la desesperación; pero no podrá arrancamos, sino que nos aumentará todavía
más el deseo de la felicidad. El mismo suicida -decía Pascal- busca su propia
felicidad al ahorcarse, ya que cree -aunque con tremenda equivocación- que encontrará
en la muerte el fin de sus dolores y amarguras. Es, pues, un hecho indiscutible
que todos los hombres aspiran a la máxima felicidad posible con un deseo fuerte,
natural, espontáneo, innato; o sea, con un deseo que brota de las profundidades
de la propia naturaleza humana.
2. Consta también con toda certeza que un deseo
propiamente natural e innato no puede ser vano, o sea, no puede recaer sobre un
objetivo o finalidad inexistente o de imposible adquisición. La razón es porque
la naturaleza no hace nada en vano, todo tiene su finalidad y explicación. De lo
contrario, ese deseo natural e innato, que es una realidad en todo el género humano,
no tendría razón suficiente de ser, y es sabido que "nada existe ni puede
existir sin razón suficiente de su existencia".
3. Consta, finalmente, que el corazón humano no
puede encontrar su perfecta felicidad más que en la posesión de un Bien Infinito.
Luego existe el Bien Infinito al que llamamos Dios. Ninguno de los bienes creados
en particular ni en la posesión conjunta y simultánea de todos ellos. Porque:
a) No es posible poseerlos todos, como es obvio
y enseña claramente la experiencia universal. Nadie posee ni ha poseído jamás a
la vez todos los bienes externos (riquezas, honores, fama, gloria, poder,),
y todos los del cuerpo (salud, placeres), y todos los del alma (ciencia, virtud).
Muchos de ellos son incompatibles entre sí y jamás pueden llegar a reunirse en
un solo individuo:
b) No serían suficientes, aunque pudieran conseguir-
se todos, ya que no reúnen ninguna de las condiciones esenciales para la perfecta
felicidad objetiva; son bienes creados, por consiguiente finitos e imperfectos;
no excluyendo los males, puesto que el mayor mal es carecer del Bien Infinito,
aunque se posean todos los demás; no sacian plenamente el corazón del hombre,
como consta por la experiencia propia y ajena; y, finalmente, son bienes caducos
y perecederos, que se pierden fácilmente y desaparecerán del todo con la muerte.
Es, pues, imposible que el hombre pueda encontrar en ellos su verdadera y plena
felicidad. Solamente un Bien Infinito puede llenar por completo
las aspiraciones inmensas del corazón humano, satisfaciendo plenamente su apetito
natural e innato de felicidad. Luego hay que concluir que ese Bien Infinito existe
realmente, si no queremos incurrir en el absurdo de declarar vacío de sentido
ese apetito natural e innato que experimenta absolutamente todo el género humano.
Advertencias. Ese apetito natural nos lleva a la existencia del Bien
Infinito, que es su término natural. Pero no a la demostración de la visión
beatifica, que es estrictamente sobrenatural y, por consiguiente, no existe
hacia ella un apetito meramente natural, sino que brota únicamente del alma elevada
por la gracia al orden sobrenatural. Ese apetito natural e innato del Bien Infinito
prueba, por otra parte y en otro aspecto, la inmortalidad del alma. Porque
no pudiendo satisfacer en este mundo ese apetito natural de ser plena y saciativamente
feliz, es forzoso que pueda conseguirlo en la otra vida, sin miedo ni recelo de
perderla jamás, a no ser que admitamos el absurdo de que Dios haya puesto en el
corazón humano un deseo natural irrealizable, lo que repugna a su bondad y sabiduría
infinitas.
3° La existencia de la ley moral
29. Escuchemos de nuevo a Hillaire exponiendo con precisión y brevedad
este argumento:
"La existencia de la ley moral prueba de una manera
irrefragable la existencia de Dios. Existe una ley moral, absoluta, universal, inmutable,
Que prescribe el bien, prohíbe el mal y domina en la con- ciencia de todos los hombres. Cuando obedecen a esta ley, son felices; cuando
la violan, sienten remordimientos. Ahora
bien, esta ley no puede dimanar sino de Dios, pues no hay ley sin legislador,
como no hay efecto sin causa. Luego la existencia de la ley moral prueba la existencia
de Dios. El es el legislador supremo que impone a los hombres
el deber de practicar el bien y evitar el mal; el testigo de todos nuestros
actos; el juez ineludible que premia o castiga mediante las alegrías o los
tormentos de la conciencia.
