MIERCOLES DE PASCUA
LIBERACIÓN DE
EGIPTO V DEL PECADO. — El nombre de Pascua significa en
hebreo paso, tránsito, y ya expusimos ayer cómo ese gran día desde entonces
se convirtió en sagrado, a causa del Tránsito del Señor; pero la palabra
hebraica no expresa su significado total. Los antiguos Padres, acordes con los
doctores judíos, nos enseñan que la Pascua es también para el pueblo de Dios el
Paso de Egipto a la tierra prometida. En efecto, estos tres hechos se
conmemoran juntos en una misma noche: el festín religioso del cordero, la exterminación
de los primogénitos de los egipcios y la salida de Egipto. Hoy reconocemos una
nueva figura de nuestra Pascua en este tercer hecho que continúa el desarrollo
del misterio. El momento en que Israel sale de Egipto para marchar hacia la tierra
que es para él la patria predestinada, es el más solemne de su historia; pero
esta salida y todas las circunstancias que la acompañan, forman un conjunto de
figuras que no se descubren ni se esclarecen más que en la Pascua cristiana. El
pueblo elegido se retira de en medio del pueblo idólatra y opresor del débil;
en nuestra Pascua hemos visto a los neófitos salir valientemente del imperio de
Satanás, que los tenía cautivos, y renunciar solemnemente a este orgulloso
Faraón, a sus pompas y a sus obras.
EL MAR ROJO Y EL
BAUTISMO. — En el c a m i no que conduce a la
tierra prometida, Israel encontró agua; y necesitó atravesar este elemento, tanto
para sustraerse a la persecución del ejército del Faraón, como para penetrar en
la patria feliz que destila leche y miel. Nuestros neófitos, después de haber
renunciado al Faraón que los tenía esclavizados, también se han encontrado frente
a las aguas; y, como ellos, no podían tampoco huir del furor de sus enemigos,
sino atravesando este elemento protector, ni penetrar en la región de sus
esperanzas sino después de haber dejado tras de si las aguas como baluarte
inexpugnable. Por la divina bondad, el agua que impide siempre al hombre correr,
se convirtió para Israel en aliado compasivo y recibió orden de suspender sus
leyes y de servir de libertadora del pueblo de Israel. Del mismo modo, también
la fuente sagrada, convertida en auxiliar de la gracia divina, como nos lo
enseñó la Iglesia en la solemnidad de Epifanía, ha sido el refugio, el auxilio
seguro de aquellos que en sus ondas no han tenido que temer el poder que
Satanás reivindicaba sobre ellos. En pie y tranquilo en la otra orilla, Israel contempla los
cadáveres flotantes de Faraón y de sus guerreros, los carros de combate y los
escudos, juguete de las olas. Al salir de la fuente bautismal, nuestros
neófitos sumergieron su mirada en esta agua purificadora y vieron hundidos para
siempre sus pecados, enemigos más formidables que Faraón y su pueblo.
CAMINO HACIA LA
TIERRA PROMETIDA. — Después Israel se dirigió gozoso
a la tierra bendita que Dios determinó darle en herencia. En el camino oirá la
voz del Señor que le dará él mismo su ley; calmará su sed con las aguas puras y
refrigerantes que brotarán de las rocas a través de los arenales del desierto y
recogerá para alimentarse el maná que le enviará el cielo cada día. Del mismo
modo, nuestros neófitos comienzan a caminar sin obstáculos hacia la patria
celestial que es su tierra prometida. El desierto de este mundo, que tienen que
atravesar, no tendrá para ellos peligros ni molestias, porque el Divino Legislador
los instruirá por sí mismo en su ley, no entre relámpagos y truenos como lo
hizo para Israel, sino de corazón a corazón, y con voz dulce y compasiva como
la que maravilló a los discípulos en el camino de Emaús. Ya no les faltarán las
aguas bulliciosas; hace algunas semanas oíamos al Maestro hablando con la
Samaritana, prometer que haría brotar una fuente viva para aquellos que le
adorasen en espíritu y en verdad. En fin, un maná celestial, muy superior al de
Israel, porque asegura la inmortalidad a los que de él se nutren, será su
alimento deleitoso y fortificante. También nuestra Pascua es el Tránsito hacia la
tierra prometida; pero con una realidad y una verdad que el antiguo Israel no
conoció en las grandes cosas que la figuraban. Festejemos, pues, nuestro tránsito
de la muerte original a la vida de la gracia por el santo Bautismo; y aunque el
aniversario de nuestra regeneración no sea el día de hoy, no dejemos por esto
de celebrar la feliz emigración que hicimos del Egipto del mundo a la Iglesia
de Cristo; ratifiquemos con alegría y reconocimiento nuestra renuncia solemne a
Satanás, a sus pompas y a sus obras, a cambio de la cual la bondad de Dios nos
ha otorgado tales beneficios.
