EL EMPAREDAMIENTO
Estamos en vísperas de un inmenso e infame emparedamiento. Porque el
emparedamiento de los cuerpos, por más que es una pena que ahoga, que aplasta,
que de sólo pensarla asfixia y subleva, es muy poca cosa cuando se trata del emparedamiento
de las almas.
Y de este emparedamiento se trata y no de otro. Porque las adiciones
hechas últimamente al Código Penal Federal no van a otra cosa que a aplicarle
al pueblo en masa, a nuestras tradiciones enteras, a nuestra historia, a las
razones supremas y profundas de nuestro ser espiritual y nacional, la pena del
emparedamiento. Sentimos que nuestros labios se abren ansiosamente, que
nuestras manos arañan instintivamente piedras y muros, solamente al imaginar el
emparedamiento de nuestro cuerpo.
Sentimos que toda nuestra alma se retuerce, que se crispa, que jadea,
que se subleva hirviente de anatema, que grita encendida de coraje como león
recientemente amarrado a los barrotes de la jaula cuando pensamos en el
emparedamiento de la conciencia, en el emparedamiento de los espíritus. Nuestra
alma nació en la cárcel; nace en la lóbrega sombra, en el rincón tenebroso de
un trasto de barro olvidado pobre; pero todos los días –y éste es el trabajo
tenaz de nuestra vida– buscamos ansiosamente, mejor dicho, busca ansiosamente,
incansablemente, el espíritu abierto, las cuatro grandes y largas lejanías
donde extender las alas inmensas del pensamiento.
Tenemos ya cerca de nosotros y desde que nacemos un infatigable, un
implacable carcelero que todos los días apaga, quiebra, rompe el verso
resonante o la palabra en que lanza sus ansias de emparedado el espíritu.
Cuando Rafael en uno de los libros de Lamartine, dice que las notas son de
fuego y el instrumento es caña, para expresar nuestros pensamientos, no hace
más que arrojar sobre nuestra frente todo el lamento que han repetido todos los
inspirados que no han podido escapar a la garra brutal de viejo carcelero que
todos llevamos dentro de nosotros, cerca de nosotros, al lado de nosotros. Y
aliarse bayonetas y espadas con ese carcelero, darle piedras y canteras para
nuestras nuevas murallas, que aprieten, que sofoquen, que encierren para
siempre el espíritu, es condenar al más infame de los emparedamientos. Y
consagrar este emparedamiento en las leyes, sobre todo en materia religiosa, es
ignorar hasta los principios más rudimentarios que presiden la vida humana, y
cercenar brutalmente, matar reservas interiores y espirituales, que nunca
podrán ser reemplazadas por nada ni por nadie. No se necesita ser muy perspicaz para
descubrir este hecho; cada hombre, cada pueblo a la vuelta de poco tiempo llega
a trasladar, a transfundir en la totalidad de su vida exterior y en sus
símbolos y elementos materiales exteriores, su ser interior.
La bandera no es más que esto; un signo exterior donde se ha querido que
cuaje para siempre la fisonomía interior y total de un pueblo. Y como la
bandera, hay otras muchas cosas que podríamos señalar. Y el ansia que todos
sentimos de arrojar a nuestro camino una seña que nos recuerde, no es más que
una de las manifestaciones del afán ciego e incontenible que siente nuestro
espíritu de respirar y de quedar afuera de su cárcel aunque sea en un símbolo.
Somos, por tanto, como individuos, como patrias y como razas, un
inmenso, complicado y sensible cordaje que todos los días vibra y se asoma para
arrojar sus sonidos hacia los cuatro vientos. Hay entre las múltiples cuerdas
de esa arpa maravillosa de nuestra alma, una que todos hemos sentido temblar y
que hace al sacudirse se estremezca hasta lo profundo de las entrañas y del
mundo central del espíritu, todo nuestro ser; es la cuerda con que todos,
grandes y pequeños, sabios e ignorantes, ricos y pobres, cobardes y valientes,
hemos saludado a Dios al verlo asomar todos los días a nuestra conciencia, a su
paso por los cosmos, por nuestra vida y por la historia.
Por esto la libertad religiosa es la más íntima, la más espontánea y la
más incontenible de todas las libertades. Se la ha intentado sofocar muchas
veces; se la ha amarrado otras muchas; pero apenas hay un resquicio por donde
el espíritu pueda saludar a Dios y se oye pasar por encima de las blasfemias de
los beodos con el vino de Satán, el torrente ensordecedor de la glorificación.
