15 DE
JULIO
SAN
ENRIQUE, EMPERADOR
Misa
– Os Justi
Epístola
– Eccli; XXXI, 8-11
Evangelio
– San Lucas – XII; 35-40
MISIÓN DEL
EMPERADOR. — El Espíritu Santo que distribuye sus
bienes como le place, llamaba a Germania a los más altos destinos, a esa
Germania donde había hecho brillar su poder divino en la transformación de sus
pueblos. Conquistada al cristianismo por San Bonifacio y sus sucesores, la
extensa comarca que se extiende desde el Rhin hasta el Danubio había llegado a
ser el baluarte de Occidente, en donde tantos años había sembrado la desolación
y la ruina. Roma pagana, en el cénit de su poder, no pensó nunca someter a su
dominio a las tribus feroces que allí habitaban, sino que se contentó con
levantar entre su Imperio y ellas un muro de eterna separación; la Roma
cristiana, en cambio, más señora del mundo que la pagana, colocó en estas regiones
la sede misma del sacro Imperio Romano, vuelto a fundar por sus Pontífices. A
este nuevo Imperio corresponderá defender los nuevos derechos de la Iglesia, protegerla de los
nuevos bárbaros, conquistar para el Evangelio o aniquilar las hordas húngaras,
eslavas, mongolas, tártaras y otomanas que sucesivamente vendrán a chocar
contra sus fronteras. ¡ Cuántos bienes habrían venido a Alemania, si hubiera siempre
comprendido dónde se encontraba su verdadera gloria, y sobre todo si la
fidelidad de sus príncipes al Vicario de Jesucristo hubiera estado al nivel de
la fe de sus pueblos!
VOCACIÓN DE LOS
PUEBLOS. — Dios mantuvo espléndidamente los
ofrecimientos que hizo a Germania. La fiesta de hoy señala el remate del período
de gestación fecunda en que el Espíritu Santo, habiéndola como creado de nuevo
en las aguas regeneradoras del bautismo, quiso llevarla al pleno desarrollo de
la edad madura, propia de las naciones. El historiador debe especialmente ocuparse
de estudiar la vida de los pueblos en este período de su formación
verdaderamente creadora, si desea conocer lo que espera de ellos la
Providencia. En efecto, cuando Dios hace una nueva creación, ya sea en el orden
de la vocación sobrenatural de los hombres o de las sociedades, ya sea en el
mismo orden de la naturaleza, deposita, desde su origen, el principio de vida
más o menos perfecto que debe corresponderle: germen precioso con cuyo
desarrollo, si no le pone impedimento, deberá llegar a conseguir su fln; con
cuyo conocimiento, el que sabe observarle antes de toda desviación, llega a
conocer con claridad el pensamiento divino en el momento crucial. Ahora bien el
germen vital de las naciones cristianas es la santidad de sus orígenes; santidad
de varias facetas y tan diversas para cada una de ellas, según sean los
destinos decretados por la multiforme Sabiduría de Dios de la que deben
ser instrumentos; santidad que con frecuencia descenderá del trono, y dotada por
eso mismo, del carácter social que, por desgracia, gozarán también los crímenes
de sus emperadores, por causa de ese mismo título de emperador que les hace
ante Dios representantes de sus pueblos.
MISIÓN DE LAS
REINAS. — Hemos visto que, a semejanza de María constituida en
canal de toda vida para el mundo por su maternidad divina, del mismo modo ha
sido confiada a la mujer la misión de engendrar para Dios las familias de
las naciones que serán objeto de sus más caros destinos; mientras los
príncipes son considerados como fundadores exteriores de los imperios y gozan
por sus gestas el primer plano en la historia, las reinas, con su vida oculta,
pasada en oraciones y lágrimas, hacen fecundas sus obras, levantan sus miras
por encima de la tierra y las alcanzan la duración. El Espíritu Santo no teme
prodigarse en la exaltación de la Madre de Dios; a las Clotildes y Radegundis,
que en tiempos difíciles engendraron a los francos para la Iglesia,
corresponden en diferentes cielos, pero siempre en honor de la Sma. Trinidad;
las Isabelas en España, Portugal y Hungría, las Adelaidas y Cunegundas en
Germania. En el caos del siglo x, del que debía salir Alemania, se cierne sin
interrupción su dulce silueta, proyectando su luz en la noche de los tiempos
sobre la Iglesia y sobre el mundo, más eficaz contra la anarquía que la espada
de los Otones.