IDENTIFICACIÓN
EN CRISTO POR EL BAUTISMO. — El Apóstol de
los Gentiles nos revela otro misterio del agua bautismal que completa éste y se
aúna paralelamente con el misterio de la Pascua. Nos enseña que desaparecimos
en esta agua, como Cristo en su sepulcro, y que morimos y fuimos sepultados con
él (Rom., VI, 4.) Acababa entonces para nosotros nuestra vida de
pecadores, pues para vivir en Cristo, era preciso morir al pecado. Contemplando
las fuentes sagradas en las cuales fuimos regenerados pensemos que son la tumba
donde enterramos al hombre viejo, que no ha de volver a levantarse más. El bautismo
por inmersión, usado antes por largo tiempo y que todavía hoy es el que se
administra en muchas partes, era una imagen sensible de ese sepultarse; el neófito
desaparecía por completo debajo del agua; parecía muerto a su vida anterior,
como Cristo a su vida mortal. Pero, así como el Redentor no permaneció en la
tumba, sino que resucitó a una vida nueva, del mismo modo también, según la
doctrina del Apóstol (Col., II, 12), los bautizados resucitan con él en el
instante en que salen del agua, y reciben las arras de la inmortalidad y de la
gloria, por ser miembros vivos y auténticos de este Jefe, que no tiene nada de
común con la muerte. Y también en esto consiste la Pascua, es decir en el paso
de la muerte a la vida. En Roma la Estación se celebra en la Basílica de San
Lorenzo Extramuros. Es el principal de los numerosos santuarios que la Ciudad
Santa ha consagrado a la memoria de su más ilustre mártir, cuyo cuerpo descansa
debajo del altar mayor. Los neófitos eran llevados en este día junto a la tumba
de este generoso atleta de Cristo, para que allí bebiesen la verdadera
fortaleza en la confesión de la fe e invencible fidelidad a su bautismo. Durante
muchos siglos el recibir el bautismo fue una aceptación del martirio; en todo
tiempo es un alistamiento en la milicia de Cristo, de la que nadie puede
desertar sin incurrir en la pena de los traidores.
MISA
El Introito está formado con las palabras que el Hijo de
Dios dirigirá a sus elegidos en el último día del mundo al abrirles su reino.
La Iglesia las aplica a sus neófitos, elevando de este modo sus pensamientos
hacia la felicidad eterna, cuya esperanza ha sostenido a los mártires en sus
combates.
INTROITO
Venid, benditos de mi Padre,
poseed el reino, aleluya, que os ha sido preparado desde el principio del mundo.
Aleluya, aleluya, aleluya. — Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo:
cantad al Señor, tierra toda. Gloria al Padre.
En la Colecta la Iglesia recuerda a sus hijos que las
fiestas de la Liturgia son un medio para arribar a las festividades de la
eternidad. Este es el pensamiento y la esperanza que domina en todo el Año
litúrgico. Debemos, pues, celebrar la Pascua temporal de manera que
merezcamos ser admitidos a los goces de la Pascua eterna.
