JUEVES DE PASCUA
Después de haber glorificado al
Cordero de Dios y saludado el paso del Señor a través de Egipto donde acaba de
exterminar a nuestros enemigos; después de haber celebrado las maravillas de
esta agua que nos liberta y nos introduce en la Tierra de promisión; si ahora
dirigimos nuestras miradas al divino Jefe, cuya victoria anunciaban y
preparaban todos estos prodigios, nos sentimos deslumbrados de tanta gloria.
Como el profeta de Patmos, nos prosternamos a los pies de este Hombre-Dios,
hasta que él nos diga también a nosotros: "No temas; yo soy el primero y
el último; el que vivo y el que he sido muerto; y he aquí que vivo por los
siglos de los siglos y tengo las llaves del infierno y de la muerte." (Apoc., I, 17.)
EL VENCEDOR DE
LA MUERTE. — En
efecto, él tendrá en adelante dominio sobre aquella que le había tenido cautivo;
él guarda las llaves del sepulcro, lo que quiere decir en el lenguaje de la
Escritura, que manda en la muerte y que esta le ha quedado sujeta de una manera
definitiva. Ahora bien, el primer uso que hace de su victoria, es extenderla a
todo el género humano. Adoremos esta infinita bondad; fieles al deseo de la
Santa Iglesia, meditemos hoy la Pascua en sus relaciones con cada uno de
nosotros. El Hijo de Dios dijo al Discípulo amado: "Estoy vivo y fui muerto";
por la virtud de la Pascua llegará el día en que también nosotros podamos decir:
"Estamos vivos habiendo estado muertos."
LA MUERTE,
ESTIPENDIO DEL PECADO. — L a muerte nos aguarda; está
dispuesta a arrebatarnos; no escaparemos a su mortal guadaña. "La muerte es
el salario del pecado" dice el libro sagrado (Rom., VI, 23); con esta explicación queda todo plenamente
comprendido: la necesidad de la muerte y su universalidad. La ley no es menos dura;
y no podemos dejar de ver un desorden en la ruptura violenta del lazo que
aunaba en vida común al cuerpo y al alma que Dios mismo había unido. Si
queremos comprender la muerte tal como es en sí, recordemos, que Dios creó al
hombre inmortal; entonces comprenderemos el horror invencible que la
destrucción infunde en el hombre, horror que no puede ser superado más que por
un sentimiento superior a todo egoísmo, y por el sentimiento del sacrificio. Hay
en la muerte de cada hombre un monumento vergonzoso del pecado, un trofeo para
el ene migo del género humano; y para el mismo Dios habría humillación si no
brillase su justicia y no restableciese de este modo el equilibrio.
NUESTRA
ESPERANZA. — ¿Cuál
será pues el deseo del hombre en la dura necesidad que le oprime? ¿Aspirar a no
morir? Eso sería una locura. La sentencia es formal y nadie la burlará. ¿Podemos
alegrarnos con la esperanza de que un día este cuerpo, que pronto se convertirá
en cadáver y luego se disolverá sin dejar rastro visible de sí, podrá volver a
la vida y sentirse de nuevo unido al alma para la cual había sido creado? Pero
¿quién obrará esta reunión imposible de una substancia inmortal con otra
substancia a quien estuvo un día unida y que después se diría ha vuelto a los
elementos de donde habla sido tomada? ¡Oh hombre! Ciertamente así es. Tú
resucitarás; este cuerpo olvidado, disuelto, aparentemente aniquilado, revivirá
y se te devolverá. ¿Qué digo? Hoy mismo sale de la tumba, en la persona del
Hombre-Dios; nuestra resurrección futura se cumple desde hoy en la suya; hoy se
hace tan cierta nuestra resurrección como lo es nuestra muerte; y también este
misterio le encierra la Pascua. Dios, en su furor salvador, veló en un
