Carta Pastoral
n° 39
DE LA AUTORIDAD
A la autoridad en la persona
que la participa corresponde, entre quienes están sometidos a esta persona, la
virtud de la obediencia. Esclareciendo la noción de autoridad, se esclarece
correlativamente la idea de la obediencia. La autoridad es
esencialmente una participación en la autoridad universal de Dios. Nuestro
Señor lo dice explícitamente a Pilatos: “No tendrías poder si no te hubiera
sido dado de arriba”. San Pablo lo repite cuando dice: “Todo poder viene
de Dios”. En efecto, ninguna criatura
puede atribuirse el derecho de dirigir a otras criaturas sino por una
delegación, por una participación en la autoridad divina que por sí sola tiene,
por su misma naturaleza, el poder sobre toda criatura.
Cualquiera sea el modo de
designación de la persona que ostenta la autoridad, desde que está investida de
ella, participa de la autoridad de Dios. Es por ese título que San Pablo y San
Pedro piden que se obedezca a las autoridades civiles. Con más razón debemos
someternos a las autoridades de la Iglesia, que representan a las que Nuestro
Señor mismo ha elegido para encargarse de apacentar el rebaño. Toda autoridad
en la Iglesia participa del poder de Pedro o del poder de los sucesores de los
Apóstoles, los Obispos. Los Superiores generales deben recibir el
consentimiento del Sucesor de Pedro para ejercer válidamente su autoridad, ya
que no reciben su autoridad de su elección. O la reciben cuando llenan las
condiciones de designación indicadas en las constituciones, condiciones que han
sido ellas mismas aprobadas por la Santa Sede.
Así sucede con todas las
autoridades de una Congregación. Ejercen válidamente su función solamente
cuando las modalidades indicadas en las constituciones se cumplen por su
designación. Esto es lo que autoriza a
afirmar de una manera totalmente exacta que los Superiores son realmente los
representantes de Dios ante aquellos que están a su cargo. Y esto tiene una
importan-cia considerable en la vida cotidiana de los que les deben obediencia.
La vida religiosa está totalmente regulada y orientada hacia ese bonum obedientiæ que da un carácter
de oblación y de alabanza de Dios por toda la vida. Es lo mismo para toda vida
sacerdotal y toda vida cristiana, pero de una manera que no lleva ese carácter
de reconocimiento público de parte de la Iglesia como en la vida religiosa. ¿En qué consiste la
autoridad? Si los hombres no hubiesen pecado, ¿esa autoridad existiría? Si las
consecuencias del pecado original y los pecados personales hacen que la
autoridad sea más necesaria que nunca, sería sin embargo falso creer que su
sola razón de ser es ésa. La autoridad existiría siempre, porque, allí donde
haya varias personas que persigan un fin común, se necesitará una autoridad que
oriente las actividades hacia ese fin.
Esto vale para toda
sociedad. Una sociedad sin autoridad no es una verdadera sociedad. En efecto,
los individuos tienen que buscar un fin personal que les sea propio y hacer una
contribución al bien común. Perseguir el bien común es el papel especial de la
autoridad: agrupar las voluntades, que sin esta coordinación estarían
dispersas. Se insiste mucho hoy sobre
el servicio que debe rendir la autoridad, dando la impresión que hasta hoy la
autoridad más bien hubiera tenido una tendencia a hacerse servir por servir.
Quizás es juzgar un poco superficialmente las cosas, pues uno se arriesga a
definir mal el término “servicio”. Se olvida que el bien común no es la adición
de los bienes individuales: el bien común es el bien del conjunto de los
miembros de la sociedad, para lo cual la sociedad es instituida. Ocurrirá
entonces necesariamente que un cierto bien individual deberá ser sacrificado en
aras de ese bien común, en la medida en
que ese sacrificio sea necesario para el bien del conjunto. Es así que el
escándalo deberá generalmente ser reprimido porque va directamente contra el
bien común.
Por otra parte, para un
ejercicio normal de la autoridad, ella tiene necesidad de ser respetada y no
despreciada. Estas muestras de respeto son una condición necesaria del
ejercicio de la autoridad que puede parecer un abuso. Desear que exista una
igualdad completa en los dominios entre las personas investidas de autoridad y
los miembros de la sociedad, es la negación de la autoridad misma y la ruina de
la sociedad.
Por cierto, puede haber
abusos en las distancias buscadas entre la autoridad y los miembros, pero el
exceso opuesto también es nocivo para la sociedad. De igual forma, es un abuso
contrario al bien de la sociedad exigir que la autoridad exponga a aquellos a
quienes manda todos los motivos de sus órdenes. Todos los miembros no pueden
tener las informaciones que tiene la autoridad y no pueden en consecuencia
entender los juicios que la determinan a actuar. Aquel que está más elevado
tiene una mejor visión de conjunto que aquel que está menos elevado.
Para completar, habría que
enumerar las cualidades que debería tener la autoridad: en particular, la
prudencia que toma consejo, reflexiona y juzga antes de actuar y evita la
precipitación; la perseverancia en la acción, que evita la duda y la debilidad
que hace arriesgarse a faltar al fin buscado; la paciencia, la condescendencia,
pero no la tolerancia de un escándalo que molesta gravemente al bien común; la
igualdad de humor, la magnanimidad, que se eleva por encima de las dificultades
y no se entretiene en futilidades.
En cambio, hoy
frecuentemente se encuentran personas investidas de autoridad, que se creen en
el deber de hacerse perdonar su función por una actitud contraria a todo lo que
puede distinguir-los, por poco que sea, de los demás, de tal manera que se
hagan incapaces de ejercer su función y se pongan en una situación tal que
muchos no tengan más en cuenta sus órdenes y que ellas mismas se hacen
incapaces de suprimir los escándalos. Hay otros que tienen mucha
dificultad en asimilar la autoridad que les da su función y mientras eran
simples precedentemente, temiendo que no se les respete se hacen susceptibles y
no llegan a encontrar el justo equilibrio que procuran la sencillez y la
dignidad.
Así, se debe concluir que
los miembros de una sociedad y los que llevan la carga del bien común no tienen
ni interés ni derecho de despreciar la autoridad, puesto que no les pertenece
ni a unos ni a otros, sino que es un don de Dios, a tal punto que este
desprecio no es otro que el desprecio de Dios mismo.
Ojalá podamos guardar
siempre, en la obediencia o en el mando, la humildad, la sencillez, la
convicción que interviene, en esa relación de la cual Dios mismo es el autor,
un bien que pertenece a Dios y que es la fuente de las gracias más abundantes
para nuestra santificación de las almas.
“Subjecti igitur estote omni
creaturæ humanæ propter Deum” (Mostrad sumisión a toda
creatura por respeto a Dios)
(I Pet. II, 13).
Monseñor Marcel Lefebvre
(“Avisos del mes”, marzo-abril de 1968)
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