Carta
Pastoral n° 15
EL
LAICISMO
Muy queridos Padres:
Durante la cuaresma han leído
y explicado a los fieles la carta pastoral que cada obispo dirigió a su rebaño
según las necesidades particulares de su diócesis. Al acercarse la santa fiesta
de la Pascua, hemos juzgado oportuno, conforme a una decisión tomada en la
última asamblea general de la Conferencia Episcopal Italiana, dirigirles
algunas palabras paternales de exhortación y orientación (…)
Queremos que esta carta
colectiva les llegue en una de las fechas más solemnes del calendario
litúrgico, aquella que la Iglesia nos encomienda recordar tres veces por día:
la anunciación de la Santísima Virgen y la Encarnación del Hijo de Dios. En las
páginas que siguen encontrarán nuestra preocupación respecto a un error y a una
mentalidad que están en profunda contradicción con la Encarnación y con la vida
sobrenatural que la Encarnación restauró en el
mundo. Existe un humanismo que proclama su voluntad de abrazar todos los
problemas humanos y que pretende entenderlos y poder resolverlos con fuerzas y
valores puramente humanos, obstinándose en ignorar y combatir a Jesucristo. Es
la Encarnación la que ha dado a Jesucristo al mundo. Ahora bien, el Salvador le
ha puesto la verdadera luz a los problemas humanos. Enseña los principios para
distinguir el valor y ofreció los medios para resolverlos. Con una
incomprensible falta de lógica, los que proclaman el valor soberano del hombre
no quieren saber nada de Él, de su obra, de sus compañeros de existencia que -
hombres ellos también, creyendo en Él y siguiendo sus mandamientos - saben que no
solamente el hombre ha recibido de Dios un fin que trasciende su naturaleza,
sino que esta misma naturaleza no se puede explicar y desarrollar en plenitud,
en su integridad armoniosa, si olvida lo sobrenatural, si rechaza la gracia, si
excluye las instituciones y los medios queridos por Dios para que la gracia
llegue a las almas. Nuestras palabras quieren sobre todo reavivar en ustedes el
sentido de la dignidad que les ha sido confiada como levadura, como sal, como
luz de la tierra.
Comprobaciones y ansiedades
1.-
Nuestra entrada en materia contiene la expresión de una profunda satisfacción. Estos
años transcurridos desde la posguerra, donde la vida y la acción sacerdotal han
sido sometidas a durísimas pruebas, han sido meritorios para la Iglesia. Tanto
en los puestos más humildes, como en los de mayor responsabilidad, se han dado
luminosos testimonios de vida ejemplar, de ardiente celo apostólico, de
incansable fervor y de iniciativa. Conocemos sus diarios sacrificios, sus
indecibles inquietudes, sus silenciosos sufrimientos, sus escondidos martirios.
Quizás nunca como en estos años la acción del sacerdote tuvo que enfrentarse
con dificultades y problemas de un alcance tan grande como complejo, que hasta
las almas más fuertes son turbadas. Se han comportado
dignamente en la prueba, y sus obispos, que han compartido de cerca sus
alegrías y dolores, desean brindar un homenaje público a su ejemplar
comportamiento y al celo generoso de su ministerio.
2.- Se
han desarrollado realidades consoladoras en el seno de la vida religiosa de la
nación; una sensibilidad más grande ante los problemas del espíritu; una
cultura religiosa más elevada y profunda; un esfuerzo intenso para elaborar una
doctrina social cristiana que se inserta en la trama viviente de la realidad
actual; una adhesión más consciente de varias clases de nuestro pueblo a la fe,
con una participación más viva a la vida litúrgica y sacramental; unas
organizaciones católicas con fines sociales y de asistencia; un despertar del
laicado católico, para extender el rayo de la acción apostólica de la
Jerarquía, e inspirar, en un sentido cristiano, desde el interior, los diversos
dominios de la actividad humana. Entre los fenómenos de nuestra época, uno de
los más importantes es el de la penetración, en el circuito de las fuerzas
vivas de la nación, de las masas que hasta ayer permanecían fuera o al margen
de la vida de asociación. Es un fenómeno de evolución social del cual debemos
alegrarnos y que nos empuja a situarnos amorosamente al lado de la humanidad en
marcha, como la Iglesia siempre lo ha hecho, y como lo testimonia la historia.
