San Basilio, el Grande. |
“Cuando estoy con Dios, la hora me parece un año.”
LA CONFESION QUE GUIA
AL HOMBRE INTERIOR
A LA HUMILDAD
«Dirigiendo la mirada
sobre mí mismo y observando el curso de mi vida interior, he constatado por
experiencia que no amo a Dios, que no amo al prójimo, que no tengo fe religiosa
y que estoy lleno de orgullo y sensualidad. Encuentro actualmente todo esto en
mí después de un cuidadoso examen de mis sentimientos y acciones.
No amo a Dios. Si le
amase, pensaría constantemente en El con un corazón alegre. Todo pensamiento
sobre Dios me produciría un gozo inmenso. Y no es esto lo que me sucede, sino
lo contrario: con mucha más frecuencia y avidez pienso en las cosas de la vida,
y el pensamiento de Dios constituye para mí un árido esfuerzo.
Si le amase, la
conversación con El en la oración sería para mí alimento y deleite y me
induciría a una constante comunión con El. En cambio, no sólo no gozo con la
oración, sino que incluso en el momento en que la recito, tengo que esforzarme,
lucho de mala gana, me debilito con la pereza y estoy dispuesto a ocuparme con
cualquier tontería con tal de abreviar o suspender la oración. Cuando estoy
ocupado en cosas sin importancia, siento que el tiempo vuela; en cambio.
Capítulo V
Cuando
estoy con Dios, la hora me parece un año.
Quien ama a otra
persona piensa en ella constantemente, todo el día, tiene siempre ante sí su
imagen, se preocupa de ella, y en cualquier circunstancia el ser amado tendrá
la primacía. En cambio, yo durante el día escasamente encuentro una hora en la
que pueda engolfarme en la meditación de Dios e inflamarme en su amor, y paso
las otras veintitrés inmolando sacrificios a los ídolos de mis pasiones. Soy
diligente en conversaciones frívolas, que degradan el espíritu; y encuentro
placer en ello. En cambio, cuando se trata de pensar en Dios me encuentro
árido, aburrido y perezoso. Si por casualidad alguien me induce a una conversación
espiritual, hago lo posible por acabarla cuanto antes y pasar a un tema que
satisfaga mis pasiones. Tengo una inagotable curiosidad de cosas nuevas, de
asuntos públicos y sucesos políticos; busco ávidamente satisfacer mi amor a la
cultura, ciencia o arte, y poseer cosas nuevas. En cambio, me deja indiferente
el estudio de la ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la religión. Esto no
sólo no lo considero ocupación esencial para un cristiano, sino que incluso lo
veo como elementos marginales, en los que debo ocuparme, a lo sumo, en los
ratos de tiempo libre. En pocas palabras: si el amor de Dios se manifiesta en
la observancia de sus mandamientos ("si me amáis, guardad mis mandamientos",
dice el Señor Jesucristo, (Jn 14, 15), Y yo no sólo no los guardo, sino que me
esfuerzo muy poco por guardarlos, deberé concluir que no amo a Dios. Lo confirma
San Basilio el Grande cuando dice: "la prueba de que uno no ama ni a Dios
ni a su Cristo está en que no guarda sus mandamientos".
2.
No amor al prójimo.
Efectivamente, no
sólo no estoy resuelto a dar mi vida por mi prójimo (según el Evangelio), sino
que ni siquiera sacrifico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mi
prójimo. Si le amase como a mí mismo, según enseña el Evangelio, sentiría sus
desgracias y me alegraría con sus alegrías. En cambio, siento curiosidad cuando
me cuentan la infelicidad del prójimo, pero no me aflijo; es más, me quedo
imperturbable, 0, peor aún, encuentro una especie de placer. En lugar de
disimular con amor las malas acciones de mi hermano, las corro y las juzgo. Su
bienestar, honor, felicidad, deberían alegrarme como si fuesen míos. Sin embargo,
no suscitan en mí sentimiento alguno de alegría, como si no me tocasen para
nada. Si acaso, suscitan en mí un sentido sutil de envidia o desprecio.
3. No tengo fe
religiosa. Ni en la inmortalidad ni en el Evangelio.
Si estuviese
firmemente convencido y creyese sin duda posible que después de la muerte me
espera la vida eterna y la recompensa por las acciones terrenas, no cesaría de
pensarlo ni un momento. El solo pensamiento de la inmortalidad me infundiría
terror y viviría aquí como peregrino que se dirige a su patria.
