Cómo
el amor de Dios domina sobre los demás amores.
La voluntad gobierna todas
las demás facultades del espíritu humano; pero ella es gobernada por su amor,
que la hace tal cual es. Ahora bien, entre todos los amores, el de Dios es el
que tiene el cetro, y de tal manera la autoridad y el mando están inseparablemente
unidos a su naturaleza, que, si no es el dueño, deja al instante de ser, y perece.
Y, aunque hay otros afectos sobrenaturales en el alma, como el temor, la piedad,
la fuerza, la esperanza, sin embargo el amor divino es el dueño, el heredero y
el superior, ya que en su favor ha sido el cielo prometido al hombre. La
salvación se muestra a la fe, es preparada por la esperanza, pero sólo se da a
la caridad. La fe muestra el camino hacia la tierra prometida, como una columna
formada de fuego y nubes, es decir, clara y obscura; la esperanza nos alimenta
con la suavidad del maná; pero la caridad nos introduce en ella, como arca de
la alianza, que nos abre el paso del Jordán, es decir, del juicio, y que permanecerá
en medio del pueblo, en la tierra celestial prometida a los verdaderos
israelitas, donde la columna de la fe ya no sirve de guía, ni de alimento al
maná de la esperanza.
El santo amor establece su
morada en la más alta y encumbrada región del espíritu, donde hace sus
sacrificios y sus holocaustos a la divinidad, tal como Abraham hizo el suyo, y
de la misma manera que Nuestro Señor se inmoló sobre el Calvario, para que,
desde un lugar tan elevado sea visto y oído por su pueblo, es decir, por todas
las facultades y afectos del alma, que él gobierna con una dulzura sin igual;
porque el amor no tiene forzados ni esclavos, sino que reduce todas las cosas a
su obediencia con una fuerza tan deliciosa que, así como nada es tan fuerte
como el amor, nada es tan amable como su fuerza. Las virtudes están en el alma
para moderar sus movimientos, y la caridad, como la primera entre todas las
virtudes, las rige y las templa todas, no sólo porque el primer ser, en cada
una de las especies, es la regla y la medida de todos los demás, sino también porque,
habiendo Dios creado el hombre a su imagen y semejanza, quiere que, como en él,
todo esté ordenado por el amor y para el amor.
VII Descripción del amor en general
La voluntad, al darse
cuenta del bien y al sentirlo, por medio del entendimiento, que se lo presenta,
experimenta en seguida una complacencia y un deleite en este hallazgo, que la
mueve y la inclina, suave, pero fuertemente, hacia este objeto amable, para unirse
con él; y, para llegar a esta unión, la impele a buscar todos los medios que
son más a propósito. Luego la voluntad tiene una conveniencia estrechísima con
el bien; esta conveniencia produce la complacencia, que la voluntad siente
cuando advierte la presencia del bien; esta complacencia mueve e impele a la
voluntad al bien; este movimiento tiende a la unión, y, finalmente, la voluntad
movida e inclinada a la unión, busca todos los medios que se requieren para
llegar a ella. Es cierto que, hablando en general, el amor abarca, a la vez,
todo lo que acabamos de decir, como un frondoso árbol, que tiene por raíz la
conveniencia de la voluntad con respeto al bien; por pie la complacencia; por
tallo el movimiento; por ramas las indagaciones, las pesquisas, pero cuyo fruto
es el gozo y la unión. El amor, pues, parece que está compuesto de estas cinco
partes principales, bajo las cuales se contienen otras muchas más pequeñas,
según iremos viendo en el decurso de este tratado. La complacencia y el
movimiento o vuelo de la voluntad hacia la cosa amable, es, propiamente
hablando, el amor; de suerte, que la complacencia no es más que el comienzo del
amor, y el movimiento o vuelo del corazón, que de ella se sigue, es el verdadero
amor esencial. Pueden ambos recibir de verdad el nombre de amor, pero de una manera
diversa; porque, así como el alba del día puede llamarse día, también esta
primera complacencia del corazón, en la cosa amada, puede llamarse amor; porque
es el primer amago del amor. Mas así como el verdadero día se pone el sol, de
la misma manera, la verdadera esencia del amor consiste en el movimiento y el
vuelo del corazón, que sigue inmediatamente a la complacencia y termina en la
unión.