principio al hombre esta maravilla de su poder y de su bondad. Su palabra fué
dura para Adán: "Comerás tu pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas
a la tierra de la cual fuiste sacado; pues eres polvo y en polvo te
convertirás." (Gen., III, 19.) Ni una palabra, ni una
sola alusión que dé al culpable la más leve esperanza respecto a esta porción
de sí mismo destinada a la destrucción, a la vergüenza del sepulcro. Era
preciso humillar al ingrato orgullo que había querido levantarse hasta Dios. Más
tarde, el gran misterio quedó aclarado, aunque parcialmente; y muchos siglos antes,
un hombre cuyo cuerpo, devorado por horrorosas úlceras, se caía a jirones, pudo
ya decir: "Sé que mi redentor vive y que en el último día resucitaré de la
tierra; que mis miembros serán de nuevo cubiertos de mi piel y que veré a Dios en
mi carne. Esta esperanza reposa en mi corazón." (Job, XIX, 25-27.) Mas, para realizarse el anhelo de Job, era necesario que el
Redentor esperado se dejase velen la tierra, que viniese a enfrentarse con la muerte,
a luchar cuerpo a cuerpo con ella, y finalmente a vencerla. Vino en el tiempo
señalado, no para impedir que muriéramos: la sentencia era demasiado formal;
sino para morir él mismo y quitar de este modo a la muerte todo lo que tenía de
duro y humillante. Semejante a esos médicos bienhechores que ellos mismos se
inoculan el virus del contagio, comenzó, según la enérgica expresión de San Pedro,
por "absorber la muerte". (San
Pedro, I, 3, 22.)
Pero la alegría de este enemigo del hombre fué breve; porque resucitó para no
morir y adquirió en ese día el mismo derecho para todos nosotros. Desde este
instante debemos considerar el sepulcro a nueva luz. La tierra nos recibirá,
más para devolvernos, como devuelve a la espiga después de haber recibido el
grano de trigo. En el día señalado, los elementos se verán obligados, por él
poder que los sacó de la nada, a restituir los átomos que ellos no habían
recibido más que en depósito, y al sonido de la trompeta del Arcángel, todo el
género humano resucitará y proclamará la última victoria sobre la muerte. Para los
justos esa será la Pascua; pero una Pascua que no será sino la continuación de
la de hoy.
LA GLORIA DEL
CIELO. — ¡Con
qué inefable alegría nos volveremos a encontrar con este antiguo compañero de
nuestra alma, esta parte esencial de nuestro ser humano, de quien habremos estado
separados por tanto tiempo! Desde hace siglos, tal vez, nuestras almas estaban
arrobadas en la visión de Dios; pero nuestra naturaleza de hombres no estaba
representada por completo en suprema beatitud; nuestra felicidad, que debe ser
también la felicidad del cuerpo no tenía su complemento; y en medio de aquella
gloria, de aquella dicha, quedaba, sin borrar una mancha del castigo que afligió
al género humano desde las primeras horas de su morada en la tierra. Para recompensar
a los justos por su visión beatífica, Dios se ha dignado, no sólo esperar al
instante en que sus cuerpos gloriosos sean reunidos con las almas que los
animaron y los santificaron; sino que todo el cielo aspira a esta última fase del
misterio de la Redención del hombre. Nuestro Rey, nuestro Jefe divino, que
desde lo alto de su trono pronuncia con majestad estas palabras: "Estoy
vivo y estuve muerto", quiere que las repitamos nosotros en la eternidad.
María, que tres días después de su muerte volvió a tomar su carne inmaculada,
desea ver a su alrededor, en su carne purificada por la prueba del sepulcro, a
los innumerables hijos que la llaman Madre.
