1. Importancia de la salvación.
El más importante de todos
los negocios es el de nuestra eterna salvación, del cual depende nuestra
fortuna ó nuestra ruina eterna. Una sola cosa es necesaria (Le. 10,44). No
es necesario que seamos ricos, nobles, robustos; pero es necesario que nos
salvemos. Es el único fin para el que Dios nos ha puesto en el mundo.¡Desgraciados
si erramos! Decía San Francisco Javier que en el mundo no había más que un
bien: salvarse, y un mal: condenarse. ¿Qué importa que seamos pobres o
despreciados o estemos enfermos? Si nos salvamos, seremos siempre felices. En cambio,
¿de qué nos servirá haber sido reyes y emperadores, si somos desgraciados
eternamente? ¡Oh Dios mío! ¿Qué será de mí? Puedo salvarme, y puedo condenarme.
Y en esa posibilidad de condenarme, ¿por qué no me entregotodo a Vos? Jesús
mío, compadeceos de mí. Yo quiero cambiar de vida. Ayudadme. Disteis Vos la
vida por salvarme, ¿y querré yo condenarme? ¿He hecho bastante por mi
salvación? ¿Me he asegurado yo contra el infierno?
2. ¿ Con qué podrá compensar el hombre la
pérdida de su alma? (Mt. 16,26). ¿Qué no han hecho los santos para
asegurar su salvación? ¡Cuántos reyes y reinas, renunciando a sus coronas, han
ido a encerrarse en el claustro! ¡Cuántos jóvenes, dejando su patria, se han sepultado
en la soledad del desierto! ¡Cuántas doncellas han renunciado a la manó de los nobles,
para ir al martirio por Cristo! ¿Y qué hacemos nos otros? ¡Oh Dios mío! ¡Cuánto
hizo Jesucristo por salvarnos! ¡Vivió treinta y tres años entre penas y
trabajos! Dio por nosotros su vida, ¿y nosotros nos empeñaremos en perdernos?
Os doy gracias, Señor, porque no me enviasteis la muerte cuándo estaba en desgracia
vuestra. Si hubiera muerto entonces, ¿qué sería de mí por toda la eternidad? Dios
quiere que todos los hombres se salven (Tm. 2,4). Si nos perdemos, es
únicamente por culpa nuestra; ése será nuestro mayor tormento en el infierno. Si,
como decía Santa Teresa, cuando por culpa nuestra perdemos cualquier bagatela,
una prenda, un anillo, tanta pena sentimos, ¿cuál será la pena del condenado al
ver que por culpa suya lo perdió todo, el alma, el paraíso y aDios?
3. ¡Señor,
que la muerte se viene encima! ¿Y qué he hecho yo por la vida eterna?
¡Cuántos años hace que merecía estar en el infierno, donde ya no
pudiera arrepentirme ni amaros a Vos! Ya que Todavía lo puedo, me arrepiento
y os amo. ¿A qué espero? ¿A tener que gritar con los condenados: Nos
hemos equivocado (Sab. 5,6), y ya no hay para nosotros ni habrá ya
nunca remedio? Para todo otro error puede haber remedio en
este mundo; pero la pérdida del alma es un mal sin remedio. ¡Cuántos
trabajos y fatigas no se toman los hombres por ganar algún interés,
alguna honra o algún placer! Y por el alma, ¿qué hacen? Se diría
que la pérdida del alma no significa nada. ¡Cuánta solicitud para
conservar la salud del cuerpo! Se buscan los mejores médicos, las
mejores medicinas, los climas más sanos, y para el alma todo es
negligencia. ¡Dios mío! No quiero resistir más a vuestra voz.
¿Quién sabe si las palabras que ahora leo son la llamada final? ¡Podemos
condenarnos para siempre! ¿Y no temblamos? ¿Y dilatamos el arreglo de
nuestra conciencia?
4. Piensa, hermano mío, cuántas gracias te ha
hecho Dios para salvarte. Te hizo nacer en el seno de la Iglesia, de familia
piadosa, te sacó del mundo y te puso en su casa. Y luego, ¡cuántas facilidades
para la santidad! Sermones, directores, buenos ejemplos. ¡Cuántas luces, cuántas
voces amorosas en los ejercicios espirituales, en la oración y en las
comuniones! ¡Cuántas misericordias de Dios! ¡Cuánto tiempo te ha esperado!