La complacencia es la
primera sacudida o la primera emoción que el bien produce en la voluntad, y
esta emoción anda seguida del movimiento, por el cual la voluntad camina y se
acerca al objeto amado, en lo cual consiste propiamente el verdadero amor. En
otras palabras, la complacencia es el despertar del corazón; el amor es la
acción. Por esta causa, este movimiento nacido de la complacencia subsiste
hasta llegar a la unión y al gozo. Por lo que, cuando mira al bien presente, no
hace más que impeler el corazón, apremiarle, unir-lo y aplicarlo a la cosa
amada, de la cual llega a gozar por este medio; y entonces se llama amor de
complacencia, porque, luego que ha nacido de la primera complacencia, se
termina en la segunda, que siente cuando se une con el objeto presente. Mas,
cuando el bien hacia el cual el corazón se inclina es un bien ausente o futuro,
o cuando la unión no puede realizarse con la perfección deseada, entonces el
movimiento del amor, por el cual el corazón tiende, se dirige y aspira a este
objeto ausente, se llama propiamente deseo; porque el deseo no es más que el
apetito, la codicia, la avidez de las cosas que no tenemos y que, a pesar de
todo, de-seamos tener. Existen, además de éstos, otros movimientos amorosos,
por los cuales deseamos cosas que no esperamos ni pretendemos, los cuales,
según me parece, pueden propiamente llamarse aspiraciones; y, de hecho, tales
afectos no se expresan como los verdaderos deseos, porque, cuando manifestamos
nuestros deseos, decimos: quiero; más cuando manifestamos nuestros deseos
imperfectos, decimos: desearía o quisiera.
Estos anhelos o veleidades
no son sino como una miniatura del amor, que puede llamarse amor de aprobación,
porque, sin ninguna pretensión, el alma se complace en el bien que conoce, y,
no pudiéndolo desear de hecho, protesta que de buen grado lo desearía, y
reconoce que es verdaderamente apetecible. Hay deseos y aspiraciones que
todavía son más imperfectos que los que acabamos de mencionar, porque su
movimiento no se detiene entre la imposibilidad o extrema dificultad de
conseguir el objeto, sino ante la sola incompatibilidad del deseo con otros deseos
o quereres más poderosos. Y estas aspiraciones que son contenidas no por la
imposibilidad, sino por su incompatibilidad con otros más poderosos deseos, son
quereres y deseos, pero vanos, ahogados e inútiles. Cuando apetecemos cosas
imposibles, decimos: quiero, pero no puedo; cuando apetecemos cosas posibles,
decimos: apetezco, pero no quiero.
El hombre por la facultad
afectiva, que llamamos voluntad, tiende hacia el bien y se complace en él, y
guarda, con respecto a él esta gran conveniencia, que es la fuente y el origen
del amor. Ahora bien, no están, en manera alguna, en lo cierto los que creen
que la semejanza es la única conveniencia que produce el amor. Porque, ¿quién
ignora que los ancianos más cuerdos aman tiernamente y quieren a los niños, y
son recíprocamente amados por ellos? Porque, algunas veces, prende más
fuertemente entre personas de cualidades contrarias, que entre las que son más
parecidas. Luego, la conveniencia, que es causa del amor, no consiste siempre
en la semejanza, sino en la proporción, en la relación y en la correspondencia
a los niños no por pura simpatía, sino porque la extrema simplicidad, flaqueza
y ternura de éstos realza y pone más de manifiesto la prudencia y el aplomo de aquellos,
y esta desemejanza es precisamente lo que agrada; y los niños, a su vez, aman a
los viejos, porque se ven acariciados y cuidados por ellos, y porque merced a
un secreto sentimiento, conocen que tienen necesidad de su dirección. Así el
amor no nace siempre de la semejanza y de la simpatía, sino de la
correspondencia y proporción, la cual consiste en que, por la unión, pueden las
cosas mutuamente perfeccionarse y mejorarse. Pero, cuando a esta recíproca
correspondencia se junta la semejanza, el amor que entonces se engendra es sin
duda más patente; porque, siendo la semejanza la imagen de la unidad.
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