Carta
Pastoral Nº 13
EL ESPÍRITU
SACERDOTAL.
El
año
escolar empieza: es también el comienzo de una nueva campaña
apostólica.
Os han llegado las listas de los nuevos titulares de los cargos, de los
confesores de religiosas, de los sacerdotes encargados de cursos de instrucción
religiosa en los colegios e institutos. Cada párroco,
superior, director en su momento, tiene que repartir las funciones del año
entre sus auxiliares. No puedo dejar de
pensar en esas palabras de la Escritura que se encuentran en ese día
de la fiesta de los Santos Simeón y Judas, apóstoles:
“Ahora bien, el adorno del cielo son las virtudes de los que predican… A
uno se da por el Espíritu el don de hablar
con sabiduría…
a otro, el don de hablar con ciencia, según
el mismo espíritu. Pero un solo y mismo Espíritu
opera todas estas cosas”. (San Gregorio Papa,
Homilía
30 sobre el Evangelio). Ojalá
siempre podamos considerar los cargos y los empleos que nos son confiados con
este espíritu
de fe, esta convicción que es el Espíritu
divino que quiere utilizarnos para tal apostolado, en tal lugar y tal época
de nuestra vida: qué fuente de paz y de confianza para
nuestras sacerdotales y religiosas.
Las
líneas
que van a seguir tienen por fin, queridos amigos, hacerles vivir mejor vuestro
ideal sacerdotal. Servirán igualmente a vuestros queridos
hermanos, guardada toda proporción. No veáis
en ese recuerdo de los principios y de sus consecuencias más
que un ardiente deseo de veros vivir a todos como sacerdotes santos, celosos,
devorados por el amor de Dios y de las almas, a imagen de Nuestro Señor,
y bajo su espíritu
vivificante.
Sois
sacerdotes, en primer lugar, de un sacerdocio de oración,
de alabanza, de adoración. Sois sacerdotes, en segundo
lugar, de un sacerdocio santificador de sus almas y de las de su prójimo,
y particularmente de aquellos hacia quienes habéis
sido enviados. Sois, en consecuencia, sacerdotes de un sacerdocio de inmolación,
de sacrificio de vosotros mismos. Los
tres aspectos del sacerdocio están indisolublemente ligados, no
se puede querer uno sin el otro. No se puede alabar a Dios y no preocuparse por
su prójimo;
no se puede ser todo amor de Dios y de las almas, y buscarse a sí
mismo. No
insistiré
sobre el primer aspecto. Ya en una circular, escrita en una época
semejante, os había expuesto extensamente la necesidad
de ser almas de oración, para ser verdaderos apóstoles.
Os decía,
en particular, que es por un mismo impulso de celo que el sacerdote se dirige a
su iglesia, a su altar para rezar y abismarse en la adoración,
y que se dirige hacia de las almas que reclaman los cuidados de su sacerdocio.
Siempre
es verdadero, pero tenemos necesidad de recordarlo en los períodos
difíciles
y de persecución
de la Iglesia. Ninguna prueba, ninguna cárcel
puede impedirnos hacer subir desde nuestras almas el incienso de nuestra oración.
Ahí
está
lo esencial del alma sacerdotal. “Pater clarificavi te super terram” (Jn.
XVII,4). Hemos sido consagrados especialmente a este efecto. Si
tenemos este sentido de la oración, y si estamos convencidos de
que nuestro primer apostolado es rezar, quizás
seremos más
fieles a nuestro despertar matutino para hacer oración,
para decir nuestro breviario en la calma de las primeras horas del día.
Y seremos más
generosos en nuestra disciplina de vida sabiendo terminar nuestro apostolado
exterior, como muy tarde, a las 22 horas, a fin de tomar un descanso necesario
y no arruinar el apostolado de la oración.
