EN LA CÁRCEL
La Secretaría de
Gobernación acaba de consignar a todos los príncipes de la Iglesia en México.
Se trata por tanto de una consignación que, al parecer, no tiene precedente.
Sin embargo, se trata también de un hecho que arranca en línea recta de la
lógica propia de la revolución y del plano en que han querido colocarse. Porque
de sobra sabían y saben los constituyentes de diecisiete que, al redactar la
Constitución actual, muy lejos de hacer una verdadera constitución en el
sentido orgánico que tiene esa palabra, no hacían otra cosa que redactar un
código que ha convertido al país entero en una enorme, en una inmensa cárcel.
Basta tener a la vista la historia trágica de nuestra patria por un lado y por
el otro, la Constitución de diecisiete, para convencerse de esta verdad. Y no
se necesita una gran penetración de espíritu para llegar a la conclusión de que
los constituyentes tuvieron ante sus ojos, echada hacia arriba como una fuerte
y alta montaña, la visión de todo el pujante, irresistible, inextinguible
ascendiente de la Iglesia Católica y el propósito dominante, exclusivo de
arrancarle todo su poder espiritual y moral. Y es que encontraron a la Iglesia
como está hoy, como estará por mucho tiempo, como tendrá que seguir delante de
sus perseguidores: enraizada en la médula de nuestra vida individual y
colectiva y totalmente consagrada, ungida por el asentimiento popular. Más
claro: los constituyentes de diecisiete, como los de cincuenta y siete, vieron,
comprendieron que entre nosotros y a la vuelta de las bancarrotas de partidos,
de banderas, de escuelas y de sistemas, lo único reciamente, indiscutiblemente
popular, no es ningún hombre, porque la crítica histórica los ha demolido a
todos; no es ningún plan político porque nuestras vicisitudes los han
desquiciado uno a uno; no es escuela alguna, porque nuestros derrumbamientos
las han volteado a todas al revés; no es ningún caudillo, porque todos se han
encargado de desprestigiarse ellos mismos: lo único interesante,
avasalladoramente popular es la Iglesia Católica.
Y la revolución
traía y tiene el propósito de disputarle esa popularidad a la Iglesia. Y para
esto ha tenido que encontrarse cara a cara con ella, no tanto en el escenario
de la historia, como en la mitad del corazón inmenso del pueblo. La popularidad
ha sido en todo tiempo un don que se otorga solamente a la personalidad y a los
factores que saben y pueden llevar sol y pan para los cuerpos y para las almas
a todas las cabañas, a todos los caminos, a todas las alturas y a todas las
profundidades. Encontrarse en el cruce por donde, en los momentos más solemnes
tienen que para todos los viajeros, para trazar rutas y poner vendajes en las
manos y en los pies y en el pensamiento de todos los peregrinos, es hallarse en
la confluencia donde se dan cita todas las corrientes de la vida para consagrar
las fuerzas del alcance popular. La Iglesia Católica en nuestro país, a partir
del día en que desembarcó en nuestras playas supo y quiso encontrarse en todas
partes.
Ella bendijo con
su mano cargada con el fardo de los siglos las piedras de que fueron hechos los
cimientos de nuestra nacionalidad; ella encendió en el alma obscura del indio
la antorcha del Evangelio; ella puso en los labios de los conquistadores loas
fórmulas de una nueva civilización; ella se encontró presente en las escuelas,
en los colegios, en las universidades, para decir su palabra desde lo alto de
la cátedra; ella, en fin lo llenó todo, porque tuvo que pronunciar en la
confluencia de todos los caminos: nacimiento, vocación, estudio, juventud,
amor, vejez, cementerio, los conjuros consagrados que solamente ella sabe y
tiene para los instantes más hondos y más serios. Y allí: en el cruce, en la
confluencia de todos los caminos la ha encontrado la revolución. Y de allí ha
intentado e intenta desalojarla. Porque allí está.
Y el propósito de
desalojarla, de arrancarla de en medio del nudo inmenso donde van todos los
días a tramarse todas las vidas, todas las vocaciones y todos los destinos, es
el móvil más fuerte, más saliente que aparece en la constitución actual. No se
alza la mano recia el leñador para descuajar el árbol caído ni se encona el
huracán contra el guijarro perdido en el polvo. Y si la constitución de
diecisiete ha consagrado de una manera especial la guerra contra la Iglesia
Católica, es porque la ve, la ha visto, la siente alta y fuerte como una
montaña. La Iglesia ha hablado tres siglos sobre las conciencias; ha cruzado
valles, ríos, páramos, cordilleras, calles, talleres, ciudades y pueblos; ha
estado en los parlamentos, en las escuelas, en los libros y en la prensa.
Como el viento y
como el sol, se ha hallado y aún se halla presente en todas partes, sobre todo
en las alturas –pensamiento, tribuna, cátedra, conciencia– y no hay una sola
cabaña que no alce su bandera y que no jure por ella. Hace un poco más de medio
siglo que la conjura del silencio contra ella se empeña en condenarla al olvido
y la ignominia. Especialmente la historia escrita en ese espacio de tiempo en
lo que toca a la Iglesia, se ha empeñado en callar. Pero como en las páginas
del Evangelio, han callado los labios de algunos y se han echado a gritar las
piedras. Palacios escuelas, hospitales, cementerios, bibliotecas, pinturas,
gritan por encima de la conjura del silencio. Y es que la Iglesia, encendida
por la fiebre del apostolado y de la verdad, ha tenido y tiene la maravillosa
ubicuidad que la hace vadear todos los ríos, escalar todas las montañas, cruzar
todos los mares, ganar todas las playas.