Pero no podemos cerrar los ojos ante las desviaciones del pensamiento y de las
costumbres que acompañan ese soplo de renovación. Existe una concesión a un
hedonismo más y más exasperado; existe una superestimación exclusiva de los
valores económicos; existe un relativismo moral contagioso que hacina especialmente
a las jóvenes generaciones; existe una exteriorización tal de la vida
desordenada que asfixia por así decir la
posibilidad de reflexión del alma acerca de las realidades más efímeras y
banales. Tenemos fe en el valor del mensaje cristiano, pero esa misma fe nos
impone ver claramente las cosas en el mundo de hoy, para adoptar la necesaria
posición cristiana y sacerdotal.
EL LAICISMO Y SUS CONSECUENCIAS
Naturaleza del laicismo
3.-
Tomando como base las diversas desviaciones doctrinales y prácticas del mundo
actual, ¿se puede descubrir un denominador común, que exprese de alguna manera
el alma de todo, y represente el principio inspirador de la compleja gama de
actitudes erróneas en el dominio religioso y moral? Pensamos que es posible, y
creemos reconocer esa actitud fundamental en la mentalidad corriente de nuestro
tiempo, que es conocida con el nombre de “laicismo”. No tememos afirmar que ahí
está el error básico, en el cual se encuentran en germen todos los demás, con
una infinidad de variedades y matices.
4.- Es difícil dar una
definición del laicismo, pues expresa un estado de alma complejo y presenta una
variedad multiforme de posiciones. Sin embargo, es posible ver en él una línea
constante que podría definirse así: una tendencia, o mejor todavía, una
corriente de oposición susceptible de ser ejercida contra la religión en
general, y contra la Jerarquía católica en particular, sobre los hombres, sus
actividades e instituciones. Así entonces, nos encontramos en presencia de una
concepción puramente materialista de la vida, donde los valores religiosos, o
son categóricamente rechazados, o son relegados al cerrado reducto de las
conciencias y la penumbra mística de las iglesias, sin ningún derecho de
penetrar y ejercer una influencia en la vida pública del hombre (su actividad
filosófica, jurídica, científica, artística, económica, social, política, etc…)
5.-
Tenemos así, ante todo, un laicismo que prácticamente se identifica con el
ateísmo. Niega a Dios, se opone abiertamente a toda forma de religión, reduce
todo a la esfera de la inmanencia humana. Ahí precisamente está la posición del
marxismo, y no es momento de detenernos a demostrar esto. Tenemos también una
expresión de laicismo menos radical, pero más corriente, que admite a Dios y al
hecho religioso, pero se rehusa a aceptar el orden sobrenatural como una
realidad viva y actuante en la historia humana. En la edificación de la ciudad
terrestre, entiende que hay que hacer una completa abstracción de los
principios de la revelación cristiana, y rechaza que la Iglesia tenga una
visión superior que oriente, ilumine y vivifique el orden temporal.
6.- Las
creencias religiosas son, según dicho laicismo, un hecho de naturaleza
exclusivamente privada; para la vida pública no existiría más que el hombre en
su condición puramente natural, totalmente aislado de toda relación con un
orden sobrenatural de verdad y de moralidad. El creyente, entonces, está libre
de profesar en su vida privada, las ideas en las cuales crea. Pero si su fe
religiosa, saliendo del cuadro de la práctica individual, trata de traducirse
en una acción concreta y coherente para conformar igualmente su vida pública y
social con los principios del Evangelio, se grita entonces el escándalo, como
si eso constituyese una pretensión inadmisible. Tan sólo se le reconoce a la
Iglesia un poder independiente y soberano en el cumplimiento de su actividad
específicamente religiosa, teniendo un fin directamente sobrenatural (actos de
culto, administración de los sacramentos, predicación de la doctrina revelada,
etc…) Pero se le rechaza todo derecho de intervención en la vida pública del
hombre, porque ella gozaría de una total autonomía jurídica y moral, y no
toleraría ninguna subordinación, ni siquiera una imposición de parte de las
doctrinas religiosas exteriores.