COLECTA
Oh Dios, que nos alegras con la
anual solemnidad de la Resurrección del Señor: haz propicio que, por medio de
estas fiestas temporales que celebramos, merezcamos llegar a los gozos eternos.
Por el mismo Jesucristo. Nuestro Señor.
EPISTOLA
Lección de los Actos de los Apóstoles <111, 12-15. 1T-19).
En aquellos días, abriendo Pedro
su boca, dijo: Varones israelitas, y los que teméis a Dios, oíd. El Dios de Abraham,
el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado
a Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilatos, cuando éste
juzgaba que debía ser absuelto. Vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis
que se os diera el hombre homicida; en cambio, matasteis al Autor de la vida, al
que Dios resucitó de entre los muertos, de lo que somos testigos nosotros. Y
ahora, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, como también vuestros
príncipes. Pero Dios, que había predicho por boca de los Profetas que Cristo había
de padecer, lo cumplió así. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean
borrados vuestros pecados.
También hoy llega a nosotros la voz del Príncipe de los Apóstoles que
proclama la Resurrección del
Hombre-Dios. Cuando pronunció este
discurso estaba acompañado de San Juan y
acababa de obrar en una de las puertas del templo de Jerusalén su primer milagro, la curación de un cojo. El pueblo se había
agrupado alrededor de los dos
discípulos y por segunda vez Pedro
tomaba la palabra en público. El primer
discurso había conducido a tres mil al bautismo; éste conquistó cinco mil. El Apóstol ejerció verdaderamente en esas dos ocasiones el oficio de pescador de hombres, que el Salvador
le asignó en otra ocasión,
cuando le vió por primera vez. Admiremos
con qué caridad San Pedro invita a
los judíos a reconocer en Jesús al Mesías que esperaban. Les da seguridad del perdón, a aquellos mismos que habían renegado de Cristo,
y los disculpan atribuyendo a
ignorancia una parte de su crimen.
Ya que ellos han pedido la muerte de Jesús
débil y humillado, consientan al menos hoy que está glorificado, en reconocerle por lo que es, y su pecado les será perdonado.
En una palabra, humíllense y
serán salvos. Dios llamaba de este modo a sí a los hombres rectos y de buena
voluntad; y continúa haciéndolo en nuestros días. Jerusalén dió algunos; pero
la mayor parte rechazó la invitación. Lo mismo ocurre en nuestros días;
roguemos y pidamos sin cesar para que la pesca sea cada vez más abundante y el
festín de la Pascua más concurrido.
GRADUAL
Este es el día que hizo el
Señor: gocémonos y alegrémonos en él. T, La diestra del Señor ejerció su poder,
la diestra del Señor me ha exaltado. Aleluya, aleluya. Y. El Señor resucitó
verdaderamente y se apareció a Pedro.
A continuación
se canta la secuencia de la
Misa del día de
Pascua, Víctimae paschali.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan (XXI,
1-14).
En aquel tiempo se manifestó
otra vez Jesús a sus discípulos junto al mar de Tiberiades. Y se manifestó así:
Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, el llamado Dídimo, y Natanael, que era de
Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y otros dos discípulos suyos. Díjoles
Simón Pedro: Voy a pescar. Dijeron ellos: Vamos también nosotros contigo. Y
salieron y subieron a la barca: y aquella noche no pescaron nada. Y, llegada la
mañana, se presentó Jesús en la orilla: pero los discípulos no conocieron que
era Jesús. Díjoles, pues, Jesús: Muchachos: ¿tenéis algo que comer? Respondieron
le: No. Díjoles: Lanzad la red a la derecha de la barca y encontraréis. Y la
lanzaron: y ya no podían sacarla fuera, por la multitud de los peces. Dijo entonces
a Pedro aquel discípulo a quien amaba Jesús: ¡Es el Señor! Cuando oyó Simón
Pedro que era el Señor, se ciñó la túnica (pues estaba desnudo), y se echó al mar.