LA ALEGRÍA DE
LOS ANGELES. — Los santos Angeles, cuyas
filas deben reforzarse con los elegidos de la tierra, se alegran con la
esperanza del magnífico espectáculo que ofrecerá la corte celestial cuando los
cuerpos de los hombres glorificados esmalten con su brillo, como las flores del
mundo natural, la región de los espíritus. Una de sus alegrías es la de
contemplar, por adelantado, el cuerpo resplandeciente del divino Mediador, que
en su humanidad es tanto Jefe suyo como nuestro; la de centrar sus miradas
centelleantes sobre la incomparable belleza que irradian las facciones de María,
que también es su Reina. ¡Qué festividad tan plena será para ellos el instante
en que sus hermanos de la tierra, cuyas almas bienaventuradas gozan ya con
ellos de la felicidad, se revistan con el manto de esta carne santificada que
no impedirá las irradiaciones del espíritu, y pondrá a los habitantes del cielo
en posesión de todas las grandezas y de todas las bellezas de la creación! En
el momento en que Jesucristo, en el sepulcro, desatando todas las ligaduras que
le retenían, se levantó resucitado con toda su fuerza y su esplendor, los
Angeles que le asistían fueron presa de una muda admiración a la vista de aquel
cuerpo que les era inferior por naturaleza, pero que con los esplendores de la
gloria resplandecía más que los más radiantes espíritus celestes; ¡con qué
aclamaciones fraternales acogerán a los miembros de este Jefe victorioso,
cuando se revistan de nuevo de una librea para siempre gloriosa, ya que es la de
un Dios!
RESPETO AL
CUERPO. — El
hombre sensual se siente indiferente a la gloria y a la felicidad del cuerpo en
la eternidad; el dogma de la resurrección de la carne no le conmueve. Se
obstina en no ver más que lo presente; y, en esta preocupación grosera, su
cuerpo no es para él más que un juguete del que debe aprovecharse lo más posible,
porque dura poco. El amor hacia esta pobre carne es irrespetuoso; he aquí por
qué no teme enlodarla, esperando que llegue a su con sumación, sin haber
recibido otro homenaje que una predilección egoísta e innoble.
LOS HONORES QUE LA IGLESIA TRIBUTA A NUESTRO CUERPO. — Por esto el hombre sensual reprocha a la Iglesia ser
enemiga del cuerpo, a pesar de
que esta no cesa de proclamar su dignidad y sus altos destinos. Es una insolente audacia e injuria. El cristianismo nos precave de
los peligros que acechan al alma por
parte del cuerpo; nos revela la
peligrosa enfermedad que la
carne contrajo con la mancha original, los medios que debemos emplear para "hacer servir a la justicia nuestros miembros, que podían entregarse
a la iniquidad". (Rom., IV, 19); pero lejos de
hacer que nos desprendamos del amor a nuestro cuerpo, nos le presenta como destinado a una gloria y a una felicidad eterna. Sobre
nuestro lecho fúnebre la Iglesia le
honra con el Sacramento de la
Santa Unción, con el cual sella
todos sus sentidos para la inmortalidad; preside la despedida que el alma dirige a este compañero de sus combates, hasta la futura y
eterna reunión; quema respetuosamente
el incienso junto a este despojo
mortal consagrado el día en que
el agua del bautismo fué derramada sobre él; y a los que sobreviven, les dirige con dulce autoridad estas palabras: "No
estéis tristes como los que no
tienen esperanza." (I Tes., IV, 12.) Así, pues, nuestra esperanza no debe ser otra que aquella que consolaba a Job:
"Veré a Dios en mi propia
carne."
