FIN DEL PRIMERO CAPÍTULO.
(Nuevamente permítaseme una pequeña
reflexión sobre el tema. En esta búsqueda de la oración siguiendo el designio
de San pablo nuestro protagonista nos enseña que el hombre ante todas las cosas
debe buscar la unión con Nuestro Redentor mediante este medio infalible de la
oración. El nos muestra un camino arduo pues hace un año que su alma no tiene
reposo y ante esta falta de reposo ha dejado de lado todo en este mundo para
encontrar esta perla preciosa; ¿Cuantos hacemos lo mismo en la actualidad? Ante
nuestra presencia se desmorona el mundo y,
¿seguimos preguntándonos porque? Desconociendo o ignorando lo que en
Fátima nos recomendó la Virgen María con tanta insistencia: la oración, como
medio necesario para que Dios perdone a los pecadores porque ella nos prepara
al sacramento de la penitencia. Otra cosa que se debe destacar en la
constancia, la perseverancia y la santa tenacidad en buscarla y acogerse a ella
como lo hizo este peregrino que, por falta de esta voluntad férrea se está
alejando la humanidad de Dios e incluso se llega a la osadía, en algunos casos
consiente y en otros inconsciente; DE RELEGAR LA ORACION por múltiples razones
a las que la voluntad divina muy difícil perdonara el día de nuestro juicio
particular. Con Dios no se juega, El quiere hechos y no palabras y pretextos
fútiles para dejar de lado el medio que nos alcanzara al final, si reunimos las
cualidades de este peregrino ruso, Es una gracia que se debe pedir todos los
días ESL ESPIRITU DE ORACION, PERO POR EXPERIENCIA NO SOLO NO SE PIDE SINO QUE
SE RELEGA AL ULTIMO LUGAR CONSCIENTE DEL GRAVE PELIGRO EN QUE PONEMOS A NUESTRA
ALMA y cuyo fin es el infiernos en donde se encuentran muchas almas que
abandonaron la oración. Finalmente Dios premia el esfuerzo de este peregrino
ruso al concederle lo que el tanto buscaba y de una manera sobreabundante.
Quiera Dios nos alcance la gracia de imitar en algo a este peregrino, pues que
nos decimos católicos. Introducción a cargo del R. P. Arturo Vargas)
continuamos
con la lectura de este libro
Después el starets me
explicó todo esto con ejemplos, y aún leímos en la vida eterna Filocalía las palabras de San
Gregorio el Sinaíta y de los bienaventurados Calixto e Ignacio 9. Todo lo que
íbamos leyendo, el starets me lo iba explicando a su manera. Yo escuchaba con
atención y gran embeleso y me esforzaba por fijar todas sus palabras en la
memoria con la mayor exactitud. Así pasamos toda la noche y fuimos a Maitines
sin haber dormido nada. El starets, al despedirme, me bendijo y me dijo que
volviera a su celda durante mi estudio de la oración, para confesarme con
franqueza y sencillez de corazón, porque es cosa van a dedicarse sin guía a la
vida espiritual. En la iglesia sentí en mi interior un ardiente celo que me
inclinaba a estudiar cuidadosamente la oración interior continua, y pedí a Dios
que me quisiera ayudar. Después pensé que me sería difícil ir a ver al starets para
confesarme o pedirle consejo; en la hospedería nadie puede permanecer más de
tres días, y junto a la soledad no hay lugar donde alojarse… Por suerte, pude
enterarme de que a cuatro verstas había una aldea. Me encaminé a ella a fin de
encontrar posada, y por suerte Dios me favoreció. Allí pude colocarme como
guardián en casa de un campesino, a condición de pasar el verano, solo, en una pequeña
cabaña que había en un rincón de la huerta. Gracias a Dios, había dado con un
lugar tranquilo. De esta manera me puse a estudiar la oración interior según
los medios indicados, yendo a menudo a visitar al starets. Durante una semana,
en la soledad de mi jardín me ejercité en el estudio de la oración interior,
siguiendo exactamente los consejos de mi maestro.
