EL TIEMPO PASCUAL
CAPITULO PRIMERO
HISTORIA DEL TIEMPO PASCUAL
DEFINICIÓN DEL
TIEMPO PASCUAL. — Se da el nombre de Tiempo pascual al período de semanas que transcurre desde el
domingo de Pascua al sábado después de Pentecostés. Esta parte del Año litúrgico es la más sagrada, aquella hacia la cual converge el
Ciclo completo. Se comprenderá esto fácilmente, si se considera la grandeza de
la fiesta de Pascua, que la antigüedad cristiana embelleció con el nombre de Fiesta de las fiestas, Solemnidad, de las
solemnidades, a la
manera, nos dice San Gregorio Papa en su Homilía sobre este gran día,
que lo más augusto en el Santuario era llamado el Santo de los Santos, y se da el nombre de Cantar de los cantares al sublime epitalamio del Hijo de Dios que se une
con la Santa Iglesia. Ciertamente, en el día de Pascua es cuando la misión del
Verbo encarnado obtiene el fin que estuvo anhelando hasta entonces; en el día
de Pascua el género humano es levantado de su caída y entra en posesión de todo
lo que había perdido por el pecado de Adán.
CRISTO VENCEDOR. — Navidad nos había dado un
Hombre-Dios; hace tres días recogimos su sangre de un precio infinito para
nuestro rescate. Mas en el día de la Pascua, no es ya una víctima inmolada y
vencida por la muerte, la que contemplamos; es un vencedor que aniquila a la muerte,
hija del pecado, y proclama la vida, la vida inmortal que nos ha conquistado.
No es ya la humildad de los pañales, ni los dolores de la agonía y de la cruz;
es la gloria, primero para él, después para nosotros. En el día de Pascua, Dios
recupera, en el Hombre-Dios resucitado, su obra primera: el tránsito por la
muerte no ha dejado en él huella ninguna, como tampoco la dejó el pecado, cuya
semejanza se había dignado asumir el Cordero divino; y no es solamente él quien
vuelve a la vida inmortal; es todo el género humano. "Así como por un
hombre vino la muerte al mundo, nos dice el Apóstol, por un hombre debe venir
también la resurrección de los muertos. Y así como en Adán mueren todos, así en
Cristo todos serán vivificados"
LA PREPARACIÓN
DE LA PASCUA. — Así,
pues, el aniversario de este acontecimiento constituye cada año el gran día, el
día de la alegría, el día por excelencia; a él converge todo el Año litúrgico y
sobre él está fundado. Mas, como este día es santo entre todos, ya que nos abre
las puertas de la vida celestial, donde entraremos resucitados como Cristo, la
Iglesia no ha querido luciera sobre nosotros antes de que hubiésemos purificado
nuestros cuerpos por el ayuno y corregido nuestras almas por la compunción. Con
este fin instituyó la penitencia cuaresmal, y también nos advirtió desde
Septuagésima que habla llegado el tiempo de aspirar a las alegrías serenas de
la Pascua y de disponernos a los sentimientos que su venida debe despertar. Ya
hemos terminado esta preparación y el Sol de la Resurrección se eleva sobre
nosotros.
SANTIDAD DEL
DOMINGO. — Mas no basta festejar el día
solemne que contempló a Cristo-Luz huyendo de las sombras del sepulcro; a otro
aniversario debemos tributar el culto de nuestra gratitud. El Verbo encarnado
resucitó el primer día de la semana, el día en que el Verbo increado del Padre
había comenzado la obra de la creación, al sacar la luz del seno del caos y
separarla de las tinieblas, inaugurando así el primero de los días. Por tanto,
en la Pascua nuestro divino resucitado santifica por segunda vez el domingo y
desde entonces el sábado deja de ser el día sagrado. Nuestra resurrección en
Jesucristo, realizada en domingo, colma la gloria de este primero de los días;
el precepto divino del sábado es abolido con toda la ley mosaica; y los
Apóstoles mandarán en lo sucesivo a todo fiel celebrar como día sagrado el
primer día de la semana, en el que la gloria de la primera creación se une a la
de la divina regeneración.