Desgraciadamente me sucede lo contrario; no pienso en la eternidad y considero
el fin de esta vida terrena como el límite último de mi existencia. En mí se
oculta un secreto pensamiento: ¿qué hay después de la muerte? Aunque diga que creo
en la inmortalidad, lo digo sólo con la cabeza; el corazón está muy lejos de
una firme convicción, como abiertamente testimonian mis acciones y mi ansia
constante de satisfacer la vida de los sentidos. Si acogiese el Evangelio en mi
corazón con la fe que exige la palabra de Dios, me dedicaría incesantemente a
su lectura, la estudiaría y haría mis delicias fijando en ella mi devota
atención. La sabiduría, piedad y amor que encierra me conquistaría y me daría
la alegría de estudiar día y noche la ley del Señor. Me alimentaría con ella
como del pan de cada día y mi corazón sería atraído a observar sus preceptos.
No habría fuerza humana que me distrajese de esta tarea. Y, sin embargo, sucede
lo contrario: si escucho y leo de vez en cuando la palabra de Dios, lo hago por
necesidad o curiosidad intelectual, y dado que no me acerco a ella con profunda
atención, la encuentro árida y poco interesante. Normalmente llego al final sin
haber sacado fruto alguno. Estoy siempre dispuesto a pasar a lecturas seculares
en las que encuentro mayor placer y siempre nuevos incentivos.
4. Estoy lleno de
orgullo y de sensualidad.
Lo confirman todas
mis acciones. Si descubro algo bueno en mí; deseo ponerlo en evidencia o
vanagloriarme ante los demás, o complacerme íntimamente, en mi interior. Aunque
externamente me presente como humilde, sin embargo atribuyo todo el mérito a
mis fuerzas y me considero superior a los otros, o por lo menos no inferior. Si
noto en mí una falta, trato de justificarla diciendo: "estoy hecho así o
no es culpa mía". Me enrabieta con quienes no me estiman, considerándoles
incapaces de estimar a los demás. Me jacto de mis cualidades, considero mi
fracaso como un insulto; gozo, por el contrario, con las desgracias de mis
enemigos. Si hago algo bueno, mi meta es la alabanza, la satisfacción
espiritual o la consolación terrena. En síntesis: hago de mí mismo un ídolo al
que doy culto ininterrumpido, buscando en toda ocasión el placer de los
sentidos y el alimento de las pasiones o de la lujuria. Todos estos
innumerables ejemplos demuestran hasta qué punto soy orgulloso, adúltero,
incrédulo, y estoy desprovisto del amor de Dios y lleno de odio hacia mi
prójimo. ¿Puede haber mayor pecador? No es tan mala, ni siquiera, la condición de
los espíritus de las tinieblas: si bien es verdad que ellos no aman a Dios, detestan
al hombre, viven y se alimentan de orgullo, por lo menos creen y tiemblan (Sant
2, 19). Pero, ¿yo? ¿Puede haber destino peor que el que me espera? ¿Y quién merecerá
una sentencia tan severa como yo por esta vida insensata y estúpida?» Leída
hasta el fin esta forma de confesión que me había dado el padre espiritual, me
sentí horrorizado y pensé: {( ¡Dios mío, qué pecados tan terribles se esconden
en mí sin que me haya dado cuenta de ello!» Y así, el deseo de purificarme me
empujó a preguntar a este padre espiritual cómo podría conocer las causas de
todos estos males y su curación. Y él comenzó a instruirme: «Mira, querido
hermano, la causa de no amar a Dios es la falta de fe; la causa de la falta de
fe viene motivada por la falta de convicción, y la falta de convicción nace de
no procurar el verdadero conocimiento, de indiferencia hacia la iluminación del
espíritu. En una palabra: sin creer no se puede amar; sin convencimiento no se
puede creer; y para convencerse es preciso adquirir el pleno y exacto
conocimiento de la materia que se tiene delante. A través de la meditación, a
través del estudio de la palabra de Dios, y anotando las propias experiencias
debo despertar en el alma un hambre y una sed -o, como dicen algunos,
"admiración"- que proporcione un deseo insaciable de conocer las
cosas más cumplidamente y más de cerca, de penetrar más a fondo en su esencia. Dice
a este propósito un autor espiritual: "normalmente el amor se desarrolla
con el conocimiento; cuanto mayor y más profundo es éste, tanto mayor será el
amor, y tanto más fácilmente se ablandará el corazón, se abrirá al amor de Dios
contemplando la plenitud y belleza de la naturaleza divina, y su ilimitado amor
por los hombres". Como ves, la causa de los pecados que has leído es la
pereza en meditar las cosas del espíritu, pereza que a la larga sofoca tu deseo
de estas reflexiones. Si quieres saber cómo vencer este mal, esfuérzate con
todos los medios posibles por llegar a la iluminación del espíritu con el
estudio diligente de la palabra de Dios y de los santos Padres, con la
meditación y el consejo espiritual, o hablando con quienes son sabios en
Cristo. ¡Oh! ¡Cuántas desgracias nos vienen, querido hermano, por nuestra pereza
en la búsqueda de luz para nuestra alma en la palabra de verdad! No estudiamos
como deberíamos, día y noche, la ley del Señor y no oramos con empeño y sin
distracciones.
