Así fue,Pero muchas
lágrimas nos costó.
-Allí fue donde la puerca torció el rabo -terció Adalberto-Los trabajos
fueron al principio, después ya puro renegar.
-Nos hubiera sido fácil burlar la persecución -continuó Efrén-; pero
con nosotros iban familias enteras, refugiadas en nuestro campamento en busca
de garantías y libertad; más de tres mil gentes que temblaban azoradas al
escuchar los disparos y sentir a los guachos. Los niños lloraban sin consuelo.
Las mujeres y ancianos no podían más de cansancio y de hambre, no obstante lo
cual los hicimos caminar toda la noche, en medio de penalidades sin cuento. El
frío era tan intenso que todos dábamos diente con diente y sólo el movimiento
nos preservaba de congelamos. La oscuridad era absoluta y con frecuencia rodaba
alguna mujer o chiquillo, y era preciso rescatarlos de los matorrales o de
entre las rocas que los detenían en su caída. Sólo de recordarlo se me enchina
el cuerpo. Parecía como que Dios nos había abandonado. Sentíamos la
responsabilidad de aquella gente y no creíamos que pudieran salir con vida de
tan terrible aventura. Estábamos a más de cuatro mil metros de altura, donde
sólo hay quiotes, que refrescan los labios, pero escaldan la boca y producen
náuseas.
-¿y cómo lograron escapar de aquel cerco?
-El general Ochoa nos ordenó romper el sitio y atacar por retaguardia,
para distraer a los guachos y dar respiro a las atribuladas familias. Salimos
por la noche, cubiertos con frazadas oscuras. Caminamos en hilera, por atajos y
veredas imposibles; seguimos las barrancas. Así logramos sobrepasar las líneas
enemigas. Nos dividimos en tres grupos, cada uno con una arriesgada acción como
meta. Andrés Salazar mandaba mi grupo. Seguimos avanzando con grandes
precauciones y el tres de mayo irrumpimos en Villa de Álvarez, en los suburbios
de Colima. Los callistas daban por cierta la destrucción total de los
cristeros, y el inesperado ataque los cogió tan de sorpresa, que de haber sido
nosotros algunos más y con algo de parque nos hubiéramos apoderado de la
capital del Estado.
Abandonaron las oficinas públicas y buscaban refugio donde ocultarse.
Nos hicimos de algún botín y nos retiramos, sin que nadie presentara
resistencia formal. Simultáneamente Rafael Michel atacó a los guachos del
general Ávila Camacho y se apoderó igualmente por sorpresa de una finca, la
cual incendiaron los callistas al evacuarla los cristeros.
-Cristo Rey los amparó -exclamó el Centavo.
-Así fue --contestó Efrén-; pero muchas lágrimas nos costó.
Regresábamos por caminos apartados, eludiendo la presencia de los pelones
que trataban de copamos, cuando dimos de manos a boca con un cuadro de horror.
Natividad Aguilar, uno de nuestros jefes más queridos y valerosos, así como
ocho más de los hombres que con él se fueron, yacían despedazados; algunos sin
orejas, otros mutiladas sus partes nobles; algunos con la piel de las manos,
pies y rostro destrozada, con señales inequívocas de haber sido arrastrados a
cabeza de silla; dos estaban casi deshechos, como si sobre ellos hubieran
bailado a caballo.
-¡Qué infames! -dijo el Centavo horrorizado.
-Es que a muele y muele, ni el metate queda -terció Adalberto-.
Natividad fue de los primeros en levantarse en armas y siempre estaba pronto
para las acciones más arriesgadas.
-Efectivamente -afirmó Efrén-, creyeron en la destrucción de nuestro
movimiento y al pánico de la sorpresa sucedió la rabia de ver que éramos unos
cuantos los que habíamos desbaratado sus planes y desmentido sus bravatas. En
Natividad y los suyos descargaron su furia.
-¿Y lograron que dejaran en paz a las familias? -pregunté.
-Relativamente. Abandonaron nuestra persecución; pero no podíamos
bajar. Las familias formaron grupos en diversos campamentos, uno de ellos a
mayor altura que el cráter del Volcán de Fuego. El frío y el hambre eran
nuestros inseparables compañeros.