FECHA DE LA
FIESTA DE PASCUA. — La
resurrección del Hombre-Dios realizada en domingo, pedía no se la solemnizase
anualmente en otro día de la semana. De aquí la necesidad de separar la Pascua
de los cristianos de la de los judíos que, fijada de modo irrevocable en el
catorce de la luna de marzo, aniversario de la salida de Egipto, caía
sucesivamente en cada uno de los días de la semana. Esta Pascua no era más que
una figura; la nuestra es la realidad ante la cual la sombra desaparece. Era
necesario, pues, que la Iglesia rompiese este último lazo con la sinagoga, y
proclamase su emancipación celebrando la más solemne de las fiestas un día que
no coincidiese nunca con aquel en que los judíos celebrasen su Pascua, en lo
sucesivo estéril de esperanzas. Los Apóstoles determinaron que desde entonces
la Pascua para los cristianos no sería ya el catorce de la luna de marzo, aun
cuando ese día cayese en domingo, sino que se celebraría en todo el universo el
domingo siguiente al día en que el calendario caducado de la sinagoga
continuaba colocándola. Con todo, en consideración al gran número de judíos que
habían recibido el bautismo y que formaban entonces el núcleo de la Iglesia
cristiana, para no herir su sensibilidad, se determinó que se aplicase con
prudencia y paulatinamente la ley relativa al día de la nueva Pascua. Además,
Jerusalén no tardaría en sucumbir debajo de las águilas romanas, según el vaticinio
del Salvador; y la nueva ciudad que se levantaría sobre sus ruinas y que
albergaría a la colonia cristiana, tendría también su Iglesia, pero una Iglesia
completamente disgregada del elemento judaico, que la justicia divina había visiblemente
reprobado en aquellos mismos lugares. La mayor parte de los Apóstoles no
tuvieron que luchar contra las costumbres judías en sus predicaciones en
tierras lejanas, ni en la fundación de las Iglesias que establecieron en tantas
regiones, aun fuera de los límites del imperio romano; sus principales
conquistas las hacían entre los gentiles. La Iglesia de Roma, que llegaría a ser
Madre y Maestra de todas las demás, jamás conoció otra Pascua que aquella que
hermana al domingo el recuerdo del primer día del mundo y la memoria de la
gloriosa resurrección del Hijo de Dios y de todos nosotros, que somos sus
miembros.
LA COSTUMBRE DE
ASIA MENOR. — Una
sola provincia de la Iglesia, el Asia Menor, rehusó largo tiempo asociarse a
este acuerdo. San Juan, que pasó muchos años en Éfeso y terminó allí su vida,
creyó no debía exigir, de los numerosos cristianos que de las sinagogas habían
pasado a la Iglesia en aquellas regiones, el renunciamiento a la costumbre
judía en la celebración de la Pascua; y los fieles salidos de la gentilidad que
fueron a acrecentar la población de aquellas florecientes cristiandades,
llegaron a apasionarse con exceso en la defensa de una costumbre que se
remontaba a los orígenes de la Iglesia del Asia Menor. Como consecuencia, al
correr de los años, esta anomalía degeneraba en escándalo; allí se aspiraban
efluvios judaizantes y la unidad del culto cristiano sufría una divergencia que
impedía a los fieles vivir unidos en las alegrías de la Pascua y en las santas
tristezas que la preceden. El Papa San Víctor, que gobernó la Iglesia desde el
año 185, puso toda su solicitud sobre este abuso y creyó que había llegado el momento
de hacer triunfar la unidad exterior sobre un punto tan esencial y tan central
en el culto cristiano. Anteriormente, con el Papa San Aniceto, hacia el año 150,
la Sede Apostólica había intentado, por medio de negociaciones amistosas, atraer
las Iglesias de Asia Menor a la práctica universal; no fué posible triunfar
sobre un prejuicio fundado en una tradición conceptuada como inviolable en
aquellas regiones. San Víctor creyó tendría más éxito que sus predecesores; y a
fin de influir en las asiáticos por el testimonio unánime de todas las
Iglesias, ordenó se reuniesen concilios en los diversos países en que el
Evangelio había penetrado, y se examinase en ellos la cuestión de la Pascua. La
unanimidad fué perfecta en todas partes; y el historiador Eusebio, que escribía
siglo y medio después, atestigua que todavía en su tiempo se guardaba el
recuerdo de las decisiones que habían tomado en esta encuesta, además del
concilio de Roma, los de las Galias, de Acaya, del Ponto, de Palestina y de