Por eso, nuestro
hombre interior es pobre, hambriento, frío, incapaz de tomar valientemente el
camino de la rectitud y de la salvación. Por eso, querido hermano,
determinémonos a usar estos métodos y a ocupar lo más frecuentemente posible
nuestra mente con pensamientos celestiales. El amor, derramándose
desde lo alto en nuestros corazones, rebosará dentro de nosotros. Lo haremos
los dos, y rezaremos con la mayor frecuencia que podamos, porque la oración es
el medio fundamental y más poderoso para renovarnos y alcanzar la salvación.
Rezaremos con las palabras que nos enseña la santa Iglesia: "Señor, haz
que te ame ahora como supe en otro tiempo amar el pecado".» Escuché con
atención sus palabras y le pedí conmovido, a aquel santo varón, que me confesase
y me diese la comunión. Así, a la mañana siguiente, una vez recibido el gran
don de la Eucaristía, quise retornar a Kiev; pero el buen padre, que tenía la
intención de retirarse un par de días a la laura (6),
me invitó a quedarme en su celda, para que pudiese dedicarme, sin impedimento
alguno, a la oración en aquel silencio.
La verdad es que pasé
aquellos días como si hubiese estado en el cielo. Gracias a las oraciones de mi
Staretz, gocé, aunque indigno, la perfecta paz. La oración brotaba tan fácil y
deliciosamente de mi corazón, que me parecía haberme olvidado de todas las
cosas y de mí mismo en todo aquel tiempo. En mi mente estaba Jesucristo y solamente
El. Cuando el padre volvió, le pedí que me indicase el camino a seguir en mi
viaje de peregrino. Me dio su bendición con estas palabras: «Ve a Pocaev,
arrodíllate ante la "huella milagrosa" (7) de
la purísima Madre de Dios, y la Virgen guiará tus pasos por los caminos de la
paz.» Acogí con fe su consejo y tres días después partí para Pocaev. Caminé, no
sin aburrirme, casi doscientos kilómetros, porque el camino discurría entre
tabernas y pueblos judíos, y raramente encontraba alojamiento cristiano. En una
granja vi,' con alegría una posada rusa cristiana. Me acerqué para pasar la
noche y pedir pan para el viaje, porque ya apenas me quedaba pan seco. Una
Laura puede describirse como una serie de celdas o cavernas diseminadas en un paraje
agreste, habitadas por solitarios, que se reúnen en común para algunos actos,
bajo la disciplina de un superior. Vi al dueño, un viejo evidentemente
acomodado, y supe que era, igual que yo, de la provincia de Orlov. Apenas entré
en la habitación, su primera pregunta fue:
-¿Cuál es tu
religión?
Respondí que era
cristiano y pravoslavny (8). -¡Auténtico pravoslavny!
-dijo con una sonrisa burlona- o Vuestro pueblo es pravoslavny sólo de palabra;
vuestras acciones están llenas de superstición. ¡Conozco bien vuestra religión,
hermano! También yo me he sentido seducido y, tentado por un docto sacerdote,
entré en vuestra Iglesia; pero después de seis meses volví sobre mis pasos. Entrar en vuestra Iglesia
es una farsa: los lectores rezan el oficio saltando las palabras y rezongando
de forma incomprensible; el canto no es mejor que en las tabernas de los
pueblos; la gente se pone de pie cuando le parece, hombres y mujeres juntos, y
durante las funciones sagradas hablan, miran a todas partes, pasean adelante y
atrás; no hay forma de rezar en paz. ¿Y esto es el culto? ¡Esto sólo es pecado!