FE EN LA
RESURRECCIÓN DE LA CARNE.'—Así nuestra santa fe nos. revela el futuro de nuestro cuerpo, y
estimula, elevándolo, el amor instintivo que el alma tiene para con esta
porción esencial de nuestro ser. Ella conexiona indisolublemente el dogma de la
Pascua con el de la resurrección de la carne; el Apóstol no encuentra
dificultad en decirnos que, si Cristo no hubiese resucitado, nuestra fe sería
vana; del mismo modo que, si no existiese la resurrección de la carne, la de
Cristo habría sido inútil" (I
Cor., XV); tan íntima
es la unión entre estas dos verdades, que no forman por decirlo así más que una
sola. Por eso debemos ver un triste signo de decaimiento del verdadero sentimiento
de la fe, en la especie de olvido en que parece haber caído, entre gran número
de fieles, el dogma capital de la resurrección de la carne. Seguramente le creen,
ya que el Símbolo se lo impone; sobre este punto no tiene ni sombra de duda,
pero la esperanza de Job rara vez es el tema de sus pensamientos y de sus
aspiraciones. Lo que les importa para sí mismos y para los demás es la suerte
del alma después de esta vida; y ciertamente tienen mucha razón; pero el
filósofo también predica la inmortalidad del alma y las recompensas para el justo
en un mundo mejor. Dejadle, pues, repetir la lección que ha aprendido de
vosotros y mostrad que sois cristianos; confesad valientemente la resurrección
de la carne, como hizo Pablo en el Areópago. Se os dirá tal vez lo que se le
dijo a él: "Te oiremos en otra oportunidad sobre ese tema" (Act., XVII, 32); pero ¿qué os importa? Habréis rendido
homenaje a aquel que venció a la muerte, no solamente en sí misma, sino en
vosotros; y vosotros sólo estáis en este mundo para dar testimonio de la verdad
revelada por vuestras palabras y por vuestras obras.
EL EJEMPLO DE LA
CRISTIANDAD PRIMITIVA. — Al recorrer las pinturas murales de las Catacumbas de Roma, nos
admiramos de encontrar allí por doquier símbolos de la resurrección de los cuerpos;
el Buen Pastor es el tema que se encuentra con más frecuencia en aquellos
frescos de la Iglesia primitiva; ¡tanto preocupaba este dogma fundamental del
cristianismo a los espíritus, en la época en que no podían presentarse al
bautismo sin haber roto violentamente con el sensualismo! El martirio era la
suerte, al menos probable, de todos los neófitos; y cuando llegaba la hora de
confesar su fe, mientras que sus miembros eran triturados o dislocados en los
tormentos, se les oía proclamar el dogma de la resurrección de la carne como la
esperanza que sostenía su valor; dan fe de ello sus Actas. Muchos de entre nosotros
necesitan aleccionarse con este ejemplo, para que sea íntegra su fe y se aleje
cada vez más de la filosofía que pretende prescindir de Jesucristo, aunque
plagie aquí y allá algunos fragmentos de sus divinas enseñanzas.
EL SENSUALISMO
LLEVA AL NATURALISMO. — El alma
vale más que el cuerpo; pero en el hombre, el cuerpo no es ni extraño ni una
cosa redundante o superflua. Por los altos destinos que tiene, hemos de tratarle
y cuidarle con sumo respeto; y, si en el estado presente nos vemos precisados a
castigarle para que no se pierda, ni el alma con él, no será por desprecio,
sino por amor. Los mártires y los santos penitentes amaron su cuerpo más que le
aman quienes se entregan a los placeres; mortificándole para preservarle del
mal, le salvaron; los otros, halagándole, le expusieron a la más triste suerte.
Fijémonos bien: la trabazón del sensualismo con el naturalismo es manifiesta.
El sensualismo falsea el fin del hombre para mejor pervertirle sin que sienta
remordimiento; el naturalismo teme las luces de la fe; y precisamente sólo la
fe es lo que hace al hombre comprender su destino y su fin. Esté alerta el
cristiano, y si, en estos días no late su corazón de amor y esperanza con el pensamiento
de lo que el Hijo de Dios ha hecho por nuestros cuerpos resucitando
gloriosamente, persuádase de que es muy débil su fe. Si no quiere perderse,
crea dócilmente en la palabra de Dios, pues solamente ella le hará conocer lo que
es ahora y lo que está destinado a ser más tarde. En Roma, la Estación es en la
Basílica de los doce Apóstoles. Se convocaba a los neófitos el día de hoy en
este santuario dedicado a los Testigos de la resurrección, y donde descansan dos
de entre ellos, San Felipe y Santiago. La Misa está esmaltada de alusiones al
papel sublime de estos esforzados heraldos del divino resucitado, que han
dejado oír su voz hasta los confines de la tierra y cuyos ecos resuenan, sin
debilitarse, a través de los siglos.