Llovía con mucha frecuencia y aunque esto nos permitía almacenar algo
de agua en pequeñas represas que construimos, en cambio aumentaba el tormento
del frío, pues la ropa se nos secaba en los cuerpos y hubo madrugada en que
crujía por el hielo. De comer, a veces sólo teníamos guayabas silvestres o
quelites, que los chicos buscaban afanosamente a distancias considerables del
campamento. Pero ya trepados en el caballo hay que aguantar los reparos. La fe
nos sostuvo y era de admirar cómo soportaba la gente tanto padecimiento sin una
queja. Al establecerse la temporada de aguas los callistas se reconcentraron en
las poblaciones. Mejoró nuestra situación; pudimos bajar a los valles. Las
brigadas femeniles nos llevaron parque y provisiones de toda clase. El valor de
ellas nos alentó y reanudamos la lucha. Lo padecido nos dio experiencia y
reorganizamos nuestras filas. Despedimos a las familias, enviándolas a los
lugares de reconcentración. Igual cosa hicimos con quienes no tenían armas
adecuadas. Se dieron grados y ya las órdenes pudieron transmitirse a toque de
clarín. Expertos, enviados por el cuartel general, nos enseñaron a fabricar
bombas explosivas de mano, las que hacemos en regular cantidad y dan buenos
resultados. Ahora con el favor de Dios las cosas van bien encaminadas. El
Centavo y yo decidimos quedarnos con Efrén y nos despedimos del mayor Ramírez,
quien partió para su campamento.
JOSE DE
LEON TORAL
...tranquilo, asombrosamente tranquilo. Habla con facilidad de diversas cosas. No le falta a su pensamiento seguridad y aplomo...Varias jóvenes procedentes de Guadalajara, de las cuales era jefe María de los Ángeles Gutiérrez, tomaron por su cuenta el proveemos de elementos de guerra y fundaron las Brigadas Femeninas en Colima. El número de sus socias aumenta de continuo y su ir y venir es incesante. Como hormigas arrieras llegan diariamente a los campamentos trayendo bajo sus ropas chalecos repletos de balas. Son el medio de comunicación con el cuartel general y el mejor servicio de espionaje. Admira y conmueve verlas llegar, generalmente en grupos de seis a diez. Caminan en fila, una tras otra. A la cabeza va la guía.
Visten como campesinas, sus ropas son oscuras, sus peinados sencillos.
Entre ellas hay señoritas, hijas de acomodadas familias. Su carga varía de quince a veinticinco kilos. Caminan de noche, en dos
etapas, con dos horas de reposo intermedias. De día descansan ocultas en los
bosques o en las ruinas de rancherías incendiadas. Procuran mantenerse continuamente
protegidas por matorrales, arboledas o accidentes del terreno. Muchas han sido
aprehendidas y sujetas a brutales tratamientos. Se mar ti rizó a varias y a
otras las mandaron a las Islas Marías.
Honda pena causó la muerte de una jovencita que nos proveyó de
comestibles, medicinas y pertrechos en algunas ocasiones. Cayó en una
emboscada, la llevaron a Colima y la internaron en la cárcel. Su juventud y
belleza provocaron desde el primer momento los bajos instintos de sus
carceleros, que desgarraron sus ropas. La sujetaron a ininterrumpido
interrogatorio. Querían saber cuál era el mecanismo de su organización, los
nombres de sus jefes, sus lugares de reunión; pero ella guardó obstinado
silencio. La jovencita apretaba firmemente los labios y sólo los colores de su
rostro y el brillo de sus ojos demostraban sus sentimientos de indignación, de
vergüenza, o de terror. Tu orgullo -le dijo el general- está en que eres
virgen; pero si insistes en tu silencio te entregaré a los soldados en este
mismo momento. Los hombres aplaudieron la proposición con soeces comentarios y
ruidosas carcajadas. La jovencita musitó una plegaria, levantando los ojos al
cielo, y con la cabeza dijo no, a la repetida pregunta de si estaba dispuesta a
delatar a los suyos. Entonces el jefe, lleno de cólera, gritó a sus soldados:
-¡Cójanla! Es de ustedes.
La triste muerte de la niña encolerizó a los hombres del campamento y
los jefes se reunieron a planear el castigo de sus asesinos. En esto estaban
cuando llegaron noticias de la proximidad de los callistas. Se apagaron las
luces. La oscuridad, aumentada por la niebla, era tal que cualquier distancia
aislaba totalmente. Nuestra gente temía menos a los guachos que a la noche. Por
primera vez tenía yo cerca al enemigo. El combate era inminente. Sentía el aire
denso y la sangre se me helaba. Los dientes me castañeteaban, no sabría decir
si de frío o de miedo. Ocupamos las posiciones que teníamos asignadas y en
medio de un profundo silencio, esperamos, atentos al menor ruido.