¡Cuántas veces té ha perdonado! Gracias que a otras muchas almas no ha hecho el
Señor. ¿ Qué pude hacer a mi viña que no lo hiciera? (Is. 5,4). ¿Qué más
pude hacer a tu alma para que diera buenos frutos? Y, sin embargo, durante
tantos años; ¿qué frutos has dado? Si se hubiera puesto en nuestras manos el
escoger los medios para salvarme, ¿pudiéramos haber pensado en otros más seguros
y más fáciles? ¡Ah! Si no nos aprovechamos de tantas gracias, servirán ellas
para hacernos más desgraciada la muerte. Para hacerse santo no se requieren
éxtasis y visiones; basta emplear los medios que la vida religiosa nos
proporciona: frecuentad la oración, sed desprendidos, observad la regla,
5. aun en las cosas más menudas, y os haréis
santos. ¡Dios mío! De tantos años de vida y de religión, ¿qué provecho he
sacado hasta ahora? ¡Oh Jesús!, vuestra sangre y vuestra muerte son mi
esperanza. Si tuvierais que morir esta noche, ¿moriríais contentos de vuestra
vida? ¡No! ... Pues ¿a qué espero?. A que tenga que decir en la hora de la
muerte: ¡ Ay de mí, que se me acaba la, vida y no he hecho nada! ¡Cómo
estimaría un moribundo desahuciado los médicos un año o un mes más de vida!
Pues Dios me lo da. ¿Y en qué lo emplearé en adelante? Señor, ya que me habéis
esperado hasta ahora, no quiero ofenderos más: aquí me tenéis; decidme lo que
de mí queréis, que yo quiero hacerlo luego. No quiero aguardar, para darme a
Vos, al momento crítico en que se acaba el tiempo. ¿A qué otra cosa vine al
convento? Para llevar la vida que llevo, ¿merecía la pena de haber dejado el
mundo? ¿Qué haré en adelante? Dejé los padres, las comodidades de mi casa, me
encerré entre estas cuatro paredes, ¿y voy ahora a poner en peligro mi
salvación?
6. Jesús mío, bastante os he ofendido ya; no quiero
emplear mi vida en disgustaros, sino en llorar los disgustos que os he dado y
amaros con todo mi corazón, ¡oh Dios del alma mía! Desde ahora ya, porque la
muerte se, acerca. Lo que podamos hacer hoy na lo dejemos para mañana; el
tiempo pasa y no vuelve. En la hora de la muerte dicen muchos ¡Oh, si me
hubiera hecho santo!... Pero ¿de qué sirven tales suspiros cuando ya se queda
sin aceite la lámpara de la vida? En la hora de, la, muerte diremos: ¿Qué nos
costaba haber huido de aquella ocasión, sufrir a tal persona, romper tal
relación, ceder en aquel puntillo de honra? No lo hice, y ahora, ¿qué será de
mí? Señor, ayudadme. Con Santa Catalina de Genova os digo: «¡JESÚS mío, no más
pecar; no más pecar!». Renuncio a todo para dar os gusto. Nunca creáis haber
hecho demasiado por vuestra salvación. «No hay nunca demasiada seguridad cuando
se trata del peligro de perder la eternidad» afirma SAN BERNADO. No hay
seguridad que baste para evitar el infierno. Pues si queremos salvarnos,
debemos emplear los medios.
7. Nada sirve decir yo quisiera,
luego lo haré; el infierno está lleno de
almas que decían luego, luego. Antes
vino la muerte, y se condenaron. Nos avisa el
apóstol: Trabajad por vuestra salvación
con miedo y temblor (Fil. 2,12). El, que
teme se encomienda a Dios, huye de los peligros
y se salva. Para salvarse hay que hacerse
violencia; el cielo no es para los poltrones: Los
que se hacen violencia lo consiguen (Mt.
11,44). ¡Cuántas promesas, Señor, os he hecho! Pero cada promesa fue una nueva traición: no quiero repetir las traiciones; ayudadme; dadme la muerte antes que os ofenda. El Señor dice: Pedid y recibiréis (Jn. 16,24). Así nos muestra el gran deseo que tiene de salvarnos. Cuando le decimos a un amigo: «Pídeme lo que quieras», no le podemos decir más. Pidamos siempre a nuestro Dios, y nos dará sus gracias, y seguramente nos salvaremos. Amado JESÚS mío, poned vuestros ojos en mi miseria y tened compasión de mí. Yo os he olvidado; no me olvidéis a mí. Os amo, Amor mío, con toda mi alma; aborrezco sobré todo otro mal las ofensas qué os he hecho.
Perdo-nadme, Jesús mío, y olvidad las amarguras
que os he causado. Ya que conocéis mi debilidad,
no me abandonéis; dadme luz y fuerza para vencer
toda dificultad por vuestro amor. Haced que me
olvide dé todo, y que sólo me acuerde de vuestro
amor y de vuestra misericordia, con que tanto me
habéis obligado a amaros. María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí.
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