HA
EMPEZADO A PAGAR
La ley de la inercia
preside y trabaja las marchas de la historia. Este pensamiento lo han subrayado
tenazmente, antes de hoy, Ramiro de Maezt en uno de sus sorprendentes ensayos y
Pablo Luis Landsberg en su libro La Edad
Media y Nosotros. En virtud de la inercia de la historia, nada muere ni se
extingue –si se trata de sistemas y de corrientes de hechos de alcance
trascendental– al día siguiente que han sido o son enterrados los libros o los
acontecimientos. Porque a lo largo de las corrientes subterráneas de la vida,
continúa su marcha el pensamiento y sigue su curso el movimiento de las cosas.
Esto explica que hasta ahora muchos se jacten y se hayan jactado de haber visto
y de haber enterrado el cadáver del pasado; pero sin haber conseguido otra cosa
que encontrarse delante de él, sobre todo en los días de las crisis agitantes y
arrasadoras. Porque el día en que todo se nubla, en que todo se obscurece y
empieza a faltar aire para los pulmones y apoyo para todos los pies, todos –en
medio del vértigo del derrumbe y de la asfixia– se abrazan de todos los leños
rotos, aunque sean las astillas de los barcos enemigos. El Viejo Mundo, entrado
a saco por espacio de varios siglos por las legiones de los innovadores, gastó
lo mejor de su pensamiento y de su vida en hacer ataúdes para todo lo antiguo
consagrado por la Edad Media y hoy busca ansiosamente –después de todos los
ensayos y de todos sus fracasos– en el fondo recóndito del pasado, la fórmula
salvadora.
Al decir, hace muy
pocos días, Orestes Ferrera,[1]
en sus declaraciones hechas a un periódico de la metrópoli, que Europa padece
una crisis de fuerte agotamiento y que ha vuelto a la Edad Media para buscar el
contacto con los bárbaros, se ha equivocado, porque Europa aunque no vive ni ha
vivido últimamente en la Edad Media, sin embargo, vive y ha vivido y vivirá en
la Edad Media. Este es un hecho proclamado a voz en cuello y hacia los cuatro
vientos por serios observadores y, sobre todo, por los mismos acontecimientos.
Miopes incurables fueron
y siguen siendo los que al alzar el estandarte de las revoluciones modernas en
el Viejo Continente y clavar una, diez, cien mil veces la piqueta en los
antiguos cimientos, juzgaron haber enterrado para siempre a la Edad Media. Y
más ciegos son los que piensan que toda una irresistible, honda y fuerte etapa
de vida como la Edad Media –crisol de sistemas, de ideas, de planes de
organización, de personalidades y recios caracteres, encendido y alimentado por
la hoguera de vida interior más pujante que ha pasado a lo largo de la
historia– había de morir de extinguirse sin dejar una herencia que podría
nutrir a las generaciones de muchos siglos.
Pero no es solamente
Europa la que vive y vivirá de la Edad media. América: la virgen, la joven
América es, claro está, el innegable testimonio de la vitalidad de los pueblos
europeos; pero es también una confirmación de la inercia de la historia y del
reflujo vital de la Edad Media. Y el homenaje que en estos momentos se le rinde
en el vecino país del Norte a la Iglesia Católica no es, no puede ser un hecho
destroncado de las marchas y de la continuidad de la historia. Es, por el
contrario, un acontecimiento que se halla dentro del cauce por donde siguen su
curso los acontecimientos empujados por todo el trabajo subterráneo e invisible
de la velocidad adquirida de pensamientos y de hechos. Decir, delante del
homenaje de hondísimo respeto –rayano en veneración– que los Estados Unidos del
Norte rinden en estos instantes a la Iglesia Católica, que no hace otra cosa que pagar –por parte del pueblo
americano– una deuda vieja y no cumplida respecto de Roma es algo paradójico y
desconcertante; pero es algo reciamente innegable y cierto.
Como Ulises[2]
–cargados de años, de ausencia, de tormentas, de nostalgias y de incertidumbres–,
llega en las páginas de Homero a su viejo reino de Itaca y logra hacerse
reconocer de los suyos a fuerza de invocar recuerdos y señales olvidadas; la
Iglesia Católica hoy llega a las playas del país más fuerte de América y si
vacía toda su inmensa alforja de recuerdos y se sienta a escrutar en su
derredor a la luz de su Historia y de la historia de las instituciones
norteamericanas, acabará por ser reconocida como la vieja fundadora de esa
república, hoy plenamente dueña de sus destinos y, ayer y siempre, deudora
espiritual –y aún desde el punto de vista constitucional– de la Edad Media y de
Roma. Como en el caso de Ulises, el problema es de historia, de recuerdos y de
señales. Y hace apenas unos cuantos meses que Parson,[3]
notable publicista norteamericano, en un artículo intitulado La Iglesia Católica en Estados Unidos,
ha podido señalar con toda exactitud las conexiones y entroncamientos
espirituales de las instituciones centrales de Estados Unidos con las viejas
instituciones de Europa. Para este insigne pensador, la Constitución
Norteamericana procede directamente de los whigs ingleses y americanos del
siglo XVIII e indirectamente de las doctrinas sustentadas por Suárez[4]
y Belarmino[5]
e idénticas a las de Santo Tomas, según la demostración hecha por el profesor
O. Rahilly. El articulista atribuye todo el mérito de esta investigación,
principalmente al religioso jesuita Moorhouse Millar. Por lo que toca a ciertos
elementos de origen marcadamente revolucionario tomados de la ideología de Juan
Jacobo, fueron transportador por Jefferson[6]
e injertados en la Constitución Norteamericana. Don Toribio Esquivel Obregón[7]
es un prólogo lleno de osadías y de acento reciamente vengador contra las ideas
democráticas, al estudiar la vida de los Estados Unidos del Norte en relación
con la democracia, afirma que este país, fuerte, alto, gigantesco y próspero,
ha llegado a tocar con sus propias manos la clave luminosa del éxito, no en
virtud de las corriente democráticas, sino a pesar de ellas y a causa de sus
inmensas reservas de vitalidad.
Hay que suscribir
–también con un gesto implacablemente vengador contra la
utopía de la democracia moderna– ese fallo de Esquivel Obregón; pero
habrá que insinuar la idea de que el resorte de toda la vitalidad de ese pueblo
tiene fuertes, obscuros, subterráneos e invisibles entronques con la riqueza
espiritual de la Edad Media. José Enrique Rodó se preguntaba hace algún tiempo
en las páginas de Los Motivos de Proteo, que cuál es el soporte de ese
prodigio de la voluntad que se alza al otro lado del Bravo; y con su
acostumbrada inclinación de retórico se daba esta respuesta: “un vuelo de
pájaro”. Hoy podemos enunciar una contestación que tenga su punto de arranque
en las corrientes históricas, en la marcha incontenible de la inercia de la
historia y en la lógica de los sistemas. Hoy ya podemos decir que en la base de
todo ese inmenso poderío que ha logrado hacer olvidar la misma cordillera de
Los Andrés, no hay vuelo de pájaros, hay un vuelo de ideas, hay una onda de
vitalidad del pasado, hay, en fin, un feudo espiritual y gigantesco de la Edad
Media que lleva gallarda y airosamente la clámide de la República sobre sus
hombros. Y lo primero es que se nos va a imponer a todos, innovadores de todas
las escuelas, radicales de todos los matices y férvidos defensores de lo de
ayer, en una definitiva actitud de respeto hacia el pasado. Porque muy pronto
fluirá con natural sencillez y con inesperada espontaneidad la consecuencia de
que el pasado –a nuestro pesar o a pesar de todos nuestros irreconciliables
enemigos– perdura en medio de nosotros, dentro de nosotros, sigue siendo savia
fuerte que todos los días absorbemos con los labios del cuerpo y sobre todo por
los poros del espíritu, para vivir, marchar y tener aire y sustento.
Ayer el problema que
se planteó con una osadía que hoy puede hacer temblar, fue éste: “¿es posible matar el pasado”? Hoy la cuestión ha
cambiado de una manera sustancial todos se preguntan –sitiados por el hambre
devoradora de las últimas crisis y la innegable tuberculosis en que han caído
sistemas y escuelas: ¿es posible vivir sin el pasado?–
Lutero –ya entonces llevaba la bandera de rebelde contra Roma– decía rendido
ante la evidencia: “Nos sustentamos con lo robado a los
egipcios y reunido en tiempo del pontificado”. Este pensamiento puede
tener todo el alcance de una verdad general respecto al pasado y, sobre todo,
respecto a la Edad media. Y como Lutero ha podido decir todos los innovadores
que se han dado a la tarea de derruir lo edificado por el tiempo: “sustentamos con el pasado”. Casi cuatro siglos
después un compatriota de Lutero, Pablo Luis Landsberh, había de escribir en
uno de sus libros –con toda la alta arrogancia de un desquite– palabras arreciadas:
“Todo a positivo que se encuentra en la vida, en la
concepción del mundo y en el pensamiento moderno, es un resto medieval, que
como columna aislada en las ruinas de un templo, se ha conservado en la
historia de la cultura por ley de inercia, para servir a las eternas
necesidades espirituales del alma y de la sociedad”.