De
una manera general, nuestro despertar tendría
que tener lugar a las 5,25 horas, a fin de dirigirnos a nuestra oración
a las 5,45 horas, y haber dicho lo esencial de nuestro breviario, celebrado
nuestra Santa Misa, hecho nuestra acción de gracias y
tomado nuestro desayuno antes de las 8 horas. Entonces, el Señor
estará
con nosotros para darnos en total libertad de alma a nuestro apostolado
exterior, que será mucho más
fecundo. Darle
a las obras y a los tiempos destinados a los contactos, reuniones, visitas, una
importancia y un valor de apostolado más importante que el
de la oración,
la Santa Misa, la palabra de Dios y los sacramentos, es vivir en la ilusión
y una cierta presunción. El apostolado es ante todo,
la obra de Jesucristo y de su Espíritu, obra misteriosa y
sobrenatural. El
segundo aspecto de nuestro sacerdocio es la santificación
de nuestras almas y de las de nuestro prójimo,
particularmente las de aquellos a quienes habéis
sido enviados.
Una
preocupación
constante de los apóstoles fue santificarse para
santificar a los otros. Las epístolas de San Pablo a Timoteo y
Tito dan fe de esto. Pensemos en nuestras almas, a veces maltratadas por
nuestra propia negligencia, mientras durante todo el día
le pedimos a los demás que no sean negligentes con las
suyas. Acerquémonos
a menudo al sacramento de la penitencia. Que nuestro apostolado sea para
nosotros una fuente constante de santificación,
a fin de poder ayudar a las almas a elevarse hacia Dios. ¿No
tenemos una prueba de nuestra pobreza espiritual, cuando somos incapaces de
darles a las almas generosas los avisos y consejos que esperan de nosotros, en
el sacramento de la penitencia, o cuando evitamos el tener que dar una
conferencia espiritual, una corta recolección,
o un retiro? “Yo me santifico a mí mismo por ellos, a fin de que
ellos sean santificados...” (Jn. XVII, 19).
Estas
disposiciones interiores nos pondrán en un estado de
servicio, en manos del Señor, tal como estaremos listos
para trabajar en el campo del Maestro desde que nos sea designada una porción
determinada. Como la “Misión” es de una importancia
capital, y es ella la que nos da el soplo del Espíritu
Santo, la que nos autoriza a llamarnos y presentarnos como verdaderos pastores
enviados por Dios y la Iglesia, sin esta “misión”
no tenemos ningún derecho sobre las almas. Esta
“Misión”
expresada por la Iglesia es un honor que no se nos debe. Los apóstoles
constantemente han expresado su indignidad hacia su tarea apostólica.
Han buscado ser los instrumentos más dóciles,
los más
flexibles bajo la gracia de Dios. Así, esta misión
es enteramente de Dios, por Dios y para Dios. Trabajando con un celo incansable
para hacer fructificar la viña del Señor,
debemos saber que no somos más que servidores y servidores inútiles,
pues Dios podría
prescindir de nosotros.
Eso
me lleva a concluir que no debemos nunca considerar un puesto como nuestro,
nunca debemos apegarnos personalmente a el, y nunca buscar las almas que nos
son confiadas a nuestra persona, sino siempre hacerles entender bien que no
somos más
que viñadores
de paso, empleados temporales. Aquí todavía
nos hacemos ilusiones y somos muy presuntuosos en creer que nosotros solos
somos capaces de cumplir dignamente tal o cual función,
de llevar a cabo cierto cargo. ¡Quizás
se nos diga eso! Pero agradezcamos a Dios que, al cambiarnos de puesto, evita
que alguien se apegue a nosotros personalmente en lugar de apegarse a Él,
único
verdadero sacerdote, único santificador verdadero, y,
un día,
única
recompensa de las almas.
Otra
consecuencia de ese aspecto santificador de nuestro sacerdocio y de ese carácter
de misión
divina: siempre y en todo lugar debemos mostrarnos “hombres de Dios”, es decir,
tengamos siempre una actitud de sacerdote, y tengamos un profundo respeto por
las almas, evitando escrupulosamente lo que podría
hacernos alejar de Dios. Considerad eso como un verdadero crimen, tal es el
verdadero escándalo:
dado que estamos consagrados, enviados para elevar a las almas hacia Dios, les
daremos la ocasión de dudar de la santidad de nuestro
sacerdocio, sobre la verdad de nuestra misión.