7.- No nos detenemos en refutar esas afirmaciones, que están en neta
contradicción con la doctrina católica. Queremos solamente subrayar su gran
alcance. Prácticamente, se niega o se descarta el hecho histórico de la
revelación; se desconoce la naturaleza y la misión salvífica de la Iglesia, se
trata de quebrar la unidad de vida del cristiano, en quien es absurdo querer
separar la vida privada de la vida pública; se abandona la distinción entre la
verdad y el error, entre el bien y el mal, al arbitrio del individuo o de las
colectividades, abriendo así el camino a todas las aberraciones individuales y
sociales de las cuales -desgraciadamente- nuestras últimas décadas han ofrecido
testimonios atroces. Como se ve, el fenómeno laicista tiene sus profundas
raíces en una oposición radical de los principios. No se resume en el hecho
político contingente, aún si se prefiere seguir sobre todo en este terreno una
polémica diaria con la Iglesia. En su aceptación más lógica, es una concepción
de vida que se encuentra en las antípodas de la concepción cristiana.
8.-
Hoy el peligro inherente a ese error es acentuado por dos hechos. Primero, la
situación de laicismo en la cual se encuentra Italia en nuestra época,
generalmente evita las actitudes espectaculares y groseras del viejo
anticlericalismo del siglo XIX. Es más astuto y flexible, más inteligente y
adaptado a las técnicas de la época. Más que atacar de frente, prefiere la
insinuación pérfida y la crítica sutil; más que atacar las ideas, prefiere
utilizar las debilidades de los hombres; más que las declamaciones
espectaculares de los actos públicos, prefiere el brillo de un cierto rigor
cultural. Aún cuando ataca a la Iglesia, se esfuerza por disimularlo tras
nobles motivos; quisiera liberarla de todo “compromiso” temporal, purificarla
de toda “contaminación” mundana y política, ponerla a la altura de la época y
rejuvenecer sus estructuras internas, a fin de que, libre y renovada, pueda
ejercer de nuevo su soberano ministerio espiritual sobre las almas.
9.- A
esto se le agrega otro factor importante: el laicismo se sustrae a posiciones
doctrinales precisas. Como todos los errores de hoy, prefiere actitudes
imprecisas y vaporosas. Se funda sobre todo en impresiones, sentimientos y
resentimientos, sobre estados de alma. A veces, se debe a la superficialidad de
las ideas, pero a menudo obedece a un cálculo preciso. Le gusta jugar con el
equívoco para alcanzar sus fines sin suscitar reacciones excesivas, sobre todo
en la parte de la opinión pública que todavía se halla apegada - de alguna
manera - a la religión y la moral cristiana. Se libra a un mimetismo para obrar
fácilmente, de manera de crear progresivamente un clima de pensamiento y de
vida, liberado de toda referencia sobrenatural y abierto a todas las aventuras
intelectuales y morales. Estos hechos provocan una amenaza más grave porque,
bajo una apariencia de respeto por la fe religiosa del pueblo, la obra de
corrosión del alma católica del país se puede cumplir gradual e
insensiblemente.
