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martes, 24 de mayo de 2016

ESCRITOS SUELTOS DEL LIC. Y MARTIR ANACLETO GONZALES FLORES, “EL MAISTRO”

EL SALDO DE LA DEMOCRACIA

La quiebra de valores humanos provocada, alimentada, producida por la democracia contemporánea, es evidente. Todos los esfuerzos que se hacen por atenuarla, por disminuirla, por ocultarla, por justificarla o atribuirla a otras causas, han sido y serán perfectamente estériles. Porque los oráculos de la democracia contemporánea, altos y fuertes soñadores y osados navegantes en el mar de la utopía, incurables pescadores de estrellas, no vislumbraron siquiera, ni poseyeron jamás el ordinario sentido de la realidad que tiene el más oscuro, olvidado y rudo de los tenderos. Hay una ciencia de los valores para fijar las leyes de la riqueza material de los hombres y de los pueblos. Esa ciencia, aunque apenas en formación, ya ha podido demostrar que en los fenómenos económicos, por más que el libre albedrío y las fuerzas libres de los hombres tienen su intervención y su influjo, hay también un lado irreductiblemente mecánico que empuja las cosas tan ciegamente como la gravitación llama a una piedra.

Y la célebre y debatida cuestión acerca del valor, considerado como cualidad inherente a los factores económicos, no puede ser resuelta satisfactoriamente si se eliminan los caracteres de realidad avasalladora que determinan el valor de las cosas. Y todos los días, fuera de las cátedras y de las escuelas y más allá de los encendidos debates teóricos, hasta los más rudos y zafios vendedores de zapatos, procuraran ajustarse a ciertas leyes imprescindibles para obtener ganancias y evitar la quiebra. Si hay una Economía para los valores materiales, hay también, cuando menos desde cierto punto de vista, una economía para los valores humanos considerados en su aspecto general. Y así como en la Economía de la riqueza puramente material, hay leyes imprescindibles que precisan el valor de las cosas y dan la medida necesaria para rehuir la bancarrota, así también sucede al tratarse de los valores humanos. El mercado con sus altas y bajas, con sus múltiples rechazos y vicisitudes, es el termómetro que tiene siempre a la vista hasta el más humilde tendero. Y con la mirada fija en él, sabe muy bien cuándo su mercancía alcanzará el más alto precio y cuándo será expulsada y reducida a ganancia a cero.

Mercancía solicitada febrilmente, ansiosamente en un mercado, es mercancía que será preciso buscar, desenterrar, fabricar con vértigo de rapidez y con abundancia. Mercancía que pierde demanda es mercancía que será arrojada al rincón del olvido y que nadie volverá a mojar con el sudor de su rostro. Más aún: su desaparición fuera del mercado, en las rutas de la realidad, tendrá que sobrevenir mecánicamente, invenciblemente.

Hay, por tanto, una tabla de valores económicos y descansa, entre otras cosas, en la estimación que los hombres dan a las cosas. Esa tabla no solamente supone, sino que reposa esencialmente sobre la desigualdad. La igualdad sería la negación del valor de las cosas, la negación también de toda la Economía. Un mercado en que todas las cosas tuvieran el valor igual, es un contrasentido. Y un mercader que atribuyera el mismo valor a la sal y al diamante, al carbón y a la plata, estaría más allá del absurdo; sería un loco rematado, pasaría por un demente. Esto que en fórmulas y tratados científicos sería necesario explicar en términos abstrusos y en disquisiciones más o menos ininteligibles, lo sabe por un fuerte rechazo de realidad, de fácil observación, el gran negociante y no lo ignora ni el más insignificante mercader. Y esto es lo que en orden en poco superior, pero en todo caso muy parecido, muy semejante al orden puramente económico, no pudieron ver, no pueden ver aún, ni verán quizá jamás, los portaestandartes de la democracia contemporánea. Empezaron por proclamar la igualdad, una igualdad absoluta como base de la democracia. Luego se echaron en brazos del número de sus resultados rigurosamente matemáticos y esperaron tranquilamente la reaparición de la edad de oro. Su democracia resultó una máquina de contar.