Y los otros discípulos vinieron con la barca (porque no estaban lejos de la
orilla, sino sólo a unos doscientos codos), trayendo la red con los peces. Y,
cuando bajaron a tierra, vieron unas brasas preparadas, y un pez sobre ellas, y
un pan. Díjoles Jesús: Traed los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón
Pedro, y trajo a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes.
Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Díjoles Jesús: Venid, comed. Y
nadie de los que comían se atrevió a preguntarle: ¿Quién eres tú?, sabiendo que
era el Señor. Y fué Jesús, y tomó el pan, y se lo dió. Y lo mismo el pez. Esta
fué la tercera vez que se apareció Jesús a sus discípulos después de resucitar
de entre los muertos.
EL MISTERIO DE
LA PESCA MILAGROSA. — Jesús se apareció a sus discípulos
reunidos en la tarde del día de Pascua; y de nuevo se mostró a ellos ocho días
después, como diremos luego. El Evangelio de hoy nos refiere una tercera
aparición, que fué sólo para siete discípulos, a orillas del lago de Genesareth,
llamado también por su vasta extensión el mar de Tiberiades. Nada más conmovedor
que esta alegría respetuosa de los Apóstoles ante la aparición de su Maestro,
que se digna servirles una comida. Juan, antes que ningún otro, ha notado la presencia
de Jesús; no nos asombremos; su gran pureza esclareció la mirada de su alma;
está escrito: "Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque ellos
verán a Dios." (San Mat., V, 8.) Pedro se arroja a las olas para
llegar antes a la presencia de su Maestro; se exteriorizaba como el Apóstol impetuoso,
pero que ama más que los otros. ¡Cuántos misterios en esta admirable escena!
EL FIEL. — Existe ciertamente una pesca; es el ejercicio del apostolado
para la Santa Iglesia. Pedro es el gran pescador; a él le toca determinar cuándo
y cómo es preciso arrojar la red. Los otros Apóstoles se unen a él, y Jesús
está con todos. Está atento a la pesca, él la dirige; porque el resultado es
para él. Los peces son los fieles; pues, como lo hemos señalado en otra parte,
el cristiano, en el lenguaje de los primeros siglos, es un pez. Sale del agua;
y en el agua recibe la vida. Ya hemos visto antes cómo fué propicia a los israelitas
el agua del Mar Rojo. En nuestro Evangelio encontramos también el Tránsito: el
paso del agua del lago de Genesareth a la mesa del Rey del cielo. La pesca fué
abundante, en lo cual se encierra un misterio que no nos es dado penetrar.
Solamente al fin del mundo, cuando la pesca sea completa, entonces
comprenderemos quiénes son estos ciento cincuenta y tres peces grandes. Este
número misterioso significa, sin duda, otras tantas fracciones de la familia
humana, conducidas sucesivamente al Evangelio por el apostolado; pero no
habiéndose cumplido aún el tiempo, el libro permanece sellado.
CRISTO. — De vuelta a la ribera, los Apóstoles se reunieron con
su Maestro; pero he aquí que encuentran
la comida preparada para ellos: un pan, con un pez asado sobre carbones. ¿Qué simboliza este pez, que ellos no pescaron, que fue sometido al ardor del fuego y que va a
servirles de alimento al salir
del agua? La antigüedad cristiana
nos explica este nuevo misterio: el pez es Cristo, que fué probado por los ardientes dolores de su Pasión, en los que el amor le devoró
como fuego; se convirtió en alimento
divino de aquellos que se
purificaron atravesando las aguas. Ya hemos explicado en otro lugar cómo los primeros cristianos habían hecho una contraseña
de la palabra Pez en lengua griega,
porque las letras de esta
palabra reproducen en dicha lengua
las iniciales de los nombres del Redentor. Pero Jesús quiere juntar en un mismo banquete consigo mismo, Pez divino, a esos otros
peces de los hombres que la red de San
Pedro sacó de las aguas. El
festín de la Pascua tiene la
virtud de fundir en una misma sustancia por el amor, al manjar y a los comensales, al Cordero de Dios y a los corderos hermanos suyos,
al Pez divino y a estos otros peces a
los cuales está unido por una
indisoluble fraternidad. Inmolados con él, le siguen por doquier, en la pasión y en la gloria; testigo, el gran diácono Lorenzo, que ve hoy alrededor de su tumba a
la feliz asamblea de los fieles.