Y a pesar de todo y de todos se cumple como siempre se ha cumplido, el
pensamiento de Menéndez Pelayo[1]:
“el que tenga Fe en el alma y valor para dar testimonio de su Fe ante los
hombres, ante Dios, aún en medio del silencio general, no faltarán primero
almas que sientan con él luego voces que respondan a la suya”. Piénsese bien; y
esta frase del inmortal crítico español resume la historia de la libertad de
conciencia. Pero de todos modos, quien se atreve a tener la audacia de abrir
cárceles y de hacerse carcelero de la libertad religiosa, magulla, ahoga,
estruja, desangra la fibra vital más honda, más íntima y más profunda de
hombres y de pueblos. Y por esto el emparedamiento de las conciencias es un crimen que está
sobre todos. Porque con ese crimen se intenta romper el hilo invisible que une
al hombre con lo más alto, que es Dios. Hace poco tiempo, un articulista
hablaba de los mutilados en la guerra del catorce. Y hacía hincapié en la
angustia especial, en la amargura insondable de los mutilados del rostro. Pues
éstos se sienten perpetuamente agobiados por la deformación de la cara, que es
la síntesis de nuestro cuerpo en cuanto a la fisonomía. Pues la mutilación de
la libertad religiosa, es más ruda, más dolorosa, más llena de amargura que la
mutilación del rostro. Porque la mutilación de la libertad de conciencia es
indudablemente la mutilación del ala más poderosa y más osada del pensamiento y
de la vida.
Y día llegará, que está muy próximo, entre nosotros, en que se compruebe
por medio de la crítica implacable de la historia, que si hemos llegado a ser
un pueblo tuberculoso, lleno de úlceras y en bancarrota, ha sido, es solamente
porque una vieja conjuración legal y práctica desde hace mucho tiempo mutiló el
sentido de lo divino. Las adiciones últimas hechas al Código Penal Federal, son
la más brutal mutilación que puede hacerse a la libertad de conciencia. Son las
cuatro inmensas e impenetrables murallas donde se continuará padeciendo un
emparedamiento donde la asfixia, para el pensamiento, para la conciencia, para
el espíritu, será le ley ordinaria, la condición permanente de vivir.
Todo lo que quiera y piense el hombre bajo el impulso encendido de la
conciencia iluminada por Dios, se quedará entre cuatro paredes: llámense esas
cuatro paredes, templo, hogar, o barro humano. Y claro está que el
emparedamiento de las almas y de los pensamientos es más funesto que el de los
cuerpos. Porque todos vivimos del respiro de los demás en el orden espiritual
más amplio y más fuerte. Entre el maestro y el discípulo no hay más que un
fenómeno de respiración; el alumno absorbe, como el viajero quemado por el sol
aspira el aire fresco, el aliento espiritual del maestro. Y así empezamos la
vida de nuestro espíritu y así tenemos que continuarla. O sobrevendrá el
emparedamiento y la anemia y, por último la asfixia. Se trata de matar la
conciencia misma. No se trata solamente de un atentado contra la libertad de
conciencia. Se la quiere matar. Porque el emparedamiento no va a otra cosa que
a matar con la muerte más lenta, más desesperante y más arrasadora.
La prensa periódica independiente es una conciencia libre. Y porque es
libre, maldice y anatematiza el emparedamiento, no tanto de cuerpos, como de
pensamientos y des espíritus. Por esto hoy –en vísperas del grande, del inmenso
emparedamiento de ideas, de plumas y de palabras y mañana también cuando se
haya cerrado en torno de todas las almas cuatro largas, altas e impenetrables
paredes erizadas de bayonetas de las últimas adiciones del Código Penal
Federal– nosotros sumamos las ardientes, las inflamadas protestas de todas las
bocas, las maldiciones de todos los condenados al emparedamiento y las
arrojamos sobre la frente de los verdugos de la conciencia. Hace apenas cuatro
días que se celebró en todo el mundo la toma de la Bastilla, llamada por
Michelet[2]
“la prisión del pensamiento”. En esta frase de Michelet hay algo, si no es que
mucho más de metafórico. En cambio, en llamar a las últimas adiciones “la
Bastilla de la libertad de conciencia” en nuestra Patria, no hay más que una
fuerte y viva exactitud.
Y llamarles “la prisión del pensamiento”, el emparedamiento de los
espíritus, el más infame, el más despótico, el más desesperante emparedamiento,
es decir una rotunda, una aplastante verdad como una montaña.
[1] MENÉNDEZ
y Pelayo, Marcelino (1856-1912). Polígrafo español, de vastísima erudición, fue
un gran crítico y analista. Fue director de la Biblioteca Nacional.
[2] MICHELET,
Jules (1798-1874). Historiador francés, doctor en letras, convertido al
catolicismo en 1816, nunca renunció a su simpatía por el liberalismo político y
filosófico.
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