La humanidad, para ellos, no es más que una inmensa masa de guarismos en que cada hombre vale, no por su significación personal, sino porque es una unidad, porque es uno. La tabla de valores de la democracia lo ha reducido todo a la igualdad. Todo hombre es igual a uno; todo ciudadano es igual a uno; todo mandatario –llámese rey, presidente o sultán– es igual a uno. Nadie vale un adarme más que otro; nadie es una pulgada más alto que otro. Todos totalmente, absolutamente iguales. Y con los mismos, con iguales derechos, con iguales prerrogativas. Desde el punto de vista de la función de cada uno en la vida pública y social, esta democracia es un inmenso mercado en que todos los mercaderes se han vuelto locos y han perdido hasta la brújula del sentido común. Para ellos valen lo mismo Solón[1] y Paulino Machorro;[2] valen lo mismo Platón y el senador Monzón; lo mismo Rafael[3] y Miguel Ángel que Diego Rivera.[4] Lo mismo da, según este criterio capital de la democracia moderna, que vayan al Capitolio, Cincinato[5] o marco Aurelio, que Calígula[6] o Nerón[7]. Porque cada uno de ellos vale uno y la máquina de contar los señaló por un saldo abrumador a su favor. Y si bien es cierto que el número, para el caso, es tan ciego como las arenas del desierto, sin embargo, la nueva democracia está satisfecha, porque su tabla, que es la tabla sagrada y luminosa, que recibió de manos de sus oráculos –es decir, la igualdad, implacable, arrasadora, aplastante como una aplanadora moderna–, se ha salvado. Pero detrás de la locura de los mercaderes que abrieron el inmenso mercado de la nueva democracia y que consagraron la igualdad como la tabla suprema de los valores humanos, ha venido, tal vez lentamente, imperceptiblemente, subterráneamente; pero ha venido con paso arrasador, como una cuchilla que parte y raja todo, la quiebra; ha venido la bancarrota.

Se había anunciado en el Parlamento norteamericano la discusión de una ley. Un célebre jurisconsulto se hallaba presente, deseoso de hacer pesar su opinión depurada por largos años de estudio y de preparación. Hubo un momento en que hasta un individuo, pintor de oficio, aventuró su opinión. Y cuando aquel jurisconsulto pudo darse cuenta de que el número tendría que dar la solución y vio delante de él a toda una legión de gentes ignorantes en la materia a discusión y que se disponían a votar exclamó: “Vayámonos, nuestra opinión no vale nada”. Pero antes de esto esa misma democracia, tan tranquila, tan reposada, casi siempre en Estados Unidos, ya se había bañado, durante los días del Terror en Francia, con la sangre de Lavoisier[8] y de Andrés Chenier[9] y cuando el uno pedía una tregua para descifrar totalmente un enigma y el otro alzaba su frente consagrada de bardo para decir melancólicamente que bajo su cabeza radiante de soñador llevaba algo, se oyó la palabra arrogante y arrasadora de la democracia que dijo: “la república no necesita de sabios”.

Es cierto: en su tabla de valores humanos, tabla única, fundamental, tabla en que descansan todos sus programas, nadie pesa ni vale más que nadie: todo son, todos somos, numéricamente, exactamente iguales. Y si esa democracia no necesita de sabios, ni de poetas, tampoco necesita de héroes, ni de santos, ni de hombres consagrados en nada. Se trata de un mercado donde una empuñadura de oro vale tanto como un jarro mal cocido, donde la Divina Comedia vale tanto como los versos del último estridentista. Renán,[10] dominado por la idea de que es imposible tocar la verdad con nuestras propias manos, había resuelto echarse en brazos de la inercia al formular su desaliento y su escepticismo en esta pregunta aterradora: “¿Para qué?” –Y esta misma interrogación han tenido que hacerse desde el día siguiente de la fundación de la democracia moderna, todos los que se han sentido tentados a hacer de su vida algo alto, fuerte y noble.