Imitador de su Maestro hasta
sobre los carbones de la parrilla al rojo, comparte ahora, en una Pascua eterna, los esplendores de su
victoria y los goces infinitos
de su felicidad. El Ofertorio,
formado por las palabras del Salmo,
celebra al maná que el cielo envió a los Israelitas después de cruzado el Mar Rojo; pero el nuevo maná es tan superior al primero que
sólo alimentó el cuerpo, como la fuente
bautismal, que lava los pecados,
supera a las olas vengadoras que
sumergieron a Faraón y a. su ejército.
OFERTORIO
El Señor abrió las puertas del
cielo: y les llovió maná para que comieran: les dió pan del cielo: pan de Angeles
comió el hombre. Aleluya. En la Secreta habla la Iglesia con efusión del Pan
celestial que la alimenta y que es al mismo tiempo la Víctima del Sacrificio
pascual.
SECRETA
Inmolamos, Señor, con pascuales
gozos estos sacrificios, con los que se alimenta y nutre maravillosamente tu
santa Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
"Aquel que hubiere comido
de este Pan, dice el Señor, no morirá." El Apóstol nos dice en la Antífona
de la Comunión: "Cristo resucitado ya no muere." Estos dos textos se
unen para explicar el efecto de la Eucaristía en las almas. Al comer una carne
inmortal es justo que ella nos comunique la vida que en ella reside.
COMUNION
Cristo, resucitado de entre los
muertos, ya no morirá, aleluya: la muerte no le dominará más. Aleluya, aleluya.
En la Poscomunión la Santa
Iglesia pide que recibamos el fruto del alimento sagrado que acabamos de
participar, el cual nos purifique y sustituya en nosotros al hombre viejo por
el nuevo, que reside en Jesucristo resucitado.
POSCOMUNION
Dígnate, Señor, librarnos de las
reliquias del hombre viejo; y haz que la participación de tu augusto sacramento
nos confiera un nuevo ser. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
LA BENDICIÓN DE
LOS "AGNUS DEI". — El Miércoles de Pascua es
solemnizado en Roma con la bendición de los "Agnus Dei"; esta
ceremonia la realiza el Papa el primer año de su pontificado, y después de
siete en siete años. Los Agnus Dei son discos de cera sobre los
cuales va impresa por un lado la imagen del Cordero de Dios y por el otro la de
un santo. La costumbre de bendecirlos en la Pascua es muy antigua; se ha creído
encontrar indicios en los monumentos de la liturgia desde el siglo v; pero los
primeros documentos auténticos remontan solamente al siglo IX. El ceremonial
actual es del siglo XVI. Sería, pues, irracional decir que esta práctica fué
instituida en memoria del bautismo de los neófitos, en la época en que se dejó
de administrar este sacramento en las festividades pascuales. También parece demostrado
que los neobautizados recibían cada uno de manos del Papa un Agnus Dei el Sábado de Pascua; de donde se debe concluir que
la administración solemne del bautismo y la bendición de los Agnus Dei son dos ritos que han coexistido durante cierto
tiempo. La cera que se emplea en la confección de los Agnus Dei es la del cirio pascual del año anterior a la que se
añade cera ordinaria: antiguamente se mezclaba también con santo Crisma. En la
Edad Media, el cuidado de amasar esta cera y de grabar las marcas sagradas,
pertenecía a los subdiáconos y a los acólitos del palacio; hoy se les ha
asignado a los religiosos de la Orden del Cister que habitan en Roma en el
monasterio de San Bernardo. La ceremonia se celebra en el palacio pontifical, en
una sala en la que se prepara un gran recipiente de agua bendita. El Papa se