Nuestra conciencia nos dice:
1°, que existe una diferencia esencial entre el bien y
el mal;
2°, que debemos hacer el bien y evitar el mal;
3°, que toda acción mala merece castigo, como toda acción
buena merece galardón;
4°, esa conciencia se alegra y aprueba a sí misma cuando
obra bien, y se entristece y condena a sí misma cuando obra mal. Hay, pues, en
nosotros una ley moral naturalmente escrita en la conciencia.
¿De dónde proviene esta ley? No puede provenir sino de
un legislador, puesto que no hay ley sin legislador, como no hay efecto sin causa.
Esta ley moral, inmutable en sus principios, independiente de nuestra voluntad obligatoria
para todos, no puede tener por autor sino a un ser superior a los hombres, es
decir, a Dios. Además, si no hay legislador, la ley moral no puede tener
sanción alguna; puede ser impunemente quebranta- da. Luego una de dos: o Dios
es el autor de la ley moral, y entonces existe; o la ley moral no es más que una
quimera, y, en tal caso, desaparece toda diferencia entre el bien y el mal, el vicio
y la virtud, la justicia y la tiranía, y la sociedad es imposible.
El sentimiento íntimo advierte a todos los hombres
la existencia de Dios. Instintivamente, y de manera particular en las desgracias
y en el peligro, dejamos escapar este grito: [Dios mío! ... Es el grito de la naturaleza.
"Dios - dice Lacordaire- es el más popular de todos los seres. El pobre le
llama, el moribundo le invoca, el malvado le teme, el hombre honrado le bendice.
No hay un lugar, no hay un momento, no hay una ocasión, no hay un sentimiento en
el que Dios no aparezca y no sea nombrado... ; la cólera cree no haber alcanzado
su expresión suprema sino después de haber maldecido este nombre adorable, y la
blasfemia es también el homenaje de una fe que se revela al olvidarse de sí
misma". No se blasfema contra lo que no existe. La rabia de los malvados, como
la creencia de los buenos, prueba la existencia de Dios.
4° La existencia de los milagros
30. El milagro es, por definición, un hecho sorprendente
realizado a despecho de las leyes de la naturaleza, o sea, suspendiéndolas o anulándolas
en un momento dado. Ahora bien: es evidente que sólo aquel que domine y tenga poder
absoluto sobre esas leyes naturales puede suspenderlas o anularlas a su arbitrio.
Luego existe un Ser que tiene ese poder soberano, a quien llamamos Dios. No vamos
a insistir aquí sobre la posibilidad y la realidad de los milagros.
Esta demostración tiene su lugar propio en la Apologética o Teología fundamental».
Los incrédulos se ríen de los milagros, cuya existencia y aun posibilidad se
permiten negar en absoluto. Pero los hechos indiscutibles ahí están. Aparte de los
milagros de Jesucristo que nos refieren los Evangelios -cuya autenticidad histórica no han podido desvirtuar
los más apasionados esfuerzos de los racionalistas-, constan históricamente
multitud de hechos milagrosos realizados por los santos en nombre y con la autoridad
de Dios. En pleno siglo XX ahí están Lourdes y Fátima con multitud de hechos prodigiosos
cuya sobrenaturalidad se ha visto obligada a proclamar la crítica científica más
severa y exigente. La conclusión que de aquí se desprende no puede ser más lógica
y sencilla: existen los milagros, luego existe Dios, único capaz de hacerlos. Tales son los principales argumentos complementarios
de los que ofrecen las famosas cinco vías para demostrar racionalmente la
existencia de Dios. El conjunto de todos ellos tiene una fuerza demostrativa absolutamente indestructible.
Como dice muy bien el P. Garrigou
Lagrange:
"Las pruebas de la existencia de Dios engendran
una certeza no oral ni física, sino metafísica o absoluta. Es absolutamente cierto
que Dios existe, que el Ser más grande que se puede concebir
existe realmente. La negación de esta proposición entrañaría, en efecto, la
negación del principio de causalidad, del principio de razón de ser y, en fin de
cuentas, la negación del principio de no contradicción. El sistema hegeliano es
la prueba histórica de ello: por haber querido negar la existencia del verdadero
Dios trascendente, distinto del mundo, ha tenido que poner la contradicción en
la raíz de todo. Es preciso escoger: Dios o el absurdo radical”
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