Y entre el martillo y el yunque, entre el flagelo y la carne próxima a ser rasgada, entre la hornaza encendida y la mano que suda y trabaja, entre el hollín –primo segundo del diamante según Ruskin[11]– y el hierro limpio, templado y sonoro, se ha interpuesto tenazmente, como una pesadilla, afuera y adentro, arriba y abajo, la pregunta que anuncia las parálisis: ¿“Para qué?” ¿Para qué machacar nuestra carne, para qué flagelarla, para qué lastimar nuestras manos, para qué desangrar nuestros pies, para qué dejar jirones de nuestro vestido y de nuestro cuerpo en busca de altura, si en el pantano, debajo del pantano, arriba de la cumbre, la vida es una máquina de contar y cada hombre, allí vale uno y vale tanto como los demás?

Y el descenso brusco, arrasador, vertiginoso, como piedra que se desgaja, ha sobrevivido y con él, la quiebra más clara, más evidente, más innegable que haya podido verse y registrarse. Todo y todos hemos descendido; todo y todos hemos tenido que tocar con nuestras propias manos el cayado rugoso de los mendigos. Nos arrastramos bajo el fardo de nuestra inmensa, de nuestra aterradora miseria, de nuestro abrumador empobrecimiento.

Norman Angell[12] en su célebre libro La Grande Ilusión, asegura que las guerras napoleónicas fueron una verdadera catástrofe para Francia, hasta el punto de que murieron tres millones de franceses y disminuyó en una pulgada la estatura de las generaciones posteriores nacidas en suelo francés. Sea cual fuere el alcance de exactitud de esta apreciación, lo cierto es que la democracia moderna ha sido toda una enorme catástrofe, una quiebra inmensa. Su saldo de sangre apenas será posible precisarlo, desde la guillotina hasta las últimas matanzas de que hemos sido testigos en nuestro país. Al lado de este saldo sangriento, habrá que colocar la disminución de la estatura de todos. No hemos bajado una pulgada, hemos descendido más de veintiocho codos.

Mayo, 1926.



 





[1] SOLÓN (640-558 a.C). Político ateniense, dictó leyes para limitar el poder de la aristocracia y repartir equitativamente su participación en los esfuerzos de la guerra.
[2] MACHORRO, Paulino (1877-1957). Abogado liberal jalisciense, diputado del Congreso Constituyente de Querétaro, subsecretario de Gobernación y ministro de la Suprema Corte.
[3] RAFAEL Santi (1483-1520). Pintor del Renacimiento italiano, gozó, debido a la excelencia de su arte, del mecenazgo de los Papas.
[4] RIVERA, Diego (1886-1957). Pintor mexicano, hábil muralista, militó en el comunismo; fue altamente recompensado por hacerse corifeo de la Revolución Institucional.
[5] CINCINATO, Lucio Quinto. Noble romano del siglo V a.C., célebre por su sencillez y austeridad. Fue cónsul y dos veces dictador, sin renunciar a su trabajos agrícolas.
[6] CALÍGULA (12-41). Emperador Romano (37-41), hijo de Germánico y Agripina. Gobernó tiránicamente y pereció asesinado.
[7] NERÓN, Claudio (37-68). Emperador romano (54-68), sucesor de Claudio. Luego de un reinado prospero y tranquilo, perdió la razón. Él inició la persecución contra los cristianos.
[8] LAVOISIER, Antonio Lorenzo (1743-1794). Sabio francés, padre de la química moderna, estableció la ley de la conservación de la materia y la nomenclatura química. Fue asesinado por el vengativo Marat.
[9] CHENIER, Andrés María (1762-1794). Poeta francés, enamorado de la libertad, se opuso a la anarquía derivada de la Revolución francesa, motivo por el cual fue guillotinado.
[10] RENÁN, Ernesto (1823-1892). Escritor y orientalista francés, abandonó una brillante carrera eclesiástica al perder la fe. Su aversión al cristianismo fue sistemática.
[11] RUSKIN, Juan (1819-1900). Filósofo, poeta y artista inglés, fue un notable polígrafo y controversista, que abordó todos los temas sociología, economía, religión y moral.
[12] ANGELL, Sir Norman (1874-1967). Sociólogo, político y publicista inglés, del grupo laborista, recibió el premio Nobel de la paz en 1933.

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