Osrhoena en Mesopotamia. El concilio de Efeso, presidido por Polícrato, obispo
de aquella ciudad, resistió solo a las insinuaciones del Pontífice y al ejemplo
de la Iglesia Universal. San Víctor, juzgando que esta oposición no podía
tolerarse por más tiempo, publicó una sentencia por la que separaba de la
comunión de la Santa Sede las Iglesias refractarias del Asia Menor. Esta pena
severa, que no se imponía por parte de Roma sino después de prolongadas
instancias encaminadas a extirpar los prejuicios asiáticos, excitó la conmiseración
de muchos obispos. San Ireneo, que ocupaba entonces la silla de Lyon,
intercedió ante el Papa, en favor de dichas Iglesias, que no habían pecado,
según él, sino por falta de luces; y obtuvo la revocación de una medida cuyo
rigor parecía desproporcionado con la falta. Esta indulgencia produjo su efecto:
al siglo siguiente, San Anatolio, obispo de Laodicea, atestigua en su libro
sobre la Pascua, escrito en 276, que las Iglesias del Asia Menor se habían
adaptado analmente, desde hacía algún tiempo, a la práctica romana.
LA OBRA DEL
CONCILIO DE NICEA. — Por una coincidencia extraña,
hacia la misma época, las Iglesias de Siria, de Cilicia, y de Mesopotamia
dieron el escándalo de una nueva desavenencia en la celebración de la Pascua.
Dejaron la costumbre cristiana y apostólica, para adoptar el rito judío del
catorce de la luna de marzo. Este cisma en la liturgia, afligió a la Iglesia; y
uno de los primeros cuidados del concilio de Nicea fue promulgar la obligación
universal de celebrar la Pascua en domingo. El decreto restableció la
unanimidad; y los Padres del concilio ordenaron "que sin controversia, los
hermanos de Oriente solemnizasen la Pascua en el mismo día que los romanos, los
alejandrinos y todos los demás fieles" '. La cuestión parecía tan grave
por su conexión con la esencia misma de la liturgia cristiana, que San
Atanasio, resumiendo las razones que habían impulsado la convocatoria del
concilio de Nicea, asigna como motivos de su reunión la condenación de la
herejía arriana y el restablecimiento de la unión en la solemnidad de la Pascua.
El concilio de Nicea reglamentó también >que el obispo de Alejandría fuese
el encargado de mandar hacer los cálculos astronómicos que ayudasen cada año a
determinar el día preciso de la Pascua, y que enviase al Papa el resultado de los
descubrimientos realizados por los sabios de aquella ciudad, tenidos por los
más certeros en sus cómputos. El Pontífice romano dirigiría después a todas las
Iglesias cartas en que intimase la celebración uniforme de la magna fiesta del cristianismo.
De este modo, la unidad de la Iglesia se trasparentaba por la unidad de la
liturgia; y la Silla apostólica, fundamento de la primera, era al mismo tiempo
el medio para la segunda. Además, ya antes del concilio de Nicea, el Pontífice romano
tenía como costumbre dirigir cada año a todas las Iglesias una encíclica
pascual en que señalaba el día en que debía celebrarse la solemnidad de la
Resurrección. Así nos lo muestra la carta sinodal de los Padres del concilio de
Arlés, en 314, dirigida al papa San Silvestre. "En primer lugar, dicen los
Padres, pedimos que la observación de la Pascua del Señor sea uniforme en cuanto
al tiempo y en cuanto al día, en
todo el mundo, y que
dirijáis a todos cartas para este fin, según
la costumbre" '. Con todo,
este uso no perseveró por mucho tiempo después del concilio de Nicea. La carencia
de medios astronómicos acarreaba perturbaciones en la manera de computar el día
de la Pascua. Es verdad que dicha fiesta quedó definitivamente fijada en
domingo; ninguna Iglesia se permitió en adelante celebrarla en el mismo día que
los judíos; mas, por desconocer la fecha precisa del equinoccio de primavera,
sucedía que el día propio de la solemnidad variaba algunos años según los
lugares. Paulatinamente fué descartándose la regla que había dado el concilio
de Nicea de considerar el 21 de marzo como el día del equinoccio. El calendario
exigía una reforma que nadie estaba preparado para realizar; se multiplicaban los
calendarios en contradicción los unos con los otros, de manera que Roma y
Alejandría no siempre llegaban a entenderse. Por este motivo, de tiempo en
tiempo, la Pascua se celebró sin la unanimidad absoluta que el concilio de
Nicea había procurado; pero se procedía de buena fe por ambas partes.