Al principio, todo
parecía ir muy bien. Más tarde, sentí gran pesadez, pereza, tedio, un sueño que
no podía vencer, y los pensamientos cayeron sobre mí como las nubes. Busqué al starets
lleno de tristeza y le manifesté mi estado. Me recibió con bondad y me dijo: -Hermano
muy amado, todo cuanto te sucede no es sino la guerra que te declara el mundo
oscuro, porque no hay cosa que tema tanto como la oración del corazón. Por eso
trata de entorpecerte y de hacer que aborrezcas la oración. Mas el enemigo sólo
obra según la voluntad y el permiso de Dios, y en la medida en que esto nos es
necesario. Sin duda es imprescindible que tu humildad sea sometida a prueba; es
demasiado pronto para llegar, con un celo excesivo, hasta las puertas del
corazón, pues correrías el riesgo de caer en la avaricia espiritual. Voy a
leerte lo que dice la Filocalía a este propósito. - Buscó el starets en las
enseñanzas del monje Nicéforo y leyó: «Si, no obstante tus esfuerzos, hermano
mío, no te es posible entrar en la región del corazón, como te lo tengo
recomendado, haz lo que te digo y con la ayuda de Dios hallarás lo que andas buscando. Tú sabes bien que la razón
de todo hombre está en su pecho… Quítale, pues, a esta razón todo pensamiento
(esto puedes hacerlo si quieres) y pon en su lugar el "Señor Jesucristo,
ten piedad de mí". Esfuérzate en reemplazar por esta invocación interior
cualquier otro pensamiento, y a la larga ella te abrirá la entrada del corazón,
como lo enseña la experiencia» -Ya ves lo que
enseñan los Padres en tal caso -me dijo el starets-. Por eso tú debes aceptar
este mandamiento con confianza y repetir cuanto te sea posible la oración de
Jesús. Aquí tienes un rosario con el que podrás hacer, para comenzar, tres mil
oraciones al día. De pie, sentado, acostado o caminando, repite sin cesar: «
¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», suavemente y sin precipitación. Y recita exactamente tres mil oraciones al día
sin añadir ni quitar una sola. Por este camino llegarás a la actividad continua
del corazón.
Recibí estas
palabras con gran júbilo, y dejando al starets volví a casa, y me puse a hacer
exacta y fielmente lo que me había enseñado. Los dos primeros días tuve alguna
dificultad, pero luego lo encontré tan fácil que cuando no decía mi oración
sentía gran necesidad de rezarla, y me resultaba fácil y suave, sin la
dificultad del principio. Conté esto al starets, y éste me ordenó rezarla seis
mil veces al día y me dijo: -Sigue tranquilo y esfuérzate por atenerte con toda
fidelidad al número de oraciones que te he prescrito: Dios se compadecerá de
ti.
Durante toda una
semana, permanecí en mi solitaria cabaña recitando cada día mis seis mil
oraciones sin ocuparme de cosa alguna y sin tener que luchar contra los
pensamientos; únicamente pensé en cumplir el mandato del starets. ¿Y qué
sucedió? Me acostumbré tan bien a la oración que, si me detenía un solo
instante, sentía un vacío como si hubiera perdido alguna cosa; y en cuanto volvía
a mi oración, sentíame de nuevo aliviado y feliz. Al encontrar a alguna
persona, no sentía ninguna gana de hablar, y sólo deseaba estar en la soledad y
recitar mis oraciones; tanto me había acostumbrado a ellas en una sola semana.
El starets, que no me
había visto desde hacía diez días, vino para saber qué me sucedía, y yo se lo
expliqué. Después de haberme escuchado, me dijo: -Ya estás acostumbrado a la
oración. Mira: ahora has de conservar esta costumbre y fortalecerte en ella. No
pierdas el tiempo, y con la ayuda de Dios hazte el propósito de recitar doce
mil oraciones al día; sigue en la soledad, levántate un poco más temprano,
acuéstate un poco más tarde y ven a verme dos veces al mes. Me sometí en todo a
las órdenes del starets y, el primer día, apenas si me fue posible recitar mis
doce mil oraciones, que acabé ya de noche. Al día siguiente, lo hice con más
facilidad y hasta con gusto. Al principio sentí fatiga, una especie de
endurecimiento de la lengua y cierta rigidez en las mandíbulas, pero nada
desagradable; luego noté una ligera molestia en el paladar, después en el
pulgar de la mano izquierda que pasaba el rosario, mientras que el brazo se me
calentaba hasta el codo, lo que me producía una deliciosa sensación. Y todo
esto no hacía sino incitarme a recitar mejor mi oración. De esta manera,
durante cinco días, terminé con toda fidelidad mis doce mil oraciones, y al
mismo tiempo que la costumbre, iba recibiendo el placer y el gusto de la
oración. Una mañana
temprano, fui como despertado por la oración. Comencé a decir mis preces de la
mañana, pero mi lengua encontraba dificultad en hacerlo y ya no deseaba sino
rezar la oración de Jesús.
Comencé a hacerlo
así y me sentí lleno de dicha y mis labios se movían solos y sin esfuerzo
alguno. Pasé todo el día en gran gozo. Estaba como abstraído de todo y me
sentía en otro mundo, dando fin a mis doce mil oraciones antes de que terminase
el día. Con mucho gusto hubiera querido continuar, pero no me atreví a ir más
allá del número indicado por el starets. Los días siguientes continué invocando
el nombre de Jesucristo con facilidad y sin cansarme jamás. Fui a ver al
starets y le conté todo esto con detalle. Cuando hube terminado me dijo:
-Dios te ha dado el
deseo de orar y la posibilidad de hacerlo sin dificultad.
Esto es un efecto
natural, producto del ejercicio y de la constante aplicación, lo mismo que una
máquina cuyo volante soltamos poco a poco, que luego ya continúa moviéndose por
sí misma; ahora bien, para que continúe moviéndose hay que engrasarla y darle a
intervalos un nuevo impulso. Ahora ves qué maravillosas facultades ha dado
Dios, amigo de los hombres, a nuestra naturaleza sensible; y te has dado cuenta
de las extraordinarias sensaciones que pueden nacer aun en alma pecadora, en la
naturaleza impura a la que la gracia no ilumina todavía. Mas ¡qué grado de
perfección, de gozo y de encanto alcanza el hombre cuando el Señor quiere
revelarle la oración espiritual espontánea y purificar su alma de las pasiones!
