EL
CONFÍTEOR
“Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen.”
(Lc
23, 24.)
La Misa comienza con el
Confíteor. El Confíteor es una plegaria en la que, confesamos nuestros pecados
y pedimos a nuestra Madre Santísima y a los Santos que intercedan ante Dios por
nuestro Perdón, ya que sólo los limpios de corazón pueden ver a Dios. Nuestro
Señor comienza su Misa con el Confíteor, pero su Confíteor difiere del nuestro
en esto: que El no tiene pecados que confesar. Es Dios, y por lo mismo es
impecable. "¿Quién de vosotros
me argüirá de pecado?" Su Confíteor, pues, no puede ser una súplica de
perdón de sus pecados; pero puede ser una súplica de perdón por los nuestros. Otros
hubiesen gritado, maldecido, luchado al sentir sus pies y manos
atravesados por los clavos. Pero la venganza no tiene lugar en el pecho del
Salvador; ni una súplica brota de sus labios para castigo de los asesinos; ni
exhala una oración pidiendo fortaleza para llevar su dolor. El Amor Encarnado
olvida la injuria; olvida el dolor; y, en este momento de agonía concentrada, manifiesta
solamente algo de la altura, la anchura y la profundidad del maravilloso amor
de Dios, mientras dice su Confíteor; "Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen".
No dijo
"perdóname", sino "perdónalos". El momento de la muerte era
ciertamente el más a propósito para hacer la confesión del pecado; porque la conciencia,
en las últimas solemnes horas, impone su autoridad; y sin embargo, ni una señal
de arrepentimiento asoma en sus labios. Estaba asociado con los pecadores, pero
jamás asociado con el pecado. Ni en la muerte ni en la vida tuvo jamás
conciencia del menor incumplimiento del deber para con su Padre Celestial ¿Y por qué? Porque un
hombre impecable no es solo hombre; es más que un mero hombre. Es impecable
porque es Dios. Y en eso está la diferencia. Nosotros sacamos nuestras
oraciones de las profundidades de nuestra conciencia del pecado: y El sacaba su
silencio de su propia impecabilidad intrínseca. Esta sola palabra
"Perdónales" prueba que El es el Hijo de Dios. Reparad en el motivo
en que se apoya para pedir a su Padre Celestial que nos perdone: "Porque no
saben lo que hacen". Cuando alguien nos injuria o nos culpa sin razón,
decimos, "lo hizo a conciencia"; pero cuando pecamos contra Dios*, El
halla una excusa para el perdón: nuestra ignorancia. No hay redención para los ángeles caídos. Las
gotas de sangre que cayeron de la Cruz el Viernes Santo en la Misa de Cristo,
no alcanzaron a los espíritus de los ángeles rebeldes, ¿Por qué? Porque supieron
lo que hacían. Vieron todas las consecuencias de sus actos con la misma
evidencia con que nosotros vemos que dos y dos son cuatro, o que una cosa puede
no existir y existir al mismo tiempo. Verdades de esta naturaleza cuando han
sido así entendidas no pueden retractarse; son irrevocables y eternas. Por consiguiente,
determinar rebelarse contra el Dios Todopoderoso equivalía a tomar una decisión
irrevocable. Conocieron lo que hacían. Con nosotros es diferente. No vemos las
consecuencias de nuestros actos tan claras como los ángeles; somos más débiles;
somos ignorantes. Pues si conociéramos que cada pecado de soberbia teje una
corona de espinas para la frente de Cristo; si recociéramos que cada
contradicción a sus divinos Mandamientos labra para El la la Cruz; si
supiéramos que cada acto de la avariciosa codicia taladra sus manos y cada
jornada en los antros del pecado clava sus pies; si conociéramos lo bueno que es
Dios y todavía siguiéramos pecando, jamás nos salvaríamos. Es solamente nuestro
desconocimiento del infinito amor del Sagrado Corazón lo que nos introduce
dentro del ámbito de su Confíteor en la Cruz.
Estas palabras, gravémoslo
profundamente en nuestras almas, no constituyen una excusa para continuar
pecando, sino un motivo de contrición y penitencia. El perdón no es negación del
pecado. Nuestro Señor no niega el hecho espantoso del pecado. Y en esto se
engaña el mundo moderno. Se desentiende del pecado: lo adscribe a una falla en
el proceso evolutivo, a reliquias de los antiguos tabús; lo identifica con las teorías
psicológicas. En una palabra, el mundo moderno niega el pecado. Nuestro Señor
nos recuerda que es ya más terrible de todas las realidades. Si así no fuera
¿por qué carga con una Cruz al impecable? ¿Por qué derrama la sangre inocente?
¿Porqué ahora el pecado se levanta a sí mismo fuera del dominio de lo
impersonal y se afirma como personal clavando a la Inocencia en un patíbulo? ¿Por
qué tiene tan odiosos compañeros: la ceguera, los compromisos, la cobardía, los
odios y la crueldad? Una abstracción no hace esto; pero puede hacerlo un hombre
pescador.