Poco a poco fuimos oyendo el tropel de los callistas que se acercaban,
y el ladrar de los perros en nuestros puestos avanzados. Los enemigos debieron
presentir nuestra proximidad; se les sentía avanzar lentamente, con precaución.
Jesús Peregrina gritó: ¡Viva Cristo Rey!, y disparó su arma. La lucha se
generalizó en un instante. Sonaron los clarines callistas y el tableteo de sus
ametralladoras. Tirábamos a ciegas, adivinando los bultos que se movían. Unos
reflectores del campo enemigo alumbraron nuestras posiciones; pero su misma
luz, cuando no daba en la cara, facilitó nuestros blancos. Oía pasar las balas
y en varias ocasiones pegaban tan cerca de mí que la tierra o fragmentos de
roca me brincaba al rostro. Ya no temblaba; estaba en tensión, con los labios
apretados. El estruendo era espantoso. Entre el repiqueteo de los rifles y
ametralladoras se oía la explosión sorda de los morteros y el estrépito de las
granadas de mano que explotaban tras de nosotros. Localizada nuestra posición,
los callistas se abrieron en dos alas, con la intención de atraparnos en una
mortífera pinza; pero nuestro jefe, astuto y prevenido, pudo darse cuenta, sólo
Dios sabe cómo, y ordenó una violenta retirada, en el mayor orden y silencio
posibles. En la oscuridad los callistas sufrieron terrible equivocación y con
furia se atacaron entre sí, trabándose en largo y encarnizado combate, mientras
nosotros, atrás y a mayor altura, tomábamos nuevas posiciones, aprovechando
rocas aisladas, cercas de piedra y hondonadas naturales.
Al reconocer su error, los guachos ordenaron la retirada. Con la luz
del amanecer renació la confianza. Bajamos al lugar donde se había trabado la
batalla. El aspecto de los caídos era terrible. Había rostros desfigurados por
las balas expansivas y cuerpos destrozados por las granadas. Muchos vivían aún
y sus persistentes quejidos me taladraban la cabeza; sudaba frío. Hubiera
querido correr lejos de allí; pero una fuerza superior me hacía permanecer
junto a mis compañeros, ayudando al auxilio de los heridos. El Centavo estaba
magnífico. Su color, sencillez y pequeña estatura le valieron el mote; pero
allí se había agigantado. Infatigable recorría el campo llevando agua,
auxiliando a los moribundos, aliviando en lo posible las penas de aquellos
hombres. Les mostraba su crucifijo, y ellos lo besaban con cariño; algunos lo
veían con temor, que el Centavo desvanecía citándoles palabras de perdón del
Crucificado. Atrás de las líneas de resistencia teníamos un pequeño hospital,
en una cueva de la montaña. Allá trasladamos a los heridos. Los más delicados
quedaron alojados dentro. Colocamos al resto en catres de lona cubiertos por
una enramada. Otra faena pesada fue dar sepultura a los muertos.
La recolección de armas y parque nos compensó ampliamente los pertrechos
gastados por nosotros. Excelente adquisición fueron seis tiendas de campaña, un
juego completo de cocina, detallados planos de la región y muchas pequeñas
cosas de gran utilidad. Por nuestra parte tuvimos que lamentar un muerto y ocho
heridos. Las patrullas de reconocimiento informaron que los callistas habían
acampado a una jornada de distancia y mostraban gran actividad, reconcentrando
elementos para un nuevo ataque, que a juzgar por las apariencias podía ocurrir
el día siguiente. No se consideró conveniente presentar combate y nos
dispersamos en pequeños grupos, con la misión de atacar los poblados que habían
dejado desguarnecido s al hacer la reconcentración de elementos para
combatirnos. El Centavo optó por quedarse con los heridos y yo partí con Efrén.
Nuestra meta era una estación de ferrocarril. Antes de atacar hice el
reconocimiento de la posición, simulando ser un pasajero en espera de su tren.