Reconocida la ley de
inercia de la historia, nada más natural y lógico que acudir a la presencia del
pasado para descubrir la clave de la vitalidad de un pueblo. Ni nada más lógico
que proclamar el principio de que nadie ha podido ni podrá dejar de ser deudor
del pasado. Aun al paganismo –toda penumbra, podredumbre y orgías cuando menos
el día de su crisis final– le debemos muchos vislumbres y no pocos maestros. ¿Qué podremos decir de la Edad Media que supo bajar hasta las
raíces más recónditas del espíritu y arrojar –con recia, con insuperada
velocidad– pensamientos, destinos, escuelas y sistemas? Al pasado se le
paga y se le debe pagar cuando menos con el mismo hondo y emocionante reconocimiento
con que Ulises –a su regreso– se cura de sus largas tristezas de viajero
errante por los mares, al platicar con el porquerizo Eumeo y, sobre todo, al
resucitar todo entero en el recuerdo de su esposa.
En la actitud
asombrosamente desconcertante –por su hondo respeto y su ata reverencia hacia
la Iglesia Católica– de los Estados Unidos de América hay, no cabe dudarlo, una
generosidad que abrirá surcos y se quedará en la mentalidad contemporánea; pero
desde el punto de vista de las corrientes que todos los días arroja –más allá
del alcance de nuestras miradas– en la inercia de la historia no hay más que un
fuerte movimiento de fidelidad, un impulso instintivo que acusa en todo caso
una profunda intuición de las cosas, de los hechos, de la vida humana y quizá
hasta de la historia, de deudor que en el primer encuentro sabe y quiere pagar
con toda eficacia y con superabundancia. No todos han sabido pagar. Muchos
hombres y pueblos se han atrevido –sobre todo al tratarse de la Iglesia
Católica– no solamente a negar su deuda, sino a ahorcar al acreedor. Nuestro
país todavía hoy se ha empeñado en pagarle a la Iglesia con la horca y con el
destierro. Francia ha intentado hacer otro tanto o cuando menos lo intentaba
todavía hace unos cuantos años.
Afortunadamente ha
llegado la hora de la liquidación y, por tanto, la hora de pagarle al pasado.
Quien se niegue a hacerlo –hombre o pueblo– seguirá secando las raíces de su
propia vitalidad hasta agotarse y morir. Quien sepa y quiera pagar –aunque sea
con un estrecho y efusivo abrazo de reconciliación– se reinjertará
definitivamente en el fermento perpetuamente vivo de la juventud y de la
renovación cuyo centro es Roma, que –precisamente por esto– ha venido a ser y
seguirá siendo el centro de la historia.
Por ahora el pueblo
más alto de América y el más rico y pujante del mundo ha empezado a pagar con
un brío de generosidad que estremece y entusiasma. Otros seguirán pagando. No
hay que dudarlo. Nosotros seremos quizá los últimos. Pero también pagaremos.
Sí, también pagaremos a pesar de todo y de todos. Porque arruinados y
desahuciados, tendremos que colocarnos a la sombra del pasado.
Junio de 1926.
[1] FERRARA, Orestes
(1876). Escritor y diplomático cubano, hizo la guerra de la Independencia,
presidió la Cámara de Representantes y fue Ministro de Relaciones Exteriores de
su país.
[2] Ulises
u Odiseo. Legendario Rey de Itaca, protagonista de la Ilíada y de la Odisea.
[3] PARSON,
Francisco (1854-1908). Publicista y profesor norteamericano, ingeniero, abogado
y maestro, fue un notable conferenciante de sociología, economía y agricultura.
[4] SUÁREZ,
Francisco (1548-1617). Teólogo jesuita español, llamado Doctor eximius et pius, el más brillante maestro e investigador de
teología de su época.
[5] BELARMINO,
san Roberto (1542-1621). Cardenal y teólogo jesuita, sobrino del Papa Marcelino
II. Ecuánime y brillante polemista de la contrarreforma.
[6] JEFFERSON,
Tomás (1743-1826). Tercer Presidente de los Estados Unidos, de 1801 a 1809.
[7] ESQUIVEL
Obregón, Toribio (1861-1945). Jurisconsulto y periodista, revolucionario
antirreeleccionista. Caído de la gracia del Sistema, desapareció en el
anonimato.
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