Es ese un estado indescriptible y la revelación de este misterio es un goce
anticipado de las dulzuras del cielo. Y es el don que reciben aquellos que
buscan al Señor en la simplicidad de un corazón que desborda de amor. En
adelante te permito rezar cuantas oraciones quieras; procura consagrar todo el
tiempo del día a la oración e invoca el nombre de Jesús sin preocuparte de otra
cosa, entregándote humildemente a la voluntad de Dios y esperando su ayuda. Él
no te abandonará y dirigirá tu camino.
Obedeciendo a esta
regla, pasé todo el verano repitiendo sin cesar la oración de Jesús, y sentí
una gran tranquilidad. Mientras dormía, soñaba a veces que estaba rezando la
oración. Y durante el día, cuando me ocurría encontrarme algunas personas, me
parecían tan amables como si hubieran sido de mi familia.
Los pensamientos se
habían calmado y sólo vivía en oración; comencé ya a inclinar mi espíritu a
escucharla, y a veces mi corazón sentía como un gran ardor y una gran alegría.
Cuando entraba en la iglesia, el largo servicio de la soledad me parecía corto
y no me cansaba como antes. Mi solitaria cabaña me parecía un espléndido
palacio y no sabía cómo dar gracias a Dios por haberme mandado a mí, pobre
pecador, un starets de cuyas enseñanzas obtenía tanto bien. Pero no gocé mucho
tiempo de la dirección de mi bien amado y sabio starets, pues murió al final
del verano. Le dije adiós con lágrimas en los ojos y, al darle gracias por sus
paternales enseñanzas, le supliqué que me dejase como una bendición el
rosario con el que él rezaba cada día. Luego quedé solo.
Pasado el verano,
se recogieron los frutos del huerto y yo ya no tuve donde vivir. El campesino
me dio por salario dos rublos de plata, llenó mi alforja de pan para el camino,
y yo continué mi vida errante. Pero ya no estaba en la indigencia, como antes;
la invocación del nombre de Jesucristo me alegraba a todo lo largo del camino y
todo el mundo me trataba con bondad; parecía como si todos se hubieran
propuesto quererme. Un día me pregunté qué debería hacer con los rublos que me
había dado el campesino. ¿Para qué podrían servirme? ¡Ah sí! Ya no tengo al
starets ni a nadie que me guíe; voy a comprar una Filocalía y en ella aprenderé
la oración interior. Llegué a una ciudad cabeza de partido y me puse a buscar por
las tiendas una Filocalía. Encontré una, pero el librero pedía por ella tres
rublos y yo sólo tenía dos; en vano intenté convencerle para que me la dejase
por dos, pues no me escuchó; pero al fin me dijo: -Vete a ver en esa iglesia y
pregunta por el sacristán; él tiene un libro viejo como este, y acaso te lo dé
por tus dos rublos. Me fui a la iglesia y, en efecto, compré por dos rublos una
Filocalía muy vieja y deteriorada; mi alegría fue muy grande. La remendé lo
mejor que pude con un trozo de tela y la puse en mi alforja, con la Biblia. Así
voy ahora, pues, recitando sin cesar la oración de Jesús, que me resulta más
querida y más dulce que todas las cosas del mundo. A veces hago más de sesenta
verstas en un día y no me doy cuenta de que camino; sólo siento que voy
diciendo la oración. Cuando sopla un viento frío y violento, rezo la oración
con más atención y en seguida entro en calor. Si el hambre es demasiada, invoco
más a menudo el nombre de Jesucristo y no me acuerdo de haber tenido hambre. Si
me siento enfermo y mi espalda o mis piernas comienzan a dolerme, me concentro
en la oración y dejo de sentir el dolor. Cuando alguien me ofende, pienso tan
sólo en la bienhechora oración de Jesús, y muy pronto desaparecen la ira o la
pena y me olvido de todo. Mi espíritu se ha vuelto muy sencillo. Nada me preocupa,
nada me da cuidado, nada exterior me distrae y quisiera estar siempre en la soledad;
estoy habituado a no sentir sino una sola necesidad: rezar incesantemente la
oración, y cuando lo hago así, una gran alegría invade todo mi ser.
Dios
sabe lo que sucede en mí. Naturalmente, no son éstas sino impresiones sensibles
o, como decía el starets, el efecto de la naturaleza y de una costumbre
adquirida; pero todavía no me atrevo a ponerme al estudio de la oración
espiritual en el interior del corazón; soy muy indigno de ello y muy ignorante.
Espero la hora de Dios, confiando en las oraciones de mi difunto starets. De
modo que todavía no he llegado a la oración espiritual del corazón, espontánea
2 y continua; pero, gracias a continua; pero, gracias a Dios, ahora comprendo ya
claramente el significado de las palabras del Apóstol que un día escuché en la
iglesia: “Orad sin cesar”
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