10.- En
la raíz de la actual actitud laicista, hay una profunda oposición de carácter
religioso, como lo demuestra un examen -aún sumario- de sus manifestaciones más
recientes, que pueden ser brevemente indicadas como sigue:
a) Críticas rabiosas, aún si a veces se expresan bajo una forma de
respeto aparente hacia toda intervención del Magisterio eclesiástico, cada vez
que pasa del plan de los principios a las aplicaciones prácticas; alarmas y
protestas cuando la Iglesia y la Jerarquía intervienen, por ejemplo, solamente
en materia de moralidad pública.
b) Intolerancia y desconfianza, si no hostilidad abierta hacia todo
lo que es expresión del pensamiento y de la vida de los católicos en el país,
hacia todo lo que indica su presencia y su influencia en los diversos sectores
de la vida pública.
c) Publicidad complaciente dada a hechos de desfallecimientos
inevitables y pretendidos escándalos en el clero y el laicado católico
militante; deformación sistemática de los objetivos que inspiran las obras
católicas de asistencia, de caridad, de educación, etc…
d) Apoyo solícito a toda tentativa tendiente a
introducir el divorcio en la legislación italiana, y para atemperar las
disposiciones en vigor para la protección de las leyes de la vida.
e) Esfuerzos aislados pero evidentes para volver a cuestionar el
Concordato, acogido sin embargo con un reconocimiento por así decir unánime en
la inmediata posguerra e incorporado a la Constitución.
f) Después de ataques contra la verdadera libertad de la escuela no
gubernamental, y acusaciones incesantes contra los católicos de querer sabotear
la escuela del Estado: rechazo tenaz a todo pedido de subvenciones, por parte
del Estado, para la escuela no gubernamental, y acusación dirigida a ella de
falta de libertad y de no formar para la libertad, so pretexto de que al
católico le sería rechazada la libertad de búsqueda necesaria para el progreso
y la cultura.
g) Escándalo y protesta contra las autoridades públicas que tomen
parte en manifestaciones religiosas o participen en actos de homenaje al
Vicario de Cristo, en quien no se quiere ver más que el Soberano de la ciudad
del Vaticano, a quien se debe tratar como a un igual, so pena de humillar al
Estado y hacerlo abdicar de su dignidad soberana.
h) Incapacidad de entender, en su entera significación religiosa,
las intervenciones de la Iglesia y de su Jerarquía destinadas a dirigir a los
católicos en la vida pública, a recordarles -en la hora actual- el deber de la
unidad, y a ponerlos en guardia contra ideologías que, ya antes de ser aberraciones
políticas y sociales, eran auténticas herejías religiosas. Será útil recordar
las palabras de Pío XI: “Hay momentos donde nosotros, el episcopado, el clero,
los laicos católicos, parecemos ocuparnos de la política. Pero en realidad, no
nos ocupamos más que de la defensa de la religión y de los intereses
religiosos, mientras se combate por la libertad religiosa, por la santidad de
la familia, por la santidad de la escuela y por la santificación de los días de
Dios. No es eso hacer política. Es entonces la política la que ha tocado a la
religión, la que ha tocado el Altar, y nosotros defendemos entonces el Altar”
(Pío XI, discurso del 19 de septiembre de 1925).
Estas breves
consideraciones indican la evidencia de la gravedad de los errores difundidos
bajo la etiqueta del laicismo. La Iglesia no tiene ningún interés en hacer
revivir antiguas diferencias; no desea que los católicos se dejen llevar a un
terreno de polémicas estériles, que no servirían más que para desunir el bloque
espiritual de la nación y distraer a los católicos de su duro y positivo deber
cotidiano de edificar una sociedad más justa y más capaz de resolver los
problemas concretos y urgentes de la vida de nuestro pueblo. Sin embargo, no
puede permanecer indiferente frente a los ataques que tocan a la sustancia de
su doctrina: traicionaría su misión y abriría así el camino a desviaciones
fáciles en las almas que le son confiadas.
