ESTOY DEMASIADO OCUPADO
Los ciegos e incondicionales partidarios del general Obregón han dado muestras inequívocas de desconfianza
en la popularidad de su futuro candidato. Y han formulado una iniciativa
consistente en organizar un plebiscito para demostrar la popularidad de Obregón.
Se cree que con esto obligarán al ex presidente a aceptar su candidatura. La
iniciativa fracasará ruidosamente. En cambio, la candidatura de Obregón
alcanzará un éxito completo. ¿Por qué Fracasará esa iniciativa del plebiscito
porque el plebiscito es imposible. El pueblo sabe demasiado lo que ale su voto
en manos de los políticos; ha estado viendo subir regímenes sobre la punta de
las bayonetas y a pesar del voto del pueblo. Sabe que los verá de nuevo subir
empinados sobre las puntas de las espadas de los pretorianos.
El pueblo es y ha sido víctima y testigo de todas las profanaciones del
voto y se abstendrá de prestarse para repetir la frase y la profanación. Además
se encuentra demasiado ocupado. Bonaparte –sentado sobre la Isla de Santa
Elena– preguntó ansiosamente a uno de sus centinelas si sabía quién era
Jesucristo. El centinela contestó diciendo: “He estado demasiado ocupado para
poder ocuparme en averiguarlo”. Una respuesta parecida dará desde hoy mismo el
pueblo a los iniciadores del plebiscito: “Estoy demasiado ocupado”. Porque está
fatigosamente, afanosamente encorvado sorbe todos los surcos, sobre todos los
yunques, sobre todas las herramientas, dentro de las fábricas. Porque su única
política es la del trabajo. Los atenienses y los romanos tenían tiempo para
presentarse en los comicios a dar su voto y su opinión. Nuestro pueblo no tiene
tiempo.
La única participación efectiva que se le ha dejado en la política es
ésa: trabajar, trabajar –con los ojos abiertos por el insomnio y con los brazos
fatigados por el martillo– para hacer su pan y para saciar el hambre devoradora
de los políticos. Ellos –los políticos– no saben más que inventar impuestos
para decretarse dietas exorbitantes para hacer sus inmensas fortunas, para
hacer sus maniobras, para comprar prensa y adeptos. El pueblo apenas tiene
tiempo de sembrar para que los políticos reciban la cosecha sagrada e inmensa,
regada bajo el sol.
El plebiscito resulta imposible.
Por falta de tiempo y por sobra de justificada desconfianza, el pueblo
no abandonará sus yunques y los surcos donde siembra, para acudir al
plebiscito. Está seguro de que los políticos le escupirán la frente por
millonésima vez. Y sabe muy bien que corre el riesgo de quedarse sin pan y de
no alcanzar a hacer más que el tesoro que devorarán los políticos. Además, el
pueblo sabe lo que saben los políticos. Los políticos saben que Obregón –como
Carranza– subió por la misma fuerza de nuestra costumbre; y que Obregón es el
candidato oficial, porque está tras el aparato de la actual maquinaria
administrativa. Diputados, senadores, ministros, munícipes, militares, etc.; éstos son
los únicos autores y sostenedores de la candidatura de Obregón. Y toda la
última alharaca no ha tenido por objeto demostrar la popularidad de Obregón,
sino demostrar que es el candidato.
Cuando menos esto es lo que se ha logrado demostrar. Y claro está que
en estas condiciones todo plebiscito resulta inútil. Esto solamente aparentan
ignorarlo los políticos, pero o sabe todo el mundo. Y el pueblo no lo ignora. La
popularidad no es algo negativo; es algo eminentemente positivo. ¿Obregón es
impopular? El pueblo se aguanta y se abstiene hasta de discutir. Y su
abstención es una inequívoca señal del desdén hacia la politicomanía andante. Y
también es una señal segura de impopularidad. ¿Se cuenta con los políticos?
Pues esto basta. Por tanto, el plebiscito resulta inútil.
Pero al mismo tiempo resulta imposible. Porque ante la iniciativa de
los políticos –que no tienen otro quehacer que preparar maniobras políticas– el
pueblo se abstendrá de tomar parte en el plebiscito. Porque entregado a
trabajar para que vivan los políticos y lleno de vida y bien fundada
desconfianza hacia todos los revolucionarios, seguirá encorvado sobre sus
yunques, sobre los surcos abiertos con su arado y dirá el como el soldado que
custodiaba a Napoleón: “Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo en
plebiscitos inútiles e imposibles”.