La exposición
misionera organizada hace apenas un año por Su Santidad Pío XI, ha puesto de
relieve todo el inmenso alcance que tiene la Iglesia Católica como poder de
exploración, de descubrimiento y de penetración espiritual. no busca como
Amundsen el
polo; pero busca y siempre encuentra, ansiosamente, febrilmente, el desierto de
las almas para juntarlas en la unidad de la civilización. Ella puede hacer y
escribir la Geografía y la Historia con sus propios recuerdos, no con los recuerdos
ajenos. Este innegable y maravilloso don de la ubicuidad la hace y la ha hecho
enemiga natural de todos los programas y de todas las tendencias que necesitan
apoyarse en una recia, firme y honda popularidad. Porque solamente ella ha
tenido y tiene el secreto para poseerla. Y la ha conquistado con los brazos
levantados, con las manos extendidas, con los labios abiertos hacia todos los
rumbos, con los pies desgarrados por los guijarros de todas las vías, con sus
antorchas encendidas sobre todas las vidas. Así ha ganado su inmensa, su
arraigada popularidad. ¿Qué hacer para arrancársela? Esta interrogación está
abierta sobre los capítulos de la Constitución.
La respuesta se ha
intentado dar en la misma Constitución. La Iglesia con los brazos extendidos
sobre ciudades y cabañas ¿ganó la popularidad? Pues bastará amarrarla con las
manos hacia atrás. La Iglesia ¿entró en el nudo vital de nuestras conciencias y
del corazón del pueblo con sus labios abiertos? Bastará ponerle una fuerte y
apretada mordaza. La Iglesia ¿ganó la popularidad abriendo con sus pies
sangrantes vados y caminos? Pues basta encadenarla. La Iglesia ¿ganó su
popularidad con los trazos de su pluma en los libros, en los periódicos y con
su palabra en las escuelas, en las universidades y en las asambleas? Pues basta
expulsarla de allí. Y para que sus manos no se vuelvan a desdoblar sobre la
multitud, como se mueven para sembrar en la tierra obscura, a la luz de las
estrellas, como en la última página de Ariel
de Rodó, se le cerrarán las puertas de todas las escuelas. Y cada escuela
perecerá, será una cárcel, una casa en estado de sitio. Y en su derredor habrá
siempre un erizamiento de bayonetas que impiden el paso a la Iglesia. El templo
es una escuela donde Dios enseña y enciende vocaciones y destinos. Pues cada
templo será una cárcel. Y dentro y fuera de él estará permanentemente abierto
el oído de los capataces del pensamiento. Sin que falte la correspondiente
guardia.
El hogar es otra
escuela donde dice sus oráculos la Iglesia, porque allí va a todos los días a
ves desdoblar la primera o la última página de la vida. Pues en lo sucesivo o
habrá más que los sacerdotes que quiera la revolución. Y siempre habrá un
número irrisorio. Y si la Iglesia llega a atreverse a rechazar la mordaza, si rehúsa
gallardamente los grilletes, si abre las manos, si extiende los brazos, si
mueve los pies, será llevada al rincón oscuro de un tribunal para que se le
castigue. Y si todos los días el jurado, que debe tener por móvil supremo un
arranque de espontaneidad popular, absuelve a Magdalena Jurado después de oír
la palabra pasional de un tribuno; la Iglesia no podrá, no deberá aparecer
delante del tribunal del pueblo. Porque contaría su historia, repetiría los
nombres de Gante y de Bartolomé de las
Casas; reconocería a cada jurado porque los salvó de la intemperie, del hambre
y de la ignorancia en sus asilos y en sus hospitales. Y sería absuelta cien,
mil veces, hasta matar con las solas sentencias del pueblo los artículos que la
amordazan, que la encadenan, que la asfixian, que la han condenado a cárcel
perpetua.
Y esto –una
inmensa cárcel– es todo el país, desde que se promulgó la constitución de
diecisiete. Y en esta cárcel inmensa ha quedado y está encerrada la Iglesia
Católica y con ella catorce millones de mexicanos que piensan como ella, que
creen como ella. Por esto cabe decir que la consignación última hecha por la
Secretaría de Gobernación es un contrasentido. Porque jurídicamente, la
consignación debe preceder al encarcelamiento. Y la cárcel fue abierta y quedó
cerrada y dentro de ella la Iglesia Católica y con ella catorce millones de
mexicanos desde que se dio al país la última constitución. Prácticamente, pues,
estamos en la cárcel. Aparte de esto será necesario multiplicar las
consignaciones porque la Pastoral consignada es la doctrina católica y cada uno
de los católicos la profesamos y la reafirmamos. Y no sabemos, si la
consignación es seguida del encarcelamiento, que se tenga una cárcel tan vasta
y tan amplia como nuestro propio país, que es donde ya nos encontramos
encarcelados. Entretanto, la lucha por la popularidad queda abierta.
Para que pase a
las manos de la revolución será preciso descuajar a la Iglesia de las entrañas
del pueblo. Pero de sobra sabemos ya que, en estos momentos, bajo los brazos
demacrados de la Iglesia Mexicana alzan su frente, estremecidos de un
entusiasmo más fuerte que nunca y de un respeto decidido, los propios y los
extraños. Y en las páginas de la historia del Cristianismo siempre se va a la
cárcel un día antes de la victoria.
Mayo de 1926.
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