La mayor parte de los soldados que constituían su guarnición habían sido
movilizados y sin duda en esos momentos andaban buscándonos cerro arriba. Unos
cuantos hombres montaban guardia en los fortines que la defendían. Al clarear
el día atacamos simultáneamente por diversos puntos, empleando granadas de mano
tomadas al enemigo. Los soldados contestaron el fuego, replegándose a la parte
que consideraron más defendible, donde resistieron desesperadamente. Después de
una hora de lucha cayó en nuestro poder la estación propiamente dicha y
momentos después una granada alcanzó al jefe del destacamento federal. Los
soldados izaron un trapo blanco y abandonaron sus posiciones con las manos en
alto. Los desarmamos, recogimos el parque que tenían y sus provisiones. De las
cajas del express y de la estación nos llevamos más de dieciocho mil pesos. Aun
cuando habíamos cortado las líneas telegráficas y telefónicas, así como levantado
algunos tramos de vía a los lados de la estación, Efrén temía una súbita
llegada de refuerzos que nos cogiera en difícil situación, además de que pesaba
sobre nosotros el cansancio de los combates librados y las marchas forzadas
emprendidas para dar el golpe de sorpresa, por lo que ordenó la disolución de
nuestro ya pequeño grupo. Antes de partir señaló el punto de reunión y ordenó
que nos presentáramos allí cinco días después. Me encomendó con Adalberto y con
él me dirigí a un poblado próximo, donde esperamos confiadamente la fecha
señalada para la reunión. Se podía permanecer sin temor alguno en las
poblaciones, pues la gente estaba dispuesta a sufrir primero la muerte que
denunciar un soldado de Cristo. Cuando a lo lejos se escuchaba el fragor del
combate, se reunían las familias en cada casa, prendían lámparas votivas y
oraban todos con gran devoción por el éxito de nuestras armas, encomendando a
la Virgen de Guadalupe la protección de los libertadores.
De regreso nos enteramos de sensacional noticia: el 17 de julio
ofrecieron un banquete al general Obregón en el restaurante La Bombilla, en San
Ángel. Durante la comida un joven caricaturista se acercó al general para
mostrarle su apunte a lápiz, y mientras Obregón lo miraba, sacó su pistola y lo
mató. Lo que casi no puedo creer es que el matador sea José de León Toral; Pepe
de León, compañero nuestro del Grupo Daniel O'Connell. El, un hombre ejemplar,
de sentimientos generosos, caritativos, delicados. i Qué de borrascas
deplorables ha despertado en los corazones buenos y sencillos esta persecución
despiadada! Los tiranos no aprenden que no puede jugarse con nuestros más sagrados
derechos. En el campamento encontré al Centavo atareado con los heridos de
mayor gravedad. Habían muerto cinco, a los que dieron cristiana sepultura. Once
soldados federales habían sanado y se les dejó partir libremente. Uno de ellos
insistió en alistarse como libertador y estaba en espera del regreso del
general Ochoa para conocer su decisión, la que fue favorable a su demanda.
Permaneció con nosotros y ayudó en forma muy eficaz a la instrucción militar de
nuestros reclutas. Igualmente" esperaba al general un agente proveedor de
parque, a quien habían anticipado cierta cantidad en México, e iba a entregar
los pertrechos y recibir el resto de la cantidad convenida. Eran treinta mil
cartuchos de la Fábrica Nacional de Armas, los cuales sólo él sabía cómo los
había obtenido. Su precio era excesivo, pero no se quiso regatear, en vista de
la necesidad que de ellos tenía el movimiento libertador; sólo exigieron que la
entregase hiciera en el propio campamento cristero, para lograr lo cual también
tenía ciertas facilidades el agente, quien se hacía llamar Don Artemio.
Concluir la operación tomó un día, pues hasta después de recibir en
efectivo la cantidad convenida despachó a sus dos asistentes, para que en
compañía de la gente nuestra trajeran las cajas que tenían ocultas a no mucha
distancia de nuestras primeras líneas defensivas. Durante la noche fue nuestro
huésped. En su trato y conversación era atractivo y nos entretuvo por algunas
horas.
-Los católicos no triunfarán -sostenía Don Artemio-- porque sus jefes
planeando el porvenir no lo ven pasar. Son universitarios, que piensan y
discuten y por tanto no pueden ponerse de acuerdo. Los revolucionarios actúan
guiados por sus apetitos y éstos son comunes, lo que les permite jalar parejo.
A veces se atacan entre sí como perros hambrientos, pero los que predominan siguen
tirando en el mismo sentido. Forman un frente compacto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario