Carta
pastoral
nº 40
LA
HUMILDAD
En este último “Aviso del
mes” que les dirijo, siento el secreto deseo de redactarlo sobre la virtud
que hoy uno se arriesga a olvidar más fácilmente: la humildad. Temo, en efecto, que el
espíritu que orienta hoy a muchos reformistas vaya en contra de esta 110 virtud fundamental de la
espiritualidad evangélica. La concepción de la obediencia, de la vida de
comunidad, del apostolado, de la santidad misma, pone hoy en primer lugar a la
vocación personal, al carisma, a la dignidad de la persona humana, exigiendo
respeto para las ideas personales, para las orientaciones personales. ¿Cómo
conciliar esta concepción con la humildad? “El alma humilde, dice
nuestro venerable Padre François Libermann, es dulce en la obediencia, obedece
sin pena y sin contestar porque no está atada a su propia voluntad. La humildad
es la madre de la regularidad, el sostén de la unión fraternal y la más sólida
garantía de la subordinación” (“Dirección Espiritual”, pág.
220). Es evidente que Nuestro
Señor nos ha enseñado la misma doctrina: “Discite a me, quia mitis sum et
humilis corde” (San Mateo, XI, 29). “Omnis qui se exaltat, humiliabitur:
et qui se humiliat exaltabitur” (San Lucas, XVIII, 14).
Y cuántos textos se podrían
citar de parte de los Apóstoles, y en particular el ejemplo de Nuestro Señor,
del cual habla San Pablo en la segunda Epístola a los Filipenses: “Semetipsum
exinanivit (…) humiliavit semetipsum factus obediens (…) propter
quod et Deus exaltavit illum…“ Es, por lo demás, la lección de la
Virgen María, cuando canta las bondades de Dios para con Ella: “Respexit
humilitatem ancillæ suæ…“ Todos los santos han dado un ejemplo vivo
de esta virtud, que es la condición sine qua non de la presencia de Dios
en un alma. Santo Tomás de Aquino dice que esta virtud “indirectamente es la
primera, descarta los obstáculos; en efecto, la humildad destruye el orgullo y
convierte así al hombre en dócil y abierto a las influencias de la gracia de
Dios, que resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes” (IIª IIæ.,
q. 161, a 3 y 5).
Está claro entonces que toda
reforma, todo aggiornamento que no vaya en el sentido de una humildad
muy grande, en el sentido de una gran abnegación de nuestra voluntad propia, de
nuestro amor propio, arruina la virtud de la obediencia y, por ese mismo hecho,
arruina el verdadero espíritu de comunidad y el espíritu de oración,
contribuyendo así a la ruina de toda sociedad religiosa, esencialmente fundada
sobre la búsqueda de la santidad, condición indispensable para un apostolado
eficaz. Tal era el verdadero espíritu de nuestro venerable Padre: sencillo y
luminoso como el Evangelio mismo.
Cuán fructífero sería el
Capítulo General que insistiera fuertemente sobre estas virtudes, que
reencontrase así las fuentes fervientes de nuestros orígenes. Bastaría con
citar los pasajes fundamen-tales de nuestro venerable Padre sobre estos temas
para encontrar nuevamente los verdaderos caminos hacia la santidad y el
verdadero apostolado. Tengamos cuidado de no dejarnos llevar por estas
tendencias modernas que “contestan” aún a la autoridad más legítima, que tienen
horror de toda Jerarquía, que instintivamente se levantan contra la fe entera
hecha de autoridad. Todo eso viene del Espíritu malo y no del Espíritu Santo.
Para nosotros, que somos
misioneros, nos es muy útil recordar que la virtud de la humildad es el secreto
del verdadero apostolado. En efecto, el misionero humilde ve y juzga todas las
cosas según el espíritu de la fe y la visión de Dios. Frente al trabajo de la
gracia de Dios se pone en su justo lugar, de instrumento, de ministro.
Considera toda persona humana en sus relaciones con el Espíritu de Dios, con la
gracia de Nuestro Señor. Por eso permanece paciente, comprensivo y misericordioso
ante los corazones que parecen cerrarse a la gracia, pero no es menos
perseverante en la acción, siempre optimista en el éxito y en el fracaso.
El apóstol humilde
descubrirá como por instinto sobrenatural los caminos y los métodos apostólicos
que llevan en sí la gracia del Espíritu Santo. Evitará todo lo que otorga una
parte demasiado grande a la actividad humana, que hace resaltar al instrumento
a expensas del verdadero y único apóstol. Estará más inclinado a la oración que
a la discusión, tenderá más al ejercicio de la virtud que a hacer exposiciones
didácticas.
“Traten entonces de
establecerse sólidamente en esta hermosa e importante virtud. Con 111 ella,
todas las demás serán fáciles” (“Directorio Espiritual”, pág. 221).
Monseñor Marcel Lefebvre
(“Aviso del mes”, mayo-junio de 1968)
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