CAJEME
Decir que el General Obregón es desde hace mucho tiempo –en nuestro
país– el personaje central de la política revolucionaria, es decir una verdad
que todo el mundo conoce. Porque muy miope se necesita ser para no haberse dado
cuenta de que Obregón es el amo y señor de la política y de los políticos. Sin
embargo, de que todos habrán comprendido que Obregón lo es todo en la política
actual, no todos habrán fijado su atención en el hecho de que Obregón al mismo
tiempo que es en estos momentos el personaje central del carnaval
revolucionario, es también la expresión más cabal de la farsa revolucionaria.
Alguien ha sacado a relucir –con motivo del tan debatido tema de la
reelección– una frase dicha enfáticamente por Obregón, al sentirse herido por
un fragmento de granada villista: “Mutílense los hombres pero no los
principios”. Es una frase resonante, lapidaria, digna de fijarse en piedra, en
bronce y en granito. Pero como la revolución ha tenido y tiene –aquí y en todas
partes– como signo característico el ser una antítesis de las palabras que le
sirven de lema, de programa y de bandera, como buen revolucionario tenía y
tiene y ha tenido que interpretar su gran frase al revés. ¡Y al revés la ha
interpretado! De manera que Obregón personaje central de la revolución es
también, en estos momentos, el reverso central –si cabe la expresión– de toda
la fraseología hueca de la revolución. Obregón dijo que se mutilarán los
hombres, pero no los principios.
Los revolucionarios lo hacen y lo han hecho todo: mutilan a los hombres
y mutilan los principios. Más aún: mutilan los hombres, mutilando los
principios. La revolución gritó desaforadamente contra los latifundistas y
contra los latifundios. Si la revolución hubiera sido una cosa seria y sincera
habría acabado con los latifundios y los latifundistas. Pero, después, de
sacrificar centenares de hombres, la revolución ha dejado los latifundios y los
latifundistas más respetados por la revolución. Y Obregón es un gigantesco
latifundista. Todos los días acuden a la Justicia Federal muchos propietarios a
pedir defensa y amparo contra los agraristas. Obregón nunca lo ha hecho; no
porque sea latifundista ni porque no haya mutilado los principios; sino porque
es un latifundista creado y defendido por la revolución. Obregón sabe muy bien
la suerte que ha corrido el voto y la suerte que acaba de correr –cuando menos
en la Cámara Federal– el lema de don Francisco I. Madero y hasta estos momentos ni los labios de
desaprobación, ni ha vuelto a invocar su frase dicha en Trinidad, ni ha alzado
el único brazo que le queda para impedir que –después de la inmensa y
sangrienta mutilación de los hombres, hechos por la no reelección– sean también
mutilados los principios.
Dentro de pocos días ya habrá abierto sus labios de esfinge para decir
lo que opina de la reelección. Los cándidos que piensan que Obregón va a decir
que no acepta la reelección se quedarán con un palmo de narices. Porque Obregón
–al ser entrevistado por Serrano y sus
acompañantes– de nuevo va a repetir dos o tres frases rimbombantes que ya tiene
bien preparadas, muy parecidas a la que hemos citado. Y de nuevo va a decir que
la democracia es la más alta conquista de la revolución, que el pueblo es el
único soberano, que los principios son inmutables y que deben estar por encime
de todos y de todo y de las mezquindades de la política y de los políticos.
Sin embargo, hasta ahora toda la inmensa y abierta conjuración hecha
encarnizadamente por los políticos contra el lema de Madero, ha seguido su
marcha –a tambor batiente– sin que el célebre manco de Celaya y de León haya
salido a la defensa del principio de la no reelección. Ni saldrá a defenderlo.
Y si llega a hacerlo lo hará solamente con palabras más o menos ambiguas, con
actitudes incoloras, con reticencias sospechosas, sin perjuicio de que acepte
su candidatura y sin haber dejado de ser el obscuro director de toda la maniobra
reeleccionista.
A nosotros no nos causa extrañeza esta actitud de Obregón. Sabemos de
sobra que las revoluciones viven de contrasentidos y de marchar en línea recta
contra sus propios programas. Las revoluciones son exactamente el reverso de lo
que dicen ser y de los programas que formulan. Y si alguien todavía se atreve a
dudarlo a pesar de todas las enseñanzas de la historia, no tiene que hacer más
que volver sus ojos a Cajeme. Las revoluciones después de mutilar a los hombres
mutilan también los principios.
Cajeme no solamente lo dice: lo grita. Porque Cajeme es ahora el
latifundio de un reeleccionista.
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