El laicismo y el laicado católico
Pero nuestras reflexiones
no pueden detenerse ahí. El cuadro aparecería este día incompleto, si no se
esclareciera otro problema: el peligro que corren el clero y el laicado
católicos de dejar infiltrar insensiblemente el error laico en sus rangos. La
atmósfera cultural y social que respiramos está tan profundamente impregnada
por él, que las almas mismas que tendrían que estar a buen resguardo, son
acechadas por sus trampas. El laicado católico puede dar pie a algunas
tentaciones fáciles viviendo con mentalidad laica. He aquí las principales:
a) La tendencia a sustraerse a la influencia y a la dirección de la
Jerarquía y del clero, so pretexto de haber alcanzado la mayoría de edad. Así,
el laicado católico está convencido de adquirir la plena conciencia y todos los
derechos del ciudadano, tanto en la comunidad religiosa, como en la
sociedad civil.
b) La tendencia a querer que la Iglesia practique una total
independencia hacia lo “profano” sin darse cuenta que, frecuentemente, los
problemas de orden técnico y temporal plantean cuestiones que no sabrían dejar
indiferente a la Iglesia.
c) La tendencia a subestimar el valor de la doctrina del Evangelio o
a dudar que sea capaz de resolver los problemas sociales del mundo moderno. La
Iglesia, de hecho, tendría una visión demasiado abstracta de los problemas
humanos. La acción de su Magisterio se contentaría con enunciar principios
generales. La necesidad de la Iglesia de tener el equilibrio entre fuerzas
amenazadas de decrepitud y las que suben al horizonte, podrían hacer que no
tuviera ni el coraje, ni la audacia de enfrentar la realidad brutal de ese
mundo que evoluciona de manera trágica.
d) La tendencia a deslizarse sobre la pendiente de un naturalismo
sutil: despreciando la eficacia magisterial y sacramental de la Iglesia en el
dominio del progreso que se cumple bajo nuestros ojos, dando la prioridad,
cuando no la exclusividad, a los medios humanos; acogiendo más o menos
abiertamente los métodos y el estilo del adversario; teniendo en vista por
encima de todo el éxito inmediato y haciendo un caso exagerado de las manifestaciones
masivas y de la aprobación de la opinión pública.
e) La tendencia a librar en su interior querellas intestinas poco
edificantes y a volver a llevar hacia el mundo exterior una solicitud que
debiera tener como primer objetivo la caridad fraternal y la unión de los
espíritus entre los que trabajan y sufren a su lado, a pesar de sus defectos y
sus lagunas inevitables.
f) La tendencia a oponer la Iglesia dispensadora de la gracia (o
carismática) frente a la Iglesia Jerárquica, las inspiraciones espirituales del
corazón a la organización exterior de la disciplina. Uno se imagina que hay que
distinguir entre expresiones visibles del cristianismo y lo que es su sustancia
interior sobrenatural. Que basta, en suma, tener la caridad, sin todo ese
aparato jurídico.
g) La tendencia a poner en un pie de igualdad al laico y al
sacerdote. Se quiere que sean partícipes en partes iguales, llamados a
completarse; que sus funciones y sus poderes sean paralelos. Y así se reduce,
hasta hacerla desaparecer, la distinción entre el sacerdocio genérico que
comparten todos los miembros en cuanto miembros del cuerpo místico de Cristo,
soberano Sacerdote, y el sacerdocio propiamente dicho, fundado sobre el
carácter sacramental que da la ordenación.
12. Las tentaciones que
fácilmente acechan al laicado católico tienen varias causas, y sus canales de
derivación son múltiples. Pasemos revista a las principales de estas causas:
a) La carencia de cultura teológica, sobre todo en lo que toca al
misterio de la Iglesia, su naturaleza, sus poderes, su organización exterior e
interna. Muchos de nuestros laicos no poseen más que un magro bagaje teológico.