acerca al recipiente y recita esta oración: "Señor Dios, Padre omnipotente,
creador de los elementos, conservador del género humano, autor de la gracia y
de la salud eterna; Tú, que has ordenado a las aguas que salían del paraíso
regar toda la tierra; Tú, cuyo Hijo unigénito caminó a pie enjuto sobre las aguas
y recibió el bautismo en su seno; que derramó el agua mezclada con la sangre de
su sagrado costado, y ordenó a sus discípulos bautizar a todas las naciones; senos
propicio y difunde tu bendición sobre nosotros, que celebramos todas esas
maravillas, a fin de que sean bendecidos y santificados estos objetos que vamos
a sumergir en estas aguas, y que el honor y la veneración que se les concede,
nos merezca a nosotros, tus servidores, la remisión de los pecados, el perdón y
la gracia, y finalmente la vida eterna con tus santos y tus elegidos. El
Pontífice, después de estas palabras, derrama el bálsamo y el santo crisma
sobre el agua del recipiente, pidiendo a Dios la consagre para el uso al cual
debe servir. Se vuelve después hacia las canastillas en las que están los sellos
de cera, y pronuncia esta oración:
"Oh
Dios, autor de toda santificación y cuya bondad
nos
acompaña siempre; Tú, que cuando Abraham,
el padre de
nuestra fe, se disponía a inmolar a su hijo
Isaac por
obedecer tu mandato, quisiste que consumase
su
sacrificio con la ofrenda de un carnero que estaba
aprisionado
entre las zarzas; Tú, que ordenaste
por Moisés,
tu siervo, el sacrificio anual de los corderos
sin mancha;
dígnate por nuestra oración, bendecir
estas
figuras de cera que llevan la imagen del inocentísimo
Cordero y
santificarlas por la invocación
de tu santo
nombre, a fin de que, por su contacto y
por su
contemplación, se sientan invitados los fieles a
la oración,
alejadas las tormentas y las tempestades y
ahuyentados
los espíritus del mal por la virtud de la
santa Cruz
que aparece impresa en ellas, ante la cual
toda
rodilla debe doblarse y toda lengua confesar que
Jesucristo,
habiendo vencido a la muerte por el patíbulo
de la Cruz,
vive y reina en la gloria de Dios Padre.
El es el
que, habiendo sido conducido a la muerte
como la
oveja al matadero, te ofreció, Padre suyo, el
sacrificio
de su cuerpo, a fin de restituir la oveja perdida,
que había
sido seducida por el fraude del demonio,
y
transportarla sobre sus espaldas para reuniría
con el
rebaño de la patria celestial.
Oh Dios
omnipotente y eterno, autor de las ceremonias
y de los
sacrificios de la Ley, que consentiste
aplacar tu
cólera, en la que había incurrido el hombre
prevaricador,
cuando te ofrecía hostias de expiación;
Tú, que
aceptaste los sacrificios de Abel, de Melquisedec,
de Abraham,
de Moisés y de Aarón; sacrificios
que no eran
más que figuras, pero que por tu bendición
fueron
santificados y saludables a aquellos que
te los
ofrecieron humildemente; dígnate hacer que, del
mismo modo
que el inocente Cordero, Jesucristo tu Hijo,
inmolado
por tu voluntad sobre el altar de la cruz, libró
a nuestro
primer padre del poder del demonio; así
estos
corderos sin mancha que presentamos a la bendición
de tu
majestad divina reciban una virtud bienhechora.
Dígnate
bendecirlos, santificarlos, consagrarlos,
darles la
virtud de proteger a los que los lleven
devotamente,
contra las malicias de los demonios, contra
las
tempestades, la corrupción del aire, las enfermedades,
las
quemaduras y los combates del enemigo,
y hacer que
sean eficaces para proteger a la madre y
a la prole
en los peligros del parto; por Jesucristo, tu
Hijo,
nuestro Señor."