¡Qué
terrible responsabilidad! Nuestro Señor tuvo palabra
severas para con el escándalo.
¿Debo
indicar consecuencias precisas? En nuestras actitudes, en nuestro porte, que no
haya nada que haga aparecer lo que hay de humano en nosotros y que haga
desaparecer nuestro carácter sacerdotal. No quiero
llegar al detalle, que no concerniría más
que casos individuales. Pero, sin embargo, recuerdo las prescripciones
generales de prudencia y de conveniencia eclesiástica.
El
vestido eclesiástico
es obligatorio en la diócesis, es decir, la sotana negra
o blanca. No se puede dispensar de ella sino para cumplir con trabajos que
ensucian, y fuera del público. Se puede utilizar una sotana
caqui o gris para los recorridos en la selva o para conducir vehículos.
No se puede utilizar la sotana gris en las ciudades.
¡Que
jamás
alguien se permita actitudes o visitas fuera de lugar! Que los superiores
vigilen la puesta en práctica de las directivas respecto
a las comidas en la ciudad, sobre todo en la noche, respecto a la asistencia al
cine, a la frecuentación de las playas, etc… Qué
ilusión
es creer que el bien se hace por amistades con ciertas familias o la
frecuentación
de personas, en lugares o momentos que provoquen, a justo título,
reflexiones perjudiciales al apostolado de todo el clero.
El
verdadero sacerdote no tiene necesidad de estos avisos; su prudencia
sacerdotal, su delicada y resuelta preocupación
por el bien de las almas, lo hacen concebir un horror a estos compromisos con
el espíritu
del mundo. Las almas que desean encontrar un hombre de Dios no se engañan,
y van instintivamente hacia ese sacerdote cuya sola presencia eleva y
santifica. Ese sacerdote no será ni tímido
ni asustadizo, pero su sentido sacerdotal le dará
esa cortesía
exquisita, hecha del respeto por las personas, por las almas y por una franca
sencillez. Ese sentido de lo divino le hará
entender sin duda las frecuentaciones inconvenientes o aún
simplemente inútiles.
No
menciono todo lo que enseña la pastoral al sacerdotal
lleno de celo. Si agrada a Dios, lo indicaré
en otra carta. Voy al tercer aspecto de nuestro sacerdocio: sacerdocio de
vinculación,
de sacrificio de fe, de abnegación. Querer ser sacerdote con el
fin de ejercer la caridad sin el renunciamiento, es renegar de nuestro origen,
que es Jesucristo, es desconocer lo que somos. Pienso superfluo desarrollaros
la necesidad del sacrificio, de la penitencia en la vida cristiana y, con más
razón,
en la vida sacerdotal. Pero, sin embargo, estoy obligado a comprobar que una
causa frecuente de la mediocridad del sacerdocio, se manifiesta hoy por medio
de algo que se llama “desenfado”. Podría escribir fácilmente
páginas
enteras sobre estas manifestaciones. Se
las encuentra en las relaciones con la autoridad, en las relaciones con los
sacerdotes, en sus relaciones con los fieles. Se puede pensar que,
desgraciadamente, existen también en el dominio de la
conciencia. Se carece de espíritu de fe en la obediencia, esa
virtud que es la trama de la vida de Nuestro Señor,
que es el signo del Espíritu de Dios en un alma… No se
ve más
a Dios en los actos de la autoridad. Las visitas episcopales canónicas
de las parroquias o de las misiones se resienten con esto, y en numerosos
detalles.