Y estos acontecimientos los fragmentan.
b) La influencia de la prensa que se compromete en una dirección
resueltamente laica, o por lo menos, se siente llevada hacia ella. Es entonces
en este estado de espíritu que la prensa explica ordinariamente (aunque por sus
formas se muestre respetuosa hacia la religión) la presencia de la Iglesia en
el mundo moderno, el código que regula las relaciones de la Iglesia y del
Estado, la acción de los católicos, el conjunto de los problemas morales que
atraen la atención de la opinión pública. Muchos católicos leen esta
producción, sea porque no aprecian el diario católico, sea porque (nos gustaría
creerlo) tengan la intención sincera de conocer las objeciones del adversario
para combatirlas con más eficacia. De hecho, terminan por absorber el veneno
poco a poco.
c) La influencia de cierta literatura religiosa de vanguardia
(especialmente de más allá de los Alpes) donde una inquietud congénita refuerza
las más aventuradas audacias de pensamiento y se entusiasma sin reserva con
todas las iniciativas de apostolado que rompen con los cuadros tradicionales.
Proclama con convicción que es la única manera de llegar a métodos capaces de
retomar el contacto perdido con el mundo.
d) La influencia del protestantismo, que se ejerce
por una propaganda lanzada con vigor en numerosas ciudades y regiones, por
revistas que difunden novedades teológicas, por movimientos de inspiración
espiritualista (por ejemplo, el movimiento de Caux) por la literatura, el cine
y el teatro.
e) La influencia de la concepción democrática. Algunos quisieran
aplicarle desconsideradamente a la Iglesia los esquemas de la sociología
profana, como si la definición de la verdad religiosa y el ejercicio de los
poderes sagrados debieran ser sometidos a la aprobación del laicado y al juego
de las mayorías y minorías.
f) La superestimación de la acción del laicado. Se la pone en la
balanza con la acción del sacerdote, que quizás no siempre alcanza el mismo
resultado brillante sobre el plan exterior. La facilidad, sobre todo en estos
jóvenes, de ver las simples y sinceras felicitaciones venidas de la Jerarquía como
una suerte de investidura suprema que lo consagra (al laicado) salvador de la
situación, que detenta carismas especiales, lo cual lo conduce a veces,
excitado por el orgullo, por el acuerdo tácito de tal o cual superior, por la
adulación de sus amigos, por los aplausos de la muchedumbre, a adoptar
actitudes de independencia hacia toda disciplina.
g) Las enfermedades de algún sacerdote que pueden crear situaciones
penosas hechas de incomprensión recíproca, de críticas de una y otra parte, de
desconfianza y de oposición. Así, por ejemplo, un autoritarismo exagerado,
falta de confianza hacia el laicado, estrechez de espíritu, apertura
insuficiente frente a los problemas del apostolado moderno y de la vida social,
defecto de juicio e imprudencia cuando su deber le manda intervenir sobre el
plan político.
h) La falta de formación espiritual sólida (sin hablar del contacto
diario más bien brutal con un mundo que cree mediocremente en las profundas
virtudes cristianas: la humildad, la paciencia, la lealtad, la caridad, la
justicia, el desinterés, etc…). El laicado católico podía ser marcado en su
manera de pensar y de actuar, no conforme o ajena al mensaje cristiano, y
confundirá fácilmente la decisión con la violencia, la inteligencia con la
astucia y el cálculo, la necesidad imperiosa de las transgresiones sociales con
la revolución, el ardor del impulso con la impaciencia que se cobra, el reino
de Dios con la dominación terrestre, el servicio de la Iglesia con la
pretensión de poner a la Iglesia al servicio de sus propias ideas y de sus
intereses personales.
Hablamos aquí de
tentaciones posibles, de tendencias que pueden tomar cuerpo, no de una
situación de hecho a gran alcance. Por estas exhortaciones a la vigilancia no
se quiere de ninguna manera negar o poner en duda el aporte inmenso y admirable
del laicado católico a la Iglesia en nuestro país, en el curso de estos últimos
años. Es un capítulo de historia del cual ninguna nube del mundo podrá velar el
esplendor brillante.
aparecido en L’Osservatore Romano,
traducción francesa, del 29 de abril de 1960
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