Después de estas oraciones, el
Papa, ceñido con un lienzo, se sienta cerca de la vasija; sus ministros le
traen los "Agnus Dei"; él los sumerge en el agua, figurando de este
modo el bautismo de nuestros neófitos. En seguida unos prelados los sacan del
agua y los colocan sobre mesas cubiertas de lienzos blancos. Luego el Pontífice
se levanta y dice esta oración:
"Oh
Espíritu divino, que fecundas las aguas y las
haces
servir para tus más grandes misterios; tú, que las
has quitado
su amargor volviéndolas dulces, y que santificándolas
con tu
hálito te sirves de ellas para borrar
todos los
pecados por la invocación de la Santa Trinidad;
dígnate
bendecir, santificar y consagrar estos
corderos
que han sido sumergidos en el agua santa
y ungidos
con el óleo y el santo crisma; reciban de
tí virtud
contra los esfuerzos de la malicia del demonio;
todos los
que les lleven permanezcan en seguridad;
no tengan
que temer ningún peligro; la perversidad
de los
hombres no les sea nociva; y dígnate
servirles
de fortaleza y de consuelo.
Señor
Jesucristo, Hijo de Dios vivo, Cordero inocente,
sacerdote y
víctima; Tú, a quien los profetas
llamaron la
Viña y la Piedra angular; Tú, que nos has
rescatado
con tu sangre y que has señalado con esa
sangre
nuestros corazones y nuestras frentes, a fin de
que el
enemigo al pasar cerca de nuestras casas no nos
hiera en su
furor; tú, eres el Cordero sin mancilla cuya
inmolación
es perpetua, el Cordero pascual, hecho
debajo de
las especies sacramentales, remedio y salud
de nuestras
almas; tú nos conduces a través del mar
del siglo
presente a la resurrección y a la gloria de la
eternidad.
Dígnate bendecir, santificar y consagrar estos
corderos
sin mancha, que en tu honor hemos hecho
de cera
virgen y rociado de agua santa, del óleo y del
Crisma
sagrados, honrando en ellos tu divina concepción
que fué
efecto de la virtud divina. A quienes los
lleven
sobre sí, presérvalos del fuego, del rayo, de la
tempestad,
de toda adversidad; protege por ellos a
las madres
que se encuentran en los dolores del alumbramiento,
como
asististe a la tuya cuando te dió a
luz; y del
mismo modo que salvaste a Susana de la
falsa
acusación, a la bienaventurada virgen y mártir
Tecla de la
hoguera, y a Pedro de los lazos de la cautividad; así dígnate librarnos de los
peligros de este
mundo y haz
que merezcamos vivir contigo eternamente.”
Inmediatamente los "Agnus
Dei" son recogidos con respeto y reservados para la distribución solemne
que debe hacerse el Sábado siguiente. Es fácil notar la relación que guarda esta
ceremonia con la Pascua: el Cordero pascual es recordado de continuo; también
la inmersión de los corderos de cera presenta una alusión evidente a la administración
del bautismo, que fué durante tantos siglos la gran solicitud de la Iglesia y
los fieles en esta solemne octava. Las oraciones que hemos citado, en síntesis,
no remontan a la más alta antigüedad; pero el rito que las acompaña muestra suficientemente
la alusión al bautismo, aunque no se encuentre una expresión directa. Los
"Agnus Dei", por su significación, por la. bendición del Soberano
Pontífice y la naturaleza de los ritos empleados en su consagración, son uno de
los objetos más venerados de la piedad católica. Desde Roma se difunden por
todo el mundo; y con mucha frecuencia la fe de aquellos que los conservan con
respeto, ha sido recompensada con prodigios. En el pontificado de San Pío V, el
Tíber se desbordó de una manera pavorosa, y amenazaba inundar numerosos barrios
de la ciudad; un "Agnus Dei" arrojado a las aguas las hizo
inmediatamente retroceder. Toda la ciudad fué testigo de este milagro, que más
tarde se examinó en el proceso de beatificación de este gran Papa.
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