LA REFORMA DEL
CALENDARIO. —
Occidente se agrupó en torno de Roma, que terminó por triunfar de algunas oposiciones
en Escocia y en Irlanda, cuyas Iglesias se habían dejado extraviar por ciclos
erróneos. Finalmente la ciencia hizo adelantos considerables en el siglo xvi, y
permitió a Gregorio XIII emprender y terminar la reforma del calendario. Se
trataba de restablecer el equinoccio en el 21 de marzo, conforme a la
disposición del concilio de Nicea. Por una bula del 24 de febrero de 1581, el
Pontífice tomó esta medida suprimiendo diez días del año siguiente, del 4 al 15
de octubre; de este modo restablecía la obra de Julio César, que en su tiempo
también había tomado medidas acertadas sobre las computaciones astronómicas.
Pero la Pascua era la idea fundamental y el fin de la reforma implantada por
Gregorio XIII. Los recuerdos del concilio de Nicea y sus normas dominaban
siempre sobre esta cuestión capital del año litúrgico; y así, una vez más, el
Romano Pontífice señalaba la celebración de la Pascua al universo, no sólo por un
año, sino por largos siglos. Las naciones herejes experimentaron, a su pesar,
la autoridad divina de la Iglesia en esta promulgación solemne que influía al
mismo tiempo en la vida religiosa y en la civil; y protestaron contra el calendario
como habían protestado contra la regla de la fe. Inglaterra y los Estados
luteranos de Alemania prefirieron conservar aún mucho tiempo el calendario
erróneo que la ciencia rechazaba, antes que aceptar de manos de un papa una
reforma reconocida por el mundo como indispensable. Hoy es Rusia la única
nación europea que, por odio a la Roma de San Pedro, persiste en tener su
calendario retrasado diez o doce días respecto del que se usa en el mundo
civilizado.
HECHOS
MILAGROSOS. —Todos
estos pormenores, que damos en síntesis, muestran la gran importancia que tiene
la fecha de la festividad de la Pascua; y el cielo ha manifestado más de una
vez con prodigios que no le era indiferente esta sagrada fecha. En la época en
que la confusión de ciclos y la imperfección de medios astronómicos ponían
tanta incertidumbre sobre la fecha exacta del equinoccio de primavera, en ciertas
ocasiones los hechos milagrosos suplieron las indicaciones que ni la ciencia ni
la autoridad podían suministrar con certeza. Pascasino, obispo de Lilibea en
Sicilia, atestigua en carta dirigida a San León Magno en 444, que, en el
pontificado de San Zósimo, siendo cónsul Honorio por undécima vez y Constancio
por la segunda, una intervención celestial vino a revelar el auténtico día de
la Pascua en una población humilde y religiosa. En un paraje olvidado de
Sicilia se escondía entre montañas inaccesibles y espesos bosques una aldea
llamada Meltina. Su iglesia era de las más pobres, pero Dios se abajó hasta ella
en su bondad; porque cada año, durante la noche pascual, en el momento en que
el sacerdote se dirigía hacia el baptisterio para bendecir el agua, la fuente
sagrada se encontraba milagrosamente llena, sin que hubiese ningún canal, ni
otra fuente próxima que la alimentase. Terminada la administración del
bautismo, el agua desaparecía por sí misma y la pila quedaba seca. Ahora bien,
en el año referido sucedió que, habiéndose reunido el pueblo durante la noche
que, engañado por un falso cómputo, se figuraba era la de Pascua, cuando,