Por eso el Señor que amó
al hombre hasta la muerte, permitió al pecado ejercer su venganza; contra El;
para que los pecadores pudieran comprender siempre la malicia del pecado viendo
en ella la causa de la crucifixión de Aquel que males había amado. No hay
negación del pecado. Y sin embargo, a pesar de toda su malicia, la Víctima
perdona. En el mismo único hecho se muestra la gran maldad del pecado y el
sello del perdón divino. Desde ahora ningún hombre puede mirar al crucifijo y decir
que el pecado no es grave, como tampoco puede decir jamás que no puede ser
perdonado. Por lo que sufrió demostró la gravedad del pecado; por el modo cómo
lo sufrió mostró su misericordia para con el pecador. Es la Víctima que sufrió
la que perdona; y en esta combinación de una Víctima tan humanamente bella, tan
divinamente amante, tan absolutamente inocente, halla un gran crimen y un mayor
perdón. Bajo el refugio de la sangre de Cristo pueden cobijarse los mayores
pecadores, porque hay poder en esta sangre para hacer retroceder las mareas de
la venganza que amenaza sumergir al mundo.
El mundo os presentará el
pecado como inexistente. Pero sólo en el Calvario experimentaréis la Divina
contradicción del pecado perdonado. En la Cruz, el amor divino e infinitamente generoso
se apoyó en el pésimo acto del pecado de los hombre a para la acción más noble
y la más dulce plegaria, que! ha visto y oído jamás el mundo, el Confíteor de
Cristo: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen". La palabra
"perdónales" que salió de la Cruz este día, cuando el pecado alcanzó
su máxima violencia y cayó derrotado por el amor, no se extinguió con su eco.
No mucho antes el mismo misericordioso Salvador había tomado medios para prolongar
el perdón a través del espacio y del tiempo, hasta la consumación del mundo.
Congregando al núcleo de su Iglesia en torno suyo, dijo a sus Apóstoles:
"Los pecados de aquellos» a quienes perdonareis, serán perdonados" En
todas partes del mundo los Sucesores de los Apóstoles tienen hoy el poder de
perdonar. Y nosotros no vamos a preguntar: ¿cómo puede un hombre perdonar los
pecados? Porque sabemos que el hombre no puede perdonar los pecados.
Pero Dios puede
perdonarlos por medio del hombre; pues ¿no fue este el modo como Dios perdonó
a sus verdugos en la Cruz, esto es, a través del instrumento de su naturaleza
humana? ¿Por qué, pues, no ha de ser razonable que El siga perdonando los
pecados a través de otras naturalezas humanas, a las cuales dio ese poder? ¿Dónde
hallar esos hombres? Conocéis la fábula de la caja que durante largo tiempo fue
ignorada y hasta ridiculizada como de ningún valor: pero un día se abrió y se halló
dentro el gran corazón de un Gigante. En toda la Iglesia Católica existe esta
caja. La llamamos el confesonario. Ignorado y ridiculizado por muchos; pero en
él se halla al Sagrado Corazón del perdonador Cristo, perdonando los pecados a
través de la mano levantada de su sacerdote, como una vez perdonó a través de
sus propias manos levantadas en la Cruz. Sólo hay un perdón, el perdón de Dios;
sólo hay un "Perdónales", el "Perdónales" de un Acto eterno
y divino, con el cual entramos en contacto durante varias ocasiones de la vida.
Como el aire está lleno de sinfonías y discursos pero no los oímos mientras no
los sintonizamos en nuestras radios, así jamás las almas sentirán la alegría de
este eterno y divino "Perdónales", mientras no sintonicen con él en
el tiempo; y el Confesonario es el lugar donde sintonizamos con el clamor de la
Cruz; "Perdónales". Quiera el Señor que nuestra mente moderna, en vez
de negar la culpabilidad, mire a la Cruz, confiese su culpa y busque perdón;
ojalá aquellos que tiene conciencias intranquilas, que les ensombrecen en la
luz y les persiguen en las tinieblas, busquen alivio, no en el plano de la
medicina, sino en el de la divina justicia; ojalá aquellos que hablan de los
oscuros secretos del alma lo hagan, no con aire de soberbia, sino con
sentimiento de contrición; ojalá aquellos pobres mortales, que derraman
lágrimas en silencio, hallen una mano perdonadera que las enjugue. Esto tendrá
que ser siempre lo cierto; que la mayor tragedia de ia vida no es lo que
acontece a las almas, sino lo que las mismas almas yerran. Y ¿qué mayor
tragedia que perder la paz de sentir el pecado perdonado? El Confíteor a los
pies del altar es el reconocimiento de nuestra indignidad; el Confíteor de la
Cruz es nuestra esperanza de perdón y absolución. Las heridas del Salvador
fueron terribles, pero la peor herida de todas sería olvidarnos de que nosotros
fuimos sus únicos causantes. El Confíteor puede salvarnos de esto, porque es el
reconocimiento de que hay algo que debe ser perdonado; y más de lo que jamás
conoceremos...
Hay una historia que habla
de una religiosa que un día limpiaba en la capilla una pequeña imagen de
nuestro Señor. Mientras hacía su trabajo la dejó caer en el suelo. La levantó
sin que hubiese sufrido desperfecto, la besó y la puso de nuevo en su sitio,
diciendo: "Si no hubieses caído nunca habrías recibido esto". No me
maravillo si nuestro Señor siente lo mismo hacia nosotros; porque "si
nunca hubiésemos pecado, nunca le llamaríamos "Salvador".
No hay comentarios:
Publicar un comentario