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viernes, 29 de enero de 2016

Sermones del Cura de Ars


SERMÓN SOBRE  EL ORGULLO
(fin)

En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase ésta, nada tendríais. Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida, someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios de favores, más profundamente se humillaban. Mirad a San Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim., 1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual. Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras, más profundamente debemos humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.

Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde? -Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente humilde nunca habla de sí misma, ni en bien ni en mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay alguien a quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio final va a causar una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio. Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la salvación. Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.

Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda suerte de impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey para darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?

2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?

3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar.»

4. ¿Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En cuanto el profeta terminó su mensaje, Acab comenzó a rasgar sus vestiduras. Escuchad lo que le dijo el Señor: «Vamos, ya no es tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tú, le dijo el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte.» Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en público, andaba con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que su humildad me ha conmovido, ha hecho revocar mis órdenes y ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).


Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias? Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si así nos portamos, tengamos por seguro que nuestro corazón gozara de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…

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