Entre nosotros, en cambio, ¡qué devoción durante el sacrificio de la Misa! Se
retiene cualquier palabra, nada se descuida, el canto es conmovedor, la gente
está en silencio, los hombres a una parte y las mujeres a otra, y todos saben
cuándo tienen que inclinarse según las normas de la santa Iglesia. En una
palabra: cuando llegas a un templo de los nuestros, sientes que ése es
realmente el culto 8 Nombre que dan los rusos a los ortodoxos. Puede traducirse
simplemente por ortodoxo debido a Dios. ¡En los vuestros no logras saber dónde
estás, si en la iglesia o en el mercado! De sus palabras deduje que aquel
hombre era un encarnizado raskolnik (9); pero
decía cosas tan justas, que no podía ni contradecirle ni convertirle. Sólo pensé
en esto: será imposible convertir a los viejos creyentes a la verdadera Iglesia
hasta que no hayamos purificado nuestras funciones religiosas y el clero en
particular no sea ejemplar. El" raskolnik no conoce nada de la vida interior,
se apoya en ceremonias, a las que nosotros no concedemos importancia. Hice
ademán de irme, estaba ya en el atrio, cuando vi con sorpresa, a través de la
puerta abierta de una pequeña habitación, a un hombre, que no parecía ruso.
Estaba echado sobre la cama y leía un libro. Me hizo señas para que me acercase
y me preguntó quién era. Le respondí, y entonces comenzó diciendo:
-«Escucha, amigo, ¿no
aceptarías asistir a un enfermo, digamos que una semana, hasta que, con la
ayuda de Dios, me restablezca? Soy griego, monje del Monte Athos; he venido a
Rusia para recoger fondos para mi monasterio, y precisamente ahora, cuando
estaba para volverme a mi tierra, he caído enfermo y no logro caminar Cismático.
En un sentido riguroso hace referencia a quienes no quisieron aceptar las
reformas introducidas por el Patriarca Nicón a mediados del siglo XVII. Permanecieron
en su exagerada estima de las ceremonias y culto exterior. En el texto se
percibe perfectamente esta dimensión, aunque el peregrino reconozca que por su
parte la vivencia interior necesitaba también de una seria profundización por
el dolor de piernas que tengo. He tenido que alquilar esta habitación. ¡No te
niegues, siervo de Dios! Te pagaré.»
-«No necesito recompensa
alguna. Os serviré con alegría, haré lo que pueda en el Nombre de Dios.» y así
me quedé con él. Me dijo muchas cosas sobre la salvación del alma. Me habló del
Monte Athos, de la Santa Montaña, de sus grandes podvizhniki 10 y de sus muchos
ermitaños y anacoretas. Llevaba consigo una Filocalía en griego y un libro de
San Isaac el Sirio. Nos pusimos juntos a leer y a confrontar la traducción
eslava de Paisij Velitchovski con el original griego. El monje confesó que
sería imposible encontrar una traducción del griego más fiel y exacta que la
Filocalía eslava de Paisij. Como noté que oraba sin interrupción y era versado
en la oración del corazón, le pregunté sobre esta cuestión -hablaba, además,
muy bien el ruso Me habló de ello complacido y yo le escuché con atención.
Transcribí incluso muchas de sus palabras. Me habló, por ejemplo, de la superioridad
y excelencia de la oración a Jesús: «la grandeza de la oración a Jesús se
revela en su misma estructura, que se compone de dos partes; (10) la
primera, o sea: «Señor, Jesucristo, Hijo de Dios», dirige en seguida nuestro
pensamiento a la vida de Jesucristo, o, como dicen los santos Padres, «contiene
en síntesis todo el Evangelio». La segunda parte, o sea: «ten piedad de mí,
pecadon>, nos pone delante la historia de nuestra impotencia y de nuestros
pecados.
(6) Una serie de celdas o
cavernas diseminadas en un paraje agreste, habitada por solitarios que se
reúnen en común para algunos actos, bajo la disciplina del superior
(7) Según
una leyenda del siglo XIII, la Virgen se apareció, rodeada de santos, a unos
pastores. La roca sobre la que puso los pies dio origen a una fuente milagrosa.
Al construir el monasterio en aquel lugar preservaron la roca en que puso los
pies la Virgen, convirtiéndolo en cripta del monasterio.
(8) Nombre
que dan los rusos a los ortodoxos
(9) Cismático .En un sentido riguroso
hace referencia quienes no quisieron aceptar las reformas introducidas por el
Patriarca Nicón a mediados del siglo XVII. Permanecieron en su exagerada estima
de las ceremonias y culto exterior. En el texto se percibe perfectamente esta dimensión,
aunque el peregrino reconozca que por su parte la vivencia interior necesitaba
también de una seria profundización.
(10) En el campo espiritual se aplicaba este
nombre a los monjes que sobresalían por su vida ascética y su dedicación
intensa a la oración. Originalmente significaría: el que lleva a cabo grandes
empresas. Conocida la vida de los monjes, y sus centros espirituales de mayor interés,
se explica perfectamente el trasvase realizado de un campo a otro.
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