acabada la lectura de las profecías, el sacerdote fué con sus fieles al
baptisterio, se vio la pila seca sin agua. Los catecúmenos esperaron en vano la
presencia del líquido por el cual se les debía conferir la regeneración, y se
retiraron al amanecer del día. El 22 de abril siguiente, el diez antes de las
calendas de mayo, la fuente apareció llena hasta los bordes, atestiguando que
este día era la verdadera Pascua para aquel año. Casiodoro, escribiendo en
nombre del rey Atalarico, a un personaje llamado Severo, refiere otro prodigio
que se efectuaba anualmente con fin idéntico, la noche de Pascua, en Lucania,
cerca de la pequeña isla de Leucotea, en un lugar llamado Marcilianum. Había
allí una gran fuente que se había escogido para la administración del bautismo
en la noche de Pascua. Apenas el sacerdote había comenzado las solemnes preces de
la bendición debajo de la bóveda natural que cubría dicha fuente, cuando el
agua, como queriendo tener parte en los transportes de la alegría pascual, creció
en el estanque; de manera que si antes se elevaba hasta la quinta grada, ahora
se la veía subir hasta la séptima, como anticipándose a las maravillas de la
gracia, de que ella iba a ser instrumento; mostrando Dios de este modo que la
misma naturaleza insensible puede asociarse, cuando él lo permite, a las santas
alegrías del más grande de los días del año San Gregorio de Tours habla de una
fuente que existía en su tiempo en cierta iglesia de Andalucía, en un lugar
llamado Osen, en la que ocurría un hecho milagroso que servía también para
comprobar el verdadero día de Pascua. Todos los años el obispo se dirigía con su
pueblo a esta iglesia el Jueves santo. El seno de la fuente tenía forma de cruz
y estaba adornado de mosaicos. Se comprobaba si estaba enteramente seca; y
después de algunas preces todos salían de la iglesia, y el obispo cancelaba la
puerta con su sello. El Sábado santo el obispo volvía rodeado de su pueblo; se
abrían las puertas después de haber verificado la integridad del sello, y, al
entrar en el recinto sagrado, contemplaban la fuente colmada de agua hasta por
encima de la superficie del suelo, sin que jamás se desbordase. El obispo pronunciaba
los exorcismos sobre aquella agua milagrosa y derramaba sobre ella el crisma.
Luego se bautizaba a los catecúmenos; y, cuando el sacramento había sido
conferido a todos, el agua desaparecía inmediatamente, sin que se supiese adonde
se iba. Los cristianos de Oriente también fueron testigos de prodigios
semejantes. Juan Mosch habla, en el siglo VII, de una fuente bautismal de Licia
que se llenaba de agua cada año, la vigilia de la fiesta de Pascua; mas
permanecía los cincuenta días completos, y se agotaba de repente después de la
fiesta de Pentecostés En la Historia del Tiempo de Pasión hemos recordado las
leyes de los emperadores cristianos que prohibían los procesos
civiles y criminales durante todo el curso de la quincena de Pascua, es decir, después del
domingo de Ramos hasta la octava de la Resurrección. San Agustín, en un sermón
pronunciado en esta octava, exhorta a los fieles a extender a todo el resto del
año la suspensión de los procesos, querellas y enemistades, que la ley civil
quería suspender al menos durante estos quince días.
