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jueves, 11 de febrero de 2016

Sermones del Cura de Ars

SERMÓN SOBRE LA PENITENCIA
(segunda parte)

II

Decimos que, necesariamente, después del pecado es preciso hacer penitencia en este mundo, o bien ir a hacerla en la otra vida. Al establecer la Iglesia los días de ayuno y abstinencia, lo hizo para recordarnos que, pecadores como somos, debemos hacer penitencia, si queremos que Dios nos perdone; y aun más, podemos decir que el ayuno y la penitencia empezaron con el mundo. Mirad a Adán; ved a Moisés que ayunó cuarenta días. Ved también a Jesucristo, que era la misma santidad, retirarse por espacio de cuarenta días en un desierto sin comer ni beber, para manifestarnos hasta qué punto nuestra vida debe ser una vida de lágrimas, de mortificación y de penitencia. ¡Desde el momento en que un cristiano abandona las lágrimas, el dolor de sus pecados y la mortificación, podemos decir que de él ha desaparecido la religión! Para conservar en nosotros la fe, es preciso que estemos siempre ocupados en combatir nuestras inclinaciones y en llorar nuestras miserias.

Voy a referir un ejemplo que os mostrará cuánta sea la cautela que hemos de poner en no dar a nuestros apetitos cuanta ellos nos piden. Leemos en la historia que había un marido cuya mujer era muy virtuosa, y tenían ambos un hijo cuya conducta en nada desmerecía de la de su madre. Madre e hijo hacían consistir su felicidad en entregarse a la oración y frecuentar los Sacramentos. Durante el santo día del domingo, después de los divinos oficios, empleábamos enteramente en hacer el bien: visitaban a los enfermos y les proporcionaban los socorros que sus posibilidades les permitían. Mientras se hallaban en casa, pasaban el tiempo dedicados a piadosas lecturas, a propósito para animarlos en el servicio de Dios. Alimentaban su espíritu con la gracia de Dios, y esto era para ellos toda su felicidad. Mas, como el padre era un impío y un libertino, no cesaba de vituperar aquel comportamiento y de burlarse de ellos, diciéndoles que aquel género de vida le desagradaba en gran manera y que tal modo de vivir era sólo propio de gente ignorante; al mismo tiempo procuraba poner a su alcance los libros más infames y más adecuados para desviarlos del camino de la virtud que tan felices seguían.

La pobre madre lloraba al oír aquella manera de hablar, y el hijo, por su parte, no dejaba tampoco de lamentarlo grandemente. Mas, tanto duraron las asechanzas, que, hallando repetidamente aquellos libros ante sus ojos, tuvieron la desgraciada curiosidad de mirar lo que ellos contenían; ¡ay! sin darse cuenta aficionáronse a aquellas lecturas llenas de torpezas contra la religión y las buenas costumbres. ¡Ay! sus pobres corazones, en otros tiempos tan llenos de Dios, pronto se inclinaron hacia el mal; su manera de vivir cambió radicalmente; abandonaron todas sus prácticas; ya no se habló más de ayunos, ni penitencias, ni confesión, ni comunión, hasta el punto de abandonar totalmente sus deberes de cristianos. Al ver aquel cambio quedó el marido muy satisfecho, por considerarlos así inclinados a su parte. Como la madre era joven aún, no pensaba entonces más que engalanarse, en frecuentar los bailes, teatros y cuantos lugares de placer estaban a su alcance. El hijo, por su parte, seguía las huellas de su madre: convirtióse en seguida en un gran libertino, que escandalizó a su país cuanto anteriormente lo había edificado. No pensaba más que en placeres y desórdenes, de manera que madre e hijo gastaban enormemente; no tardó mucho en vacilar su fortuna. El padre, viendo que empezaba a contraer deudas, quiso saber si su caudal sería bastante para dejarlos continuar aquel género de vida a que los indujera; mas hubo de quedar fuertemente sorprendido al ver que los bienes ni tan sólo podían hacer frente a sus deudas. Entonces apoderóse de él una especie de desesperación, y, un día de madrugada, levantóse y, con toda sangre fría y hasta con premeditación, cargó tres pistolas, entró en la habitación de su mujer, y levantóle la tapa de los sesos; pasó después al cuarto de su hijo, y descargó contra él el segundo golpe; el tercero fue para sí mismo. ¡Ay, padre desgraciado! si al menos hubiese dejado a aquella pobre mujer y a ese pobre hijo en sus oraciones, sus lágrimas y sus penitencias, ellos habrían merecido el cielo, mientras que tú los has arrojado al infierno al precipitarte a ti mismo en aquellos abismos. Pues bien, ¿qué otra causa señalaremos a tan gran desdicha, sino que dejaron de practicar nuestra santa religión?

¿Qué castigo puede compararse con el de un alma a la que Dios, en pena de sus pecados, priva de la fe? Sí, para salvar nuestras almas, la penitencia nos es tan necesaria, a fin de perseverar en la gracia de Dios, como la respiración para vivir, para conservar la vida del cuerpo. Sí, persuadámonos de una vez, que, si queremos que nuestra carne quede sometida al espíritu, a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso mortificarlo en cada uno de sus sentidos: si queremos que nuestra alma quede sometida a Dios, precisa mortificarla en todas sus potencias.


Leemos en la Sagrada Escritura que, cuando el Señor mandó a Gedeón que fuese a pelear contra los Madianitas, ordenóle hiciese retirar a todos los soldados tímidos y cobardes. Fueron muchos miles los que retrocedieron. No obstante, aun quedaron diez mil. Entonces el Señor dijo a Gedeón: Aun tienes demasiados soldados; pasa otra revista, y observa todos los que para beber toman el agua con la mano para llevarla a la boca, pero sin detenerse; éstos son los que habrás de llevar al combate. De diez mil sólo quedaron trescientos (Iud. 7. 2-6). El Espíritu Santo nos presenta este ejemplo para darnos a entender cuán pocas son las personas que practican la mortificación, y por lo tanto, cuán pocas las que se salvarán. Es cierto que no toda la mortificación se reduce a las privaciones en la comida y en la bebida, aunque es muy necesario no conceder a nuestro cuerpo todo lo que él nos pide, pues nos dice San Pablo: «Trato yo duramente a mi cuerpo, por temor de que, después de haber predicado a los demás, no caigo yo mismo en reprobación» (1 Cor. 9, 27). Pero también es muy cierto que aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa mas insignificante no marcha según su voluntad y deseo; el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: «Aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame» ( Luc., 9. 23). Es indudable que nunca un sensual poseerá aquellas virtudes que nos hacen agradables a Dios y nos aseguran el cielo. Si queremos guardar la más bellas de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada. Leemos en la Sagrada Escritura que, apareciéndose el ángel Gabriel al profeta Daniel, le dijo: «El Señor ha oído tu oración, porque fue hecha en el ayuno y en la ceniza » (Dan., 3. 22); la ceniza simboliza la humildad... 

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