M I S A
El cántico de entrada está
sacado del libro de la Sabiduría, y celebra la elocuencia de los Apóstoles, mudos
antes por el miedo y tímidos como niños. La Sabiduría eterna los ha transformado
en hombres nuevos y toda la tierra ha conocido por ellos la victoria del
Hombre- Dios.
INTROITO
Tu mano vencedora alabaron,
Señor, todos a una, aleluya: porque la Sabiduría abrió la boca de los mudos, e
hizo elocuentes las lenguas de los niños. Aleluya, aleluya. Salmo: Cantad
al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas. V. Gloria al Padre.
La Colecta nos presenta a todas
las naciones reunidas en una sola por la predicación apostólica. Los neófitos
han sido admitidos en esta unidad por su bautismo; la Santa Iglesia pide a Dios
que los mantenga en ella por su gracia.
COLECTA
Oh Dios, que uniste la
diversidad de las gentes en la confesión de tu nombre: da, a los renacidos en
la fuente del Bautismo, una misma fe en las almas y una misma piedad en las
obras. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
EPISTOLA
Lección de los Hechos de los Apóstoles (VIII, 26-40). En aquellos días el Ángel del
Señor habló a Felipe diciendo: Levántate y vete hacia el mediodía, al
camino que baja de Jerusalén a Gaza, el cual está desierto. Y,
levantándose, se fue. Y he aquí que un eunuco etíope, ministro de
Candace, reina de los Etíopes, y superintendente de todas sus riquezas,
había ido a Jerusalén a adorar a Dios: y ahora volvía a su tierra,
sentado en su carro, y leyendo al Profeta Isaías. Y dijo el Espíritu a
Felipe: Acércate y arrímate a ese carro. Y. acercándose Felipe, le oyó
leer al Profeta Isaías, y le dijo: ¿Entiendes, por ventura, lo que lees?
El dijo: ¿Y cómo podré entenderlo, si alguien no me lo explicare? Y
rogó a Felipe que subiera y se sentara con él. Y el lugar de la
Escritura que leía, era éste: Fué llevado a la muerte como una oveja: y, como un
cordero, mudo ante el que le trasquila, no abrió su boca. Después de su
humillación ha sido libertado de la muerte, a que fué condenado. Su
generación ¿quién podrá explicarla, puesto que su vida será quitada de
la tierra? Y, preguntando el eunuco a Felipe, dijo: Ruégote: ¿de quién
dice esto el profeta? ¿De sí, o de algún otro? Entonces Felipe, abriendo
su boca, y comenzando desde esta Escritura, le evangelizó a Jesús. Y,
yendo por el camino, llegaron a donde había agua: y dijo el eunuco: Aquí
hay agua: ¿qué impide que yo sea bautizado? Y dijo Felipe: Si crees de
todo corazón, se puede. Y, respondiendo él, dijo: Creo que Jesucristo es
el Hijo de Dios. Y mandó parar el carro: y bajaron los dos, Felipe
y el eunuco, al agua, y le bautizó. Y, habiendo subido del agua, él
Espíritu arrebató a Felipe, y no le vió más el eunuco. Y siguió su
camino gozoso. Felipe, en cambio, se encontró en Azoto, y, al pasar,
anunció el nombre del Señor Jesucristo en todas las ciudades, hasta
que llegó a Cesárea.