EL DEBER DE LA
COMUNIÓN. — La
Iglesia impone a todos sus hijos la obligación de recibir la Sagrada Eucaristía
en tiempo de Pascua; y este deber se funda en la intención del Salvador, que, aunque
no fijó por sí mismo la época del año en que los cristianos debían acercarse a
este augusto sacramento, dejó a su Iglesia el cuidado y la obligación de
determinarla. En los primeros siglos la comunión era frecuente, y aun diaria
según los lugares. Más tarde los fieles se resfriaron con respecto a este
divino misterio; y vemos, según el canon 18 del concilio de Agda, en 506, que
en las Galias muchos cristianos hablan decaído de su primitivo fervor. Se
declaró entonces que los seglares que no comulgasen en Navidad, Pascua y
Pentecostés, no serían considerados como católicos. Esta disposición del
concilio de Agda se adoptó como ley casi general en la Iglesia de Occidente. La
encontramos en» otros lugares en los reglamentos de Egberto, arzobispo de York,
y en el tercer concilio de Tours. Con todo, en diversos lugares, vemos
prescrita la comunión para los domingos de Cuaresma, para los tres últimos días
de la Semana Santa, y para la fiesta de Pascua. A principios del siglo XIII, en el IV
concilio general de Letrán, en 1215, la Iglesia, considerando la tibieza que
invadía constantemente a la sociedad, determinó muy a pesar suyo que los cristianos
no estarían estrictamente obligados a hacer más que una sola comunión al año, y
que esta comunión se haría en la Pascua. A fin de hacer comprender a los fieles
que esta condescendencia es el límite máximo que puede concederse a su
negligencia, el santo concilio declara que a aquel que osare infringir esta
ley, se le podrá prohibir la entrada en la iglesia durante toda su vida, y
privarle de la sepultura eclesiástica después de su muerte, como si él mismo
hubiese renunciado al lazo exterior de la unidad católica'. Estas disposiciones
de un concilio ecuménico muestran la gran importancia del deber que con ellas
se sancionaba; al mismo tiempo nos hacen apreciar con dolor el lamentable
estado de una nación católica donde millones de cristianos desafían cada año
las amenazas de la Iglesia su Madre, al rehusar someterse a un deber cuyo
cumplimiento constituye la vida de sus almas, al mismo tiempo que es la
profesión esencial de su fe. Y cuando es necesario también excluir del número
de los que no se muestran sordos a la voz de la Iglesia y vienen a sentarse al
festín pascual, a aquellos para los cuales la penitencia cuaresmal es como si
no existiese, hay que temer e inquietarse por la suerte de ese pueblo si algunos
indicios no vienen de tiempo en tiempo a levantar las esperanzas, y a prometer
un futuro de generaciones más cristianas que la nuestra.
RITOS LITÚRGICOS. — El período de cincuenta días
que separa la fiesta de Pascua de la de Pentecostés ha sido constantemente
objeto de respeto particular en la Iglesia. La primera semana, consagrada principalmente
a los misterios de la Resurrección, debía ser celebrada con esplendor especial;
pero el resto de los cincuenta días no dejó de tener también sus honores.
Además de la alegría que distingue a toda esta parte del año, y cuya expresión
es el Aleluya, la tradición cristiana asigna
dos usos al tiempo pascual que le diferencian del resto del año. El primero es
la abolición del ayuno durante los cuarenta días: es la extensión del precepto
antiguo que prohíbe el ayuno el domingo; todo este gozoso período debía ser
considerado como un solo y único domingo. Las Reglas religiosas, aun las más
austeras, de Oriente y de Occidente aceptaron esta práctica. La otra práctica
especial, que se ha conservado literalmente en la Iglesia de Oriente, consiste en
no doblar las rodillas en los oficios de Pascua a Pentecostés. Nuestros usos
occidentales han modificado esta costumbre, que se observó entre nosotros durante
muchos siglos. La Iglesia latina admitió después de mucho tiempo la genuflexión
en la misa durante el tiempo pascual; y los únicos vestigios que ella ha
conservado de la antigua disciplina en esto, se han hecho casi imperceptibles a
los fieles que no están familiarizados con las rúbricas del servicio divino. Así,
pues, el tiempo pascual es todo él como una fiesta continuada; ya lo proclamaba
Tertuliano en el siglo ni, cuando, al reprochar a ciertos cristianos sensuales
el sentimiento que experimentaban de haber renunciado por su bautismo a tantas
fiestas como ilustraban el año pagano, les decía: "Si amáis las fiestas,
también las encontráis entre nosotros: no fiestas de un solo día, sino de muchos.
Entre los paganos la fiesta se celebra una sola vez al año; para vosotros ahora
cada ocho días es fiesta. Reunid todas las solemnidades de los gentiles, no
llegaréis a la cincuentena de nuestro Pentecostés'. San Ambrosio, escribiendo a
los fieles sobre este mismo tema hace la siguiente observación: "Si los judíos,
no contentos con su sábado semanal, celebran otro sábado que se prolonga
durante todo un año, ¡cuánto más debemos nosotros hacer para honrar la Resurrección
del Señor! Por esto nos han enseñado a celebrar los cincuenta días de
Pentecostés como parte integral de la Pascua. Son siete semanas completas, y la
fiesta de Pentecostés da comienzo a la semana octava. Durante estos cincuenta
días la Iglesia suspende el ayuno, como en el domingo, en que el Señor resucitó;
y todos estos días son como un solo y mismo domingo".
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