SAN ENRIQUE. —
Unase la tierra al cielo para celebrar hoy al hombre que dió, que llevó a cabo los
designios de la Sabiduría eterna, en esta época de la historia; resume en sí
todo el heroísmo y la santidad de la raza ilustre cuya principal gloria es el
tenerla preparada durante todo un siglo para los hombres y para Dios. Fue grande
ante los hombres que, durante un largo reinado, no se cansaron de admirar la
bravura y actividad enérgica, gracias a los cuales, presente a la vez en todos
los puntos del imperio, siempre victorioso, supo reprimir las revueltas del interior,
contener a los eslavos en las fronteras del Norte, castigar las acometidas
griegas en el mediodía de Italia; mientras que como político sagaz, ayudaba a
Hungría a sacudir el yugo de la barbarie por el Cristianismo y tendía una mano amiga
a Roberto el Piadoso, que quiso firmar un pacto eterno para dicha de los siglos
venideros, entre el Imperio y la Primogénita de la Iglesia. Enrique, esposo
virgen de la virgen Cunegunda, fué grande además para Dios, que no tuvo nunca
un representante más fiel sobre la tierra. A sus ojos el único Rey es Dios en
Cristo; el móvil de los intereses de Cristo y de su Iglesia y su sola ambición
el servir al Hombre-Dios lo más perfectamente posible. Comprendía que la
verdadera nobleza, lo mismo que la salvación del mundo, se ocultaba en los
claustros donde las almas selectas se cobijaban para huir de la ignominia universal
y evitar tantas ruinas. Este pensamiento le condujo a Cluny, al día siguiente de
su coronación imperial, para poner en manos de su abad, para su custodia, la
bola de oro, imagen del mundo, cuya defensa se le habla confiado como soldado
del Vicario de Dios. Lejos de querer dominar, no pensaba sino servir y
permanecerá fiel hasta el fin en este ideal, como verdadero discípulo de
Cristo.
VIDA—
Enrique vino al mundo hacia el año 973. Al cumplir los 22 años, fué elegido
duque de Baviera, y en 1007 emperador de los romanos. Ocupó su vida en
conquistar y mantenerse en paz a todo su inmenso imperio y en 1024 murió en
Bamberg. Más que los acontecimientos políticos que caracterizan su reinado,
debe hacerse resaltar la virtud de este emperador, que jamás se dejó llevar de
sus propios intereses; su celo por ayudar a los papas en las asambleas
sinodales o en la reforma de la Iglesia; su cuidado en la elección de obispos
dignos de su ministerio; su caridad para los pobres y monasterios; sus
admirables triunfos sobre naciones bárbaras, debidos más a la oración que a las
armas. Su cuerpo fué sepultado en la catedral de Bamberga, construida por él,
Dios le glorificó con numerosos milagros que movieron al Papa Eugenio III a
cononizarle un siglo después. Su esposa, Santa Cunegunda, fué también elevada a
los altares por Inocencio III.
ELOGIO. —
Por mí los reyes reinan y por mí los príncipes imperan '. ¡Oh Enrique! Comprendiste
esta palabra bajada del cielo. En aquellos tiempos turbulentos
supiste donde encontrar el consejo y la fuerza. Como Salomón, sólo
deseaste la Sabiduría y como él experimentaste que con ella se
alcanzan también las riquezas, la gloria y la magnificencia3. Pero más
afortunado que el hijo de David, no te dejaste desviar de la
sabiduría viviente por estos dones inferiores, que, en los designios
divinos, eran más la prueba de tu amor, que la manifestación del que
Dios te tenía. Oh Enrique, la prueba fué decisiva: llegaste a la
meta del buen camino, sin excluir de tu alma magnánima ninguna
consecuencia de los preceptos divinos; satisfecho de haber elegido, al
contrario de tantos otros, la áspera vereda que conduce al cielo, en
compañía de los santos caminaste, por medio de los senderos de la
justicia, siguiendo más de cerca a la divina Sabiduría.
PLEGARIA POR LA
PAZ. — Buscando en primer lugar para ti el reino de Dios y
su justicia, estuviste lejos de defraudar a tu patria de origen y al pueblo que
te había llamado a ser su guía. Nos regocijamos que a ti entre todos, deba
Alemania la consolidación de su imperio que fué su gloria entre todos los
pueblos, hasta que cayó en nuestros días para no volverse a levantar. Mira
benigno desde el trono que ocupas en el cielo, a esta vasta región del Santo
Imperio que te debe su desarrollo y al cual la herejía parece haberlo
descompuesto para siempre. Ven, oh emperador de tiempos mejores, ven a combatir
por la Iglesia; junta las fuerzas dispersas de la cristiandad al campo
tradicional de los intereses comunes a toda nación católica; y que la alianza que
tu profundo sentido político realizó en otro tiempo, traiga al mundo la
tranquilidad, la paz, la prosperidad, que no le dará el inestable equilibrio con
el que queda a merced de la fuerza.
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