DOCILIDAD DEL
ALMA A LA GRACIA. — Este pasaje de los Actos de
los Apóstoles estaba destinado a recordar a los neófitos la sublimidad de la
gracia que habían recibido en el bautismo y el estado en que habían sido
regenerados. Dios los puso en el camino de la salvación, así como envió a
Felipe al camino por donde el eunuco había de pasar. Les dio deseo de conocer
la verdad, como había puesto en el corazón del oficial de la reina de Etiopía
la feliz curiosidad que le condujo a oír hablar de Jesucristo. Pero todavía no
se había realizado todo. Este pagano habría podido escuchar con desconfianza y sequedad
de alma las explicaciones del enviado de Dios, y cerrar la puerta a la gracia
que salía a su encuentro; al contrario, abría su corazón y la fe le llenaba. De
igual modo, nuestros neófitos fueron dóciles, y la palabra de Dios los iluminó;
subieron de claridad en claridad hasta que la Iglesia reconoció en ellos a
verdaderos discípulos de la fe. Entonces llegaron los días de la Pascua y esta
madre de las almas se dijo a sí misma: "He aquí el agua, el agua que
purifica, el agua que sale del costado del Esposo, abierto por la lanza en la
cruz; ¿quién me impide bautizarlos?" Y cuando ellos confesaron que
Jesucristo es el Hijo de Dios, fueron sumergidos, como el Etíope, en la fuente de
la salvación; ahora, a ejemplo suyo, van a continuar caminando, llenos de gozo,
por el camino de la vida; porque han resucitado con Cristo, que se dignó
asociar a las alegrías de su propio triunfo, las del nuevo nacimiento de ellos.
GRADUAL
Este es el día que hizo el
Señor: gocémonos y alegrémonos en él. J. La piedra que reprobaron los constructores, se
convirtió en cabeza angular: esto fué hecho por el Señor, y es maravilloso a
nuestros ojos. Aleluya, aleluya; J. Resucitó Cristo, que creó todas las cosas, y se
compadeció del género humano.
A continuación se canta la Secuencia Victimae
Pascfutli.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan (XX,
11-18).
En aquel tiempo María estaba
fuera, junto al sepulcro, llorando. Y, mientras lloraba, se inclinó, y miró el
sepulcro: y vió dos Angeles, vestidos de blanco, sentados, uno a la derecha y
otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Y
dijéronla: Mujer, ¿por qué lloras? Díjoles: Porque han llevado a mi Señor: y no
sé dónde le han puesto. Y, después de decir esto, se volvió hacia atrás, y vió
a Jesús, que estaba allí: y no sabía que era Jesús. Di jóle Jesús: Mujer, ¿por
qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, creyendo que era el hortelano, di jóle:
Señor, si le has quitado tú, dime dónde le has puesto: y yo le llevaré. Di jóle
Jesús: ¡María! Vuelta, ella, díjole: ¡Rabbóni! (que significa Maestro). Di jola
Jesús: No me toques, porque aún no he subido a mi Padre: pero vete a mis
hermanos, y diles: Subo a mi Padre, y a vuestro Padre, a mi Dios, y a vuestro
Dios. Fué María Magdalena anunciando a los discípulos: He visto al Señor, y me
ha dicho esto.
EL APÓSTOL DE
LOS APÓSTOLES. — Nos
encontramos en la Basílica de los Apóstoles; y la Santa Iglesia, en lugar de
hacernos oír hoy el relato de una de las apariciones del Salvador resucitado a
sus Apóstoles, nos lee aquel en que se refiere el favor que Jesús hizo a María
Magdalena, ¿Por qué esta aparente omisión del carácter y de la misión conferida
a los embajadores de la nueva ley? La razón es fácil de comprender. Al honrar
hoy en este Santuario la memoria de aquella que Jesucristo escogió para ser el
apóstol de sus Apóstoles, la Iglesia
acababa de mostrar en toda su verdad las circunstancias del día de la
resurrección. Por la Magdalena y sus compañeras comenzó el apostolado del mayor
de los misterios del Redentor; ellas, pues, tienen auténtico derecho de ser
honradas hoy en esta Basílica dedicada a los santos Apóstoles.
EL SEÑOR Y LAS
SANTAS MUJERES. — Dios, por ser omnipotente, se
complace en manifestarse en lo más débil, del mismo modo que en su bondad se
gloría de reconocer el amor de que es objeto; he aquí por qué el Redentor
prodigó primero todas las pruebas de su resurrección y todos los tesoros de su
ternura a la Magdalena y a sus compañeras. Se sintieron más débiles que los pastores
de Belén: tuvieron, pues, la preferencia; los mismos apóstoles se sintieron más
débiles que el menor de los poderes del mundo, que a ellos se había de someter;
he aquí poiqué fueron ellos instruidos a su tiempo. Pero Magdalena y sus
compañeras amaron a su Maestro hasta la cruz y hasta el sepulcro, mientras que
los apóstoles le abandonaron: a las primeras y no a los segundos Jesús debía
los primeros favores de su bondad. ¡Sublime espectáculo el de la Iglesia, en
este instante en que surge sobre la fe de la Resurrección que es su base!
Después de María, la Madre de Dios, en quién la luz no tuvo nunca parpadeos, y
a quien era debido como a Madre y por ser santísima, la primera manifestación,
¿a quiénes vemos iluminadas con la fe por la que vive y alienta la Iglesia? A Magdalena
y sus compañeras. Durante muchas horas, Jesús se complugo en la contemplación
de su obra, tan débil a la consideración humana, pero en realidad tan grande.
Unos instantes más y este rebañito de almas escogidas va a asimilarse a los
mismos Apóstoles; ¿qué digo? El mundo entero vendrá a ellas. Durante estos días
la Iglesia canta en todo el mundo estas palabras: "¿Qué has visto en el
sepulcro, María?, dínoslo." Y María Magdalena responde a la Santa Iglesia:
"Vi la tumba de Cristo, que vivía; vi la gloria de Cristo resucitado."
LA MUJER QUE HA
PECADO LA PRIMERA ES REHABILITADA PRIMERO. — Y no nos admiremos de que solas las mujeres formasen este primer
grupo de
creyentes
alrededor del Hijo de Dios, verdadera Iglesia primitiva que brilla con los primeros
destellos
de la
resurrección; porque aquí tenemos la continuación de la obra divina según el plan irrevocable cuyo principio ya
hemos reconocido. Por la prevaricación de la mujer, la obra de Dios se desequilibró en sus
comienzos; y en la mujer es donde primero será de nuevo restaurada. El día de la Anunciación nos inclinamos ante la nueva Eva, que reparaba con su
obediencia la desobediencia de la primera; mas por temor de que Satanás se equivocase allí y no quisiese ver en María sino la exaltación de
la persona y no la rehabilitación del sexo, Dios quiere que hoy los hechos declaren su voluntad
suprema: "La mujer, nos dice San Ambrosio, había gustado la primera el brebaje de la muerte; ella será, pues, la que contemple la
primera la resurrección. Al proclamar este misterio, ella reparará su falta'; y con razón es enviada para
anunciar a los hombres la nueva de salvación, para manifestar la gracia que viene del Señor, aquella que en otro tiempo había anunciado el
pecado al hombre" Los demás Padres revelan con no menos elocuencia este plan divino que da a la
mujer la
primacía en
la distribución de los dones de la gracia, y en esto nos hacen reconocer no solamente un acto del poder del Supremo
Señor, sino también la legítima recompensa al amor que Jesús encontró en el corazón de estas humildes criaturas, y que no había
encontrado en el de sus Apóstoles, a los que durante tres años había prodigado los más tiernos
cuidados, y de los que tenía el derecho a esperar una valentía más varonil.
LA APARICIÓN A
LA MAGDALENA. — En medio de sus compañeras,
la Magdalena se levanta como una reina, cuya corte la forman las demás. Es la
preferida de Jesús, aquella que más ama, aquella cuyo corazón fué más
quebrantado por la dolorosa Pasión, aquella que insiste con más fuerza para
recibir y embalsamar con sus lágrimas y sus perfumes el cuerpo de su maestro. ¡Qué
delirio en sus palabras mientras le busca! ¡Qué exaltación de ternura, cuando
le reconoció vivo y siempre amoroso para con ella! Con todo, Jesús se abstiene
de manifestar una alegría demasiado terrena: "No me toques, la dice; pues no
he subido todavía a mi Padre." Jesús no tiene ya las condiciones de la
vida mortal; en él la humanidad permanecerá siempre unida a la divinidad; pero
su resurrección advierte al alma fiel que las relaciones que tendrá en adelante
con él no son ya las mismas. En el primer período se acercaba a él como si se acercase
a un hombre; su divinidad apenas si se traslucía; pero ahora es el Hijo de
Dios, cuyo resplandor eterno se percibe, porque irradia aun a través de su humanidad.
Es, pues, el corazón el que debe buscarle ahora más bien que los ojos; el afecto
respetuoso más que la ternura sensible. Se dejó tocar de la Magdalena cuando ella
era débil y él mismo mortal; es necesario que ahora ella aspire al mayor bien
espiritual que es la vida del alma, a Jesús en el seno del Padre. Magdalena, en
su primer estado hizo lo suficiente para servir de modelo al alma que comienza a
buscar a Jesús, pero ¿quién no ve que su amor necesita transformarse? Su ardor
"la ciega; se obstina en "buscar entre los muertos al que está
vivo". Ha llegado el momento en que debe elevarse a una vida superior, y
buscar Analmente en espíritu aquello que es espíritu. "No he subido todavía
a mi Padre" dice el Salvador; como si dijese: "Prívate por el momento
de estas muestras de cariño demasiado sensibles que te atarían a mi humanidad.
Déjame antes subir a mi gloria; un día tú también serás admitida allí cerca de
mí; entonces te será dado prodigarme todas las muestras de tu amor, porque entonces
no será ya posible que mi humanidad te robe la vista de mi naturaleza divina."
Magdalena comprendió la lección de su Maestro tan amado; una transformación se
opera en ella; y en seguida, sola con sus recuerdos, que se extienden de la
primera palabra de Jesús que deshizo en llanto su corazón y la arrancó de los amores
terrenos, hasta el favor con que la honra hoy al preferirla a los Apóstoles,
suspirará cada día por el sumo bien, hasta que purificada por la espera, hecha
émula de los ángeles que la visitan y consuelan en su destierro, suba finalmente
para siempre a donde está Jesús y estreche con un abrazo eterno aquellos
sagrados pies, en los que reconocerá las señales imborrables de sus primeros
ósculos. El Ofertorio recuerda la leche y la miel de la Tierra de Promisión, en
que la predicación de los Apóstoles ha introducido a los neófitos. Pero el altar
sobre el cual se prepara el festín del Salvador, les reserva una comida más
dulce.
OFERTORIO
El día de vuestra solemnidad,
dice el Señor, os introduciré en una tierra que mana leche y miel. Aleluya.
La Iglesia encomienda a Dios en
la Secreta la ofrenda de sus nuevos hijos; este pan transformado por las
palabras divinas llegará a ser para ellos el alimento fortificante que conduce al
viajero hasta el puerto de la eternidad.
SECRETA
Suplicámoste, Señor, aceptes
propicio los dones de tus pueblos: para que, renovados con la confesión de tu
nombre y con el Bautismo, consigan la sempiterna felicidad. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén. En la Antífona de la Comunión se deja oír la voz del
Colegio apostólico por medio de Pedro. Felicita con efusión paternal a este
pueblo renacido por los favores de que ha sido objeto por parte del soberano
autor de la luz, que se dignó hacer fecundas las tinieblas.
COMUNION
Pueblo de conquista, pregonad
las maravillas, aleluya: de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable
luz. Aleluya.
En la Poscomunión se expresan
los efectos de la Eucaristía. Este misterio sagrado confiere al hombre tocio
bien, le sostiene en el viaje de esta vida y le pone ya desde ahora en posesión
de su fin eterno.
POSCOMUNION
Escucha, Señor, nuestras preces:
para que los sacrosantos Misterios de nuestra redención nos presten tu auxilio
en la vida presente, y nos granjeen los gozos sempiternos. Por Jesucristo,
nuestro Señor, Amén.