MARTIR DE ZACATECAS (continuación)
Como para obtener la libertad de Fidel Muro, había sido necesario que el
Sr. Azanza diera como fianza y garantía de que Fidel no volvería a la causa de
los cristeros, su misma persona, al salir de la cárcel el joven Muro, tuvo que
abstenerse de toda actividad belicosa, y aun, por lo menos en apariencia, de
toda relación activa con la Liga de Defensa, para no causar algún daño a su
generoso protector. Y si su prisión y tormentos en la cárcel habían sido para él causa de muchos
y atroces dolores físicos, su nueva situación le causaba un profundo malestar y
dolor moral. El único consuelo que encontraba era en las visitas que hacía a su
hermana Guadalupe la religiosa, que con varias de sus compañeras, estaba
también prisionera, aunque su prisión era la misma casa particular de los Sres.
Azanza. Como estaba en libertad bajo caución, le era imposible encontrar
trabajo, pues todos tenían el temor de verse comprometidos ante los jefes, por
el hecho de favorecer al antiguo cristero, así que no pocas veces padecía hambres.
Su hermana, alguna vez que lo notó desfallecido, le aconsejó fuera a pedir algo
de comer al obispado, en donde el Excmo. Sr. de la Mora, siempre lo había
recibido con gran cariño, pero Fidel se rehusaba también por no comprometer a
su tan gran amigo y bienhechor.
Pero lo que más le dolía, era el ver cómo los asuntos de la Liga de Defensa,
que siempre habían ido mal en San Luis, se ponían cada vez peor, como siempre
por falta de jefe competente que organizara a todos los que de tan buena
voluntad querrían servir a Cristo Rey. Al general Galván lo habían asesinado; y
en su lugar la Liga, desconocedora de los tamaños de don Jacinto Loyola Núñez,
hombre excelente, de muy buena voluntad, que poco tiempo después recibió la
corona del martirio, pero absolutamente nulo en asuntos militares, lo designó
como jefe militar de la región de San Luis y Tampico. Y otra vez, la prudencia meramente
humana, que ya había hecho fracasar la primera intentona de los cristeros de
Tampico, detenía el ardor de los que como Fidel quisieran de una vez lanzarse a
la lucha al amparo de Dios. Los ánimos de muchos se enfriaban, los temores de
ser descubiertos, aunque inactivos, retraían a muchos del auxilio
imprescindible de sus personas o de sus bienes para la causa. Los más ardorosos
emigraron de San Luis, para irse a unir a los cristeros de Jalisco, y Fidel,
angustiado por aquella situación no podía hacer nada, contenido por la gratitud
a su bienhechor y fiador.
Otra causa de inquietud para los católicos, eran las andanzas de un tal
Abrego, antiguo villista, que se había colado en las filas católicas, pero que
pretendía abiertamente, ser nombrado jefe del movimiento con un sueldo de 500
pesos mensuales. Ciertamente no era amor a la causa de Cristo Rey, lo que movía
a ese hombre; y muchos sospechaban que fuera un espía y agente provocador del
enemigo. Llegóse a pensar por algunos, hasta en la eliminación de aquel sujeto,
aunque gracias a Dios, hubo quienes disuadieron de tal cosa, como procedimiento
poco cristiano, a los que juzgaban justo en tal caso el asesinato. Y en efecto éste, u otros del mismo cuño de traidores, comenzaron a denunciar
a las personas afectas a la Liga, como preparadoras de otro levantamiento como
el primero, fracasado. Ni tardo ni perezoso, Cedillo dio órdenes de arrestar a
un gran número de personas denunciadas, y entre ellas, cayeron en las garras
del perseguidor, muchos inocentes, como el Sr. D. Ildefonso Azanza y su hija.
Fidel estaba en esos momentos en la capital de México a donde había ido
con alguna comisión particular del grupo de la Liga potosina. Recibió la
noticia de la prisión de su bienhechor e inmediatamente decidió volver a San
Luis, para ver cómo podía libertar a los Azanza. Presintiendo que aquello era
el fin, se dispuso para todo con una confesión general de toda su vida, y el 19
de julio de 1928 se presentó a su hermana Guadalupe, de cuyas memorias tomamos
todos estos datos, para comunicarle su intención de presentarse él, al jefe de
las armas, pidiendo en cambio la libertad del Sr. Azanza y su hija de quienes
sospechaba habían sido presos, por el hecho de ser sus protectores y admitirlos
en su casa a él y a su hermana.
"Yo sentía, escribe la madre Guadalupe al referir la visita de
Fidel, que se me acababan las fuerzas al pensar que tal vez al día siguiente le
quitarían la vida, pero traté de serenarme y le dije:
—Hermano ¿tienes miedo de que te fusilen?
—No; ¡qué miedo voy a tener! Estoy bien arreglado (aludía a su
confesión general). Si en llegando me fusilan, mío será el triunfo. A lo que sí
temo, es a los tormentos, porque nos hacen cosas que de acordarme se me escalofría
el cuerpo; pero en fin, Dios me ayudará.
Y viendo que su hermana daba muestras de dolor, continuó:
—Sólo tengo pesar por una cosa.
— ¿Cuál?
—Que no te veo tan alegre porque voy a morir, como he visto a algunas familias
de otros que mueren por la causa de Cristo Rey. No sufras, hermana, porque esto
sí me atormenta mucho.
—Eso no quita nada —replicó la religiosa—. Una cosa es que sufra y otra
que no lo acepte. Llorar es permitido y aun sublime. Hermano, no creas que tú
solo vas a ser la víctima; somos dos. Tú vas a sufrir en el alma y en el
cuerpo, y yo moralmente voy a sacrificarme. Y cuando te maltraten, acuérdate de
mí y di: no sufro solo, mi hermana sufre conmigo; porque ten por seguro que no
habrá ni un momento del día, ni de la noche en que no te acompañe. ¡Animo,
hermano! los dos vamos a sufrir; y cuando ya estés en el cielo, acuérdate de
tus padres, de nuestro hermano y de mí.
Si te fusilan, en esa hora haz intención de morir por la santa religión
por amor a Jesús Sacramentado y en honor de Santa María de Guadalupe. Así
pasaron la mañana, consolándose mutuamente, y al despedirse Fidel dijo a su
hermana:
—Le mandas este fistol de corbata a mi hermano, y a ti te dejo mi reloj.
Si salgo te lo recojo porque me lo dio mi hermano, y si muero te lo dejo como
recuerdo.
La religiosa, por su parte, le proveyó de medallas y el santo
escapulario, y al marcharse Fidel, se refugió ante el Sagrario para ofrecer a
Jesucristo la vida de su hermano y sus amargos dolores. Fidel se presentó en
las oficinas del jefe de las armas, y le propuso su propia persona a cambio de
la libertad de los Azanza, que eran del todo inocentes. El asombro del
jefecillo, fue extraordinario, al escuchar aquello, de parte de aquél a quien
habían tanto martirizado, y a quien después de las denuncias traidoras trataron
de atrapar de nuevo. . , Y aceptó el cambio, tanto más cuanto que, si por una
parte tenía una víctima, con cuya inmolación cumpliría con las órdenes
superiores, por otra, barruntaba que podía hacerse de una buena suma de dinero
exigiéndola por la libertad de los ricos Azanza.
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