Los
superiores de las parroquias o misiones, o dimiten de su autoridad, poniéndose
en los rangos de sus vicarios, o se dan cuenta de que no es ya posible pedir
una cierta disciplina a sus colaboradores. Que se medite la vida de Nuestro Señor,
o la de la Virgen María, donde todo es obediencia,
humildad, anonadamiento de sí mismo delante de Dios y de todo
lo que de Dios viene. En las relaciones con los compañeros,
es mucho más
evidente. Por poco que ese desenfado se aún
un poco más,
ya se llegará
a decir: “Homo homini lupus, sacerdos sacerdoti lupior” (el hombre es
lobo del hombre, el sacerdote es aún más
lobo para el sacerdote). No me atrevo a enumerar las minuciosas manifestaciones
de ese espíritu…
sería
demasiado triste. Pero os aclaro a todos que unas jornadas vividas en el mero
capricho, tienen por consecuencia una vida de comunidad desorganizada.
Retrasos, inexactitudes, omisiones. El gran silencio después
de las 21 horas no es observado: en lugar de molestarse a uno mismo, se
prefiere molestar a los demás. Agregad a eso las maneras de
desenvolverse cuando se va a una comunidad vecina o a la procura: ¿se
esfuerza uno por no causar molestias, por ser respetuoso de sus compañeros?
Y si se pasa a las relaciones con los fieles, sin dificultad vuelve a
encontrarse ese mismo espíritu de las inexactitudes en las
ceremonias, demoras en las confesiones que se escuchan, en los catecismos que
se imparten. Os será muy fácil
encontrar en vosotros mismos estos efectos de un relajamiento en la disciplina
del alma sacerdotal o religiosa. Que los superiores no duden en hacer reuniones
en medio de las obras, e insistir sobre esas faltas que denotan una falta de
generosidad, una negligencia culpable, y que crean una atmósfera
de tibieza en el ámbito sacerdotal, tibieza sentida
penosamente por los fieles y que hacen correr el riesgo de provocar abandonos
en los que son débiles.
¡Ah!
Si verdaderamente pusiéramos en nuestro sacerdocio el
valor de nuestro espíritu y de nuestros corazones, por ese
sacerdocio – tan grande, tan noble, que nunca haremos lo bastante para vivirlo
plenamente – encontraríamos en esta meditación
la voluntad de ser servidores humildes, obedientes, enteramente dados a la
voluntad del Señor, caritativos y celosos por nuestro
prójimo,
de manera tal que no querríamos nunca ser desagradables y,
con más
razón,
por nada del mundo, ser causa de escándalo. Recordemos
los ejemplos de San Pablo, tan preocupado por no ser un cargo para nadie y no
escandalizar a ningún alma, a fin de ser todo para
Jesucristo. Reanimemos nuestro espíritu de fe por
nuestra oración
y Jesucristo, viviendo en nosotros, nos dará
el ánimo
para olvidarnos de nosotros mismos, para ser dóciles
instrumentos entre sus manos divinas. Tal debe ser nuestro ideal; si encontráis
un poco austeras y severas a estas líneas, creed que
vienen de un corazón que os quiere profundamente a todos
y cada uno de vosotros. No tengo más que un solo deseo,
un solo fin, para escribirles así: haceros felices en vuestro
sacerdocio plenamente vivido aquí abajo, y continuado en la
eternidad, y atraer por medio de vosotros a las almas elegidas por Dios a una
verdadera vida cristiana, prenda de vuestra salvación
eterna.
En
algunos días
iré
a Roma, no dejaré de pensar en vosotros, en vuestros
colaboradores, hermanos, religiosas, catequistas, en vuestros fieles, y en
todos aquellos que no lo son todavía, cuando reciba la
bendición
del nuevo Sucesor de Pedro. Tened el cuidado de celebrar una ceremonia de acción
de gracias, a fin de agradecer a Dios, que vigila sobre la perennidad de su
Iglesia. Que Nuestra Señora de Popenguine vigile a sus
sacerdotes, que los bendiga, y que bendiga su apostolado.
Monseñor Marcel Lefebvre
Carta a los
sacerdotes escrita en La Croix Valmer -Var-,
Francia, en
la fiesta de los Santos Apóstoles Simón y Judas,
el 26 de octubre de 1958
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