CAPITULO XXVII: OBEDIENCIA
DIVINO-HUMANA.
Si la psicología interior de Nuestro Señor, como
ya hemos visto, plantea problemas misteriosos que son aparentemente
contradictorios, en realidad no puede haber contradicciones en la obra de Dios
y menos aún en Nuestro Señor mismo. La coexistencia en la misma Persona de la
voluntad divina y de la voluntad humana plantea al mismo tiempo un problema:
¿hay alguna contradicción entre la debilidad y limitación de la voluntad humana
y la trascendencia de la voluntad divina? Este misterio tendría que ser un gran
modelo y un gran consuelo para nosotros. Queda claro, como ya hemos dicho, que
no puede haber la menor oposición entre ambas voluntades, pues es la misma
Persona, la Persona divina, la que asume esa voluntad humana del alma de
Nuestro Señor. Como ya hemos señalado, al hablar de Nuestro Señor es peligroso
separar su humanidad de su divinidad y tratar las cosas como si en El hubiera
dos personas. No hay que olvidar nunca que sólo hay una Persona, la Persona
divina, que asume el alma de Nuestro Señor. Sin embargo, está la realidad de su
alma humana y, por consiguiente, de las facultades humanas de Nuestro Señor, de
su voluntad y de su inteligencia.
A veces hallamos en las palabras de Nuestro
Señor cosas que pueden resultarnos difíciles de comprender. Por ejemplo,
Nuestro Señor afirma con mucha frecuencia que obedece. ¿Puede decirse que
Nuestro Señor es “obediente”? Sí, El mismo lo dijo y se hizo obediente
hasta la muerte en la Cruz. ¿Lo único que explica esta obediencia es que
Nuestro Señor había recibido un alma humana? ¿O se puede decir que la voluntad
humana estaba enteramente sujeta a la voluntad divina, por tratarse de la
voluntad humana de la Persona divina de Nuestro Señor, que procede del Padre?
Hay que unir ambas voluntades y no separarlas nunca. ¿O, en último término, a
causa de la Misión que el Padre le da a su Hijo? Al ser enviado, en Nuestro
Señor la obediencia se lleva a cabo bajo la influencia de esta orden de su
misión divina y temporal. Esta obediencia de Nuestro Señor puede explicarse,
pues, por la Misión que recibió y que llevó a cabo, evidentemente, bajo la
influencia de la voluntad divina. Y esta obediencia la manifestó cuando dijo: «Por esto el Padre me ama, porque Yo doy mi
vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy Yo quien la doy de mí mismo.
Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Tal es el mandato que del
Padre he recibido» (S. Juan 10,
17-18). Nuestro Señor dijo que recibía órdenes de su Padre. Parece
difícil pensar que en el interior de la Santísima Trinidad una Persona le dé
órdenes a otra, pero si no, ¿cómo explicar la orden dada a la Persona de
Nuestro Señor, que al mismo tiempo es la Persona divina? Precisamente, no se
puede explicar más que por esta Misión. Es al mismo tiempo una Misión eterna y
una Misión temporal, porque se realiza en el tiempo, en la Encarnación de
Nuestro Señor y en su Redención.
La voluntad humana de Nuestro Señor, si
así podemos decir, toma el relevo y saca su energía, en cierto modo, de esta
Misión que la Persona del Hijo recibe de su Padre y que, por supuesto, realiza
con una perfección sin falla. Este es el sentido en el que obedece y en el que
hay que comprender la obediencia de Nuestro Señor, obediencia que no se opone a
su personalidad divina. Es una obediencia al mismo tiempo divina y humana. Nuestro
Señor dice también: «Porque Yo no he
hablado de mí mismo; el Padre mismo, que me ha enviado, es quien me mandó lo
que he de decir y hablar» (S. Juan 12,
49). Es, pues, el Padre quien le manda lo que debe decir, dándole,
en cierto modo, una orden, que Nuestro Señor vincula a su Misión divina y a su
cumplimiento divino-humano. En este doble sentido, hay una orden y Nuestro
Señor dice que siempre cumple los mandatos de su Padre (S. Juan 8, 29). Sin
embargo, Nuestro Señor al mismo tiempo que se muestra obediente, afirma que
tiene todo poder. Hay palabras de Nuestro Señor que manifiestan este poder,
como por ejemplo cuando dijo a sus discípulos: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y Yo
os preparo un reino» (S. Luc. 22,
28-29). Realmente es Él quien prepara el reino. En eso muestra su
omnipotencia, muestra que puede obrar por su voluntad, no independientemente de
su Padre sino como su igual, y que dispone del reino de su Padre. Lo mismo dice
en la maravillosa oración sacerdotal a la que ya hemos aludido, cuando se
dirige a su Padre: «Padre... quiero que
donde esté Yo estén ellos también conmigo» (S. Juan 17, 24).
Casi parece que así le impusiera su voluntad al Padre: pero
sabemos que si dice eso es porque también esa es precisamente la voluntad de su
Padre y que ambas voluntades no pueden oponerse, porque reina una unidad
perfecta: unidad en la Trinidad y unidad en Nuestro Señor mismo. Esta unidad es
la que tenemos que procurar alcanzar. Para estar unidos a Dios y unidos a
Nuestro Señor nuestras voluntades tendrían que ser siempre semejantes y estar
unidas a la de Nuestro Señor; ahí se nos ofrece un hermoso ejemplo. Por
supuesto, nuestra voluntad no ha sido asumida por Dios mismo, como lo estaba la
voluntad humana de Jesús. Sin embargo, nosotros también hemos sido enviados,
tenemos una vocación y tenemos que ser fieles a la voluntad de Dios. Nuestro
Señor es para nosotros un modelo en esto. Deseemos que ponga en nuestra
voluntad las disposiciones que El mismo tendría en su voluntad humana. Otra
cita de lo que escribe el Padre Bonsirven: «Si nos elevamos hasta la vida
trinitaria, comprenderemos la unidad de voluntad que hay entre el Hijo y el
Padre, de modo tal que Este le muestra y le comunica a Aquél todo lo que hace,
y por su parte el Hijo no quiere ni puede sino lo que le muestra el Padre. ¿Qué
obediencia puede haber tan perfecta como esta comunión integral y esta
uniformidad de voluntad? Como explica san Cirilo, del Padre al Hijo no hay verdaderas órdenes, del mismo modo que
el sol no le manda a los rayos de luz, que reciben todo de él (la imagen es
bastante hermosa). Y el mismo doctor añade que si consideramos al Hijo encarnado, el mandamiento no es
una orden de un Superior, sino únicamente la expresión de la Misión del Hijo». Digamos, quizás con más precisión, que
del Padre al Hijo no hay verdadero mandato, sino Misión de la Persona
del Hijo; y que si consideramos al Hijo encarnado, el mandato y la
obediencia expresan al mismo tiempo esta Misión eterna y su cumplimiento
temporal, especialmente por la voluntad y la operación humanas. «Esta actitud
de libre dependencia, dice el Padre Bonsirven, aparece en un conocido
episodio. Los dos hijos de Zebedeo se acercaron a Cristo y le pidieron
“sentarse en su reino en los dos primeros lugares, a su derecha y a su
izquierda”. Jesús les respondió: “No sabéis lo que pedís. ¿Podréis beber el
cáliz que Yo tengo que beber?”. Y ellos le dijeron: “Podemos”. Jesús les
replicó: “Beberéis mi cáliz, pero sentarse a mi diestra o a mi siniestra no me
toca a mí otorgarlo: es para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre”.
«Con esta respuesta, Cristo no quiso
eludir una pretensión inoportuna y menos aún negar lo que afirmó en otros
lugares, que El tiene derecho a decidir sobre el reino y que de hecho dispone
de él para los suyos, sino que quiso recordarles a sus discípulos presuntuosos
que todas las gracias emanan del Padre como de su fuente primera y que es a El
a quien hay que pedírselas humildemente». Aquí tampoco se contradicen las palabras de Nuestro Señor,
sino que quiere llevar a los hijos de Zebedeo a la humildad, y recordarles que
todo viene en primer lugar del Padre y que El lo recibe todo del